A
la rata la vi, por lo menos, tres veces. Una vez, entrando desde el patio hacia
la pieza. La otra, después de escuchar un ruido en el inodoro, me asomé y allí
estaba, feliz y nadando. La tercera vez la vi salir del desagüe y olisquear
entre el pasto; alcancé a tirarle un palo, pero no hice más que espantarla. Ella
nunca la vio, es más, insistía con que no había ninguna rata; me repetía una y
otra vez que era una alucinación, algo que se inventaba mi mente para escapar
del aburrimiento. Le insistía y le insistía, pero ella siempre fue terca; por
más que le dijera que tuviera cuidado, se burlaba de mí y de mis vulgares
inventos. Llegamos a discutir muy duramente por el asunto; yo quería traer un
gato, pero ella me decía que era un gasto inútil por una rata inexistente. Una tarde
de agosto, abrimos juntos la puerta del patio y vimos a la rata paseando por
allí. Se la señalé de inmediato, pero ella insistía en no verla. Como puede
ser, le reprochaba, está enfrente tuyo. Pero ella dijo que no, que sólo veía el
jazmín. Le pregunté qué jazmín, dado que no había ninguno en el patio. Ese, me
respondió señalando a la rata. Comenzamos a discutir, creyendo ambos que el
otro le estaba tomando el pelo. A partir de ese día, un gran rencor se incubó
entre nosotros; discutíamos por casi todo y, por momentos, parecíamos dos
desconocidos. Una tarde de octubre, no recuerdo cómo ni por qué, un amigo de
ella nos visitó; tampoco recuerdo cómo ni dónde lo conoció ella a este amigo,
pero lo cierto es que el tipo tenía un mambo místico bastante importante. Hablaba
sobre la existencia de otras dimensiones, panteísmo, cosas así. En un momento,
cuando la charla se estaba agotando, se me ocurrió contarle el incidente de la
rata. El hombre me miró muy serio. Estábamos los tres en ronda, sentados en el
patio. La contempló a ella y después a mí.
-Yo
no estoy aquí en estos momentos- nos dijo, con absoluta solemnidad- estoy en un
bosque alejado. Medito con los ojos cerrados. Cuando los abra, veré el bosque y
ustedes ya no existirán para mí.
La
observé a ella y estaba tan desconcertada como yo.
-Ustedes
no son más que un pliegue- prosiguió el hombre- un pliegue de la realidad, son
para el otro no más que una apariencia; ambos creen que el otro existe, que es
igual y ve lo mismo, pero no perciben que el otro no es más que una imagen,
como una calcomanía pegada en un vidrio. Pertenecen a dimensiones diferentes, a
universos contrapuestos, pero por algún error cósmico, sus mundos se han pegado,
se han amalgamado de una forma extraña y perturbadora. El episodio que me
cuentas, ese de la rata, no es más que la primera muestra de la desintegración
de esta aberración. El Universo está poniendo las cosas en su orden natural. Paulatinamente,
esa imagen del otro que ven se irá apagando, hasta desaparecer por completo.
Cuando
terminó de hablar, se produjo un silencio de varios minutos. El hombre se fue
desvaneciendo de a poco.
Nosotros
preferimos no hacer caso a sus palabras, ni siquiera comentamos el tema después
del incidente. Proseguimos con nuestras vidas como si nada hubiera pasado; nos
abocamos a la rutina, cada uno haciendo sus cosas. Yo por mi lado y ella por el
suyo. Cada vez fuimos sabiendo menos lo que hacía, pensaba o quería el otro. Nos
veíamos a la mañana muy temprano o a la noche muy tarde, nomás. Y en los
últimos meses, ni eso.
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