Entre
a la oficina y tuve una sensación extraña. Las paredes parecían de cartón y la
gente, parte de un decorado. Bajé y todo estaba manchado por una rara luz ámbar.
Tomé el manojo de cartas de control y comencé a separarlas. Empecé a apilar las
cartas documento. Las direcciones me llamaron la atención. 7 y 601, 80 y 25, 1
y 78, 138 y 43. Me di cuenta que la mayoría de esas cartas no correspondían a
mi reparto. Pensé en separarlas, pero, dentro de mí, sabía que debía llevarlas.
Villa Elvira, Sicardi, Altos de San Lorenzo, voy a estar todo el día con esto,
tengo que recorrer toda la ciudad en bicicleta. En eso se me acerca el Rojo y
me pregunta qué pasa con la Pibita. Nada, le respondo, ¿qué va a pasar? Me comenta,
entonces, que le preguntó a ella por mí y le dijo Todo mal. Me sonreí y no supe
que decirle. Estoy en la calle. Tengo una remera manga corta a botones y un
pantalón de jogging; no sé si tengo frío o calor. Me siento expuesto, pero no
me molesta como en otras ocasiones. Lidio con ello. En un momento, estoy
sentado en una silla blanca de plástico, bajo un árbol, sobre la 138. Es la
entrada a La Fábrica, una villa de Gorina. La bicicleta espera sobre la calle. El
Rojo debería estar por volver; es mi zona, pero por algún motivo él está
repartiendo. Recuerdo que debo retornar a mi casa. Cuando pienso en casa, se me
viene a la cabeza una casilla de 139 y 476 bis; esa es mi casa, algo dentro de
mí lo afirma con seguridad. No puede ser, me digo, no conozco a esa gente, yo
vivía en otro lado, cómo terminé ahí. Me invade un desasosiego, siento que me
falta un pedazo de vida, que no lo recuerdo. Veo venir al Rojo por la 481. Me levanto
y tomo la bici. Entonces, veo venir por 138 un camión de brea a toda velocidad.
Es habitual verlos por los barrios, rellenando los pozos que se hacen en la membrana
asfáltica. Son emparchadores de calles. Comienzo a correrme para evitar que me
choque, pero lo tengo cada vez más cerca. Creo estar a una distancia segura. De
pronto, el camión hace un movimiento extraño y me golpea con la carga. Caigo al
suelo, sobre un bache del asfalto. No alcanzo a recuperarme cuando veo que están
por tirar sobre mí la brea. Un mar negro y abrasador me cae encima, indiferente.
Mi cuerpo se prepara para un dolor extremo. La brea me tapa, durante unos
segundos siento como dejo de respirar. Estoy muerto. Abro los ojos, la brea
esta tibia, me levanto furioso. Grito. Es un alarido oscuro, extenso, que brota
de lo más profundo de mis entrañas. Casi no puedo respirar de tanto gritar. Me silencio.
Busco al responsable. Un hombre cincuentón, morocho, con un machete de mango
blanco en la mano derecha. Lo conozco. Salinas se llama. Lo insulto, lo señalo,
estoy lleno de odio, desatado, no mido ninguna consecuencia. Salinas me amenaza
con el machete. No me importa, no le tengo miedo. Él retrocede. Yo empiezo a
buscar la bicicleta. Tengo la impresión de que quedó enterrada en la brea, pero
algo me dice que todavía tiene que estar por acá.
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