jueves, 29 de septiembre de 2016

Apuntes sobre la destrucción de un Microcosmos: Cuarenta y tres.

Suena el teléfono. Una y otra vez; me pregunto quién será a esta hora. Atiendo y sigue sonando. Es al lado. Las paredes son demasiado finas en estos departamentos.
El primer comunicado fue escueto. Se recomendaba la cuarentena. El Presidente, los ministros, algunos gobernadores, lo anunciaban con una expresión adusta. Por ahora, la única solución era no expandir la enfermedad. Aquellos que no estuvieran infectados, debían presentarse en el Ministerio de Salud para que se les extienda un certificado. Con eso, podrían circular libremente, es decir, ir a su trabajo o de compras. Otros movimientos estaban estrictamente prohibidos. La información, las relaciones sociales, la vida, debía reducirse a la pantalla de la Tv, de la PC, del celular.
Lo primero que recuerdo es un gato de yeso apoyado sobre la mesa. La casa era muy fría y el gato indiferente. Ingresaba una tenue luz por la ventana, filtrada por una cortina violeta. Apenas se podía respirar por el olor a carbón; o al menos eso me decía ella, porque yo no lo sentía.
El parásito se instaló entre nosotros. Dentro nuestro. Los afectados por la pandemia eran imposibles de contar. Y se siguen multiplicando. Aun aquellos que se creían a salvo, que se daban el lujo de pensarse por fuera. Nadie parece inmune, más bien lo contrario. Todos están en cuarentena. Los síntomas son diversos. A muchos les da por dormir. Donde quiera que uno vaya, se encuentra gente durmiendo; en los colectivos, en los trenes, en los negocios, en la calle. Simplemente se recuestan y duermen. Nadie sabe con exactitud que sueñan, dado que la mayoría no despierta. Algunos afirman que el mundo onírico de estas personas sería extraordinariamente realista, sólo que barnizado por un raro tono de esperanza y expectativa. Otros afectados por el parásito son asaltados por ominosos ataques de risa; caminando por las calles, se pueden escuchar carcajadas demenciales, que lanzan personas que parecen estar al borde de la insania. Esa alegría enajenada asusta a más de un transeúnte; además, por la extraña acústica de la ciudad, muchos no pueden distinguir de donde provienen las risas. A veces, las voces provenientes de la izquierda, en realidad, provienen de la derecha y viceversa. Pero el síntoma más curioso de todos es una singular desconexión entre el tiempo y el espacio que sufren los enfermos; muchos de ellos hablan de épocas que jamás han existido, de un pasado oscuro y hórrido, aunque sin detenerse en detalles que los comprometan demasiado. Las autoridades sanitarias están azoradas con estos sucesos y ni siquiera pueden precisar el origen o la biología del gusano. Se limitan a decir que hay que esperar, que el futuro será más venturoso, que, con la fuerza y el trabajo de todos, la cosa se solucionará. Pero lo que se avecina en el horizonte parece ser más oscuro, aun, que lo que está pasando.
La casa estaba en el medio del bosque. Se imponía señorial entre los árboles secos, entre la neblina que bailaba sobre la hierba escarchada; había un silencio quebrado por los pájaros, una calma partida por las alimañas. La casa era extraña. Era complejo precisar dónde terminaban algunas habitaciones y dónde comenzaban otras. De hecho, era imposible precisar en cuál habitación se estaba o sospechar siquiera el plano del lugar. Cuando se creía estar en el dormitorio, en realidad se estaba en el jardín; en otros momentos, se pensaba que no se había traspasado la verja, encontrándose uno en el desván.
Cuando todo comenzó, la gente tenía paciencia y aceptaba las explicaciones oficiales. Había que esperar, se decía en bares y micros, se está haciendo lo posible. Sin embargo, los días y meses pasaban sin que se vislumbrase una mejoría; por el contrario, la plaga se expandía sin freno. La gente, entonces, empezó a tener bronca y a reclamar soluciones drásticas. Pedían la renuncia de algunos ministros, creyendo que eso cambiaría el rumbo de la epidemia. Pero los ministros se sucedían y se sucedían, al igual que las estrategias sanitarias y el parásito afectaba a cada vez más gente.
La casa nos mostraba las habitaciones de a poco; abría algunas puertas, dejaba ver escalones ocultos. Pero no había algo significativo en ellos, no más que algunos pequeños detalles que llevaban a intuir la riqueza escondida.
Ella estaba infectada por el parásito. Su aspecto había desmejorado notoriamente. Su rostro estaba poblado por puntos rojos y lacerantes. En su cuello y en su hombro, le habían salido dos lunares enormes y oscuros, que se hinchaban cada vez que respiraba, convirtiéndose en una frambuesa luminosa. La piel le dolía y algunas noches no podía dormir. A mí me impresionaba tanto esa luz palpitante alrededor de su cuello, que solíamos pasar las noches en vela.
Ana vivía con nosotros desde hacía unos meses. No recuerdo bajo qué circunstancias se instaló; creo que era amiga de Luz o algo así. No tenía donde y le ofrecimos quedarse. Era una chica tranquila y silenciosa; casi nunca salía de su pieza, salvo necesarias excepciones. Me costó convencerla de que vaya al Ministerio para buscar el certificado; siempre quería darle una vuelta más a lo que ocurría. Para ella, lo superficial, lo evidente, la primera mirada, siempre era mentira. Estaba convencida que el parásito era una mentira pergeñada por las autoridades para controlarnos. Ni cuando salía a la calle y veía a la gente durmiendo en el piso, se creía el cuento del parásito. Para mí, hay otra cosa, me decía.
Es la etapa más dura del invierno. Hace varios días que es de noche. Me asomo por la ventana y sopla un viento blanco. Detrás del recorte oscuro de las casas, se vislumbra un resplandor anaranjado. En la tele, dicen que es un problema mecánico en la refinería, que no hay que preocuparse. No dan ganas de salir, de todas maneras. Ni que afuera esperara el Mesías.

El teléfono sigue sonando en el departamento de al lado. Suena desde hace días. Y nadie atiende.

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