martes, 6 de septiembre de 2016

Apuntes sobre la destrucción de un Microcosmos: Veintidós.

El viento intimida cuando mueve las ramas. La madera, plástica, dobla sus brazos ante el silbido invisible. El cielo no es más que un pincelazo gris. La calle está regada de hojas secas y empapadas. Los cables se mezclan, titilantes, en la copa de los árboles más altos. Las ráfagas apenas dejan caminar; cuando paran, comienza a caer una fina lluvia. Las veredas están vacías; pocos se plantan ante el clima. Estos días han dejado cicatrices en la ciudad. Todo está demasiado en calma, parece un día sin historias. El personaje no se atreve a enfrentarlas, tal vez. Las diversas encrucijadas lo rodean. Observa el horizonte. Sólo se divisa el viento. Se ve tranquilo, invadido por una paz extraña, simplemente espera; confía en que las cosas se resolverán. En medio de la calle, el viento lo golpea incesante, la lluvia lo baña con lentitud. El frío, húmedo, se le mete por debajo de la ropa. Demasiada calma carga para estar rodeado de tanta tormenta. El día le recuerda a un sueño que tuvo hace unos meses. Era algo así. La lluvia caía sobre su pelo. Era una lluvia rara, fina, como pequeñas líneas de agua que surcaban la noche violeta. Era una ruta angosta, apenas iluminada por eventuales manchas anaranjadas; a la orilla del camino, se veían algunas casas oscuras, que parecían deshabitadas. Una hilera de árboles frondosos se interponía entre ellas y el cielo; sin embargo, las riberas de la ruta aparentaban ser un decorado, una escenografía, enormes paneles de madera pintados. Los autos y camiones pasaban sin frenar, como entes inanimados y brillantes. Ellos iban en bicicleta; sobre la conchilla pegada al pavimento, él pedaleaba y Eya se acomodaba en la parrilla trasera. Se movían con mucha lentitud, como si no supieran que rumbo tomar. Estaban muy lejos de su casa. De pronto, él recordó que debían comprar algo. Una garrafa, para hacer eso, le dijo. Eya asintió. Un pequeño negocio junto a la ruta bullía de personas. A simple vista parecía una mueblería, pero era un almacén. Él entró y Eya se quedó afuera, cuidando la bicicleta. La lluvia no paraba; el agua blanca se distinguía entre la oscuridad de las casas, de los árboles y del cielo. Adentro del negocio, todo era confuso. La gente entraba y salía. Él vio lo que debía hacer con la garrafa; conectarla a una pequeña fuente y con eso cocinar. Era muy sencillo. Todo el mundo lo hacía. Era extremadamente barata. Le dijeron que no era necesario llevarla; un camión las repartiría antes del atardecer. Él no entendió; hacía varias horas que era de noche. Salió y le comentó a Eya las novedades. Comprendieron que estaban demasiado lejos de su casa, no llegarían a tiempo para recibir al repartidor. Ni siquiera sabían para que extremo de la ruta debían ir.

Como algún lector avispado se habrá dado cuenta, hoy no tenía ni una idea sobre la cual escribir. Pero después de tantos años de perpetrar este oficio, uno acumula cuadernos y cuadernos con ideas sueltas, que parecen inconducentes. Ideales, claro está, para esta clase de ocasiones. Exactamente debajo de donde estaba el sueño escrito con anterioridad, se encontraba el siguiente postulado, planteado por mí, en algún momento difícil de discernir. “Tal vez deba escribir cosas que mezclen la primera y la tercera persona, porque ese tipo de cosas impresionan a la gente. Es como en el fútbol, cuando hay que tirarse al suelo o correr una pelota que se sabe perdida, para demostrar un compromiso extra”. Que conste que no lo hago para vender humo.

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