El
hombre está sentado en silencio. El balcón de su departamento es pequeño;
apenas entra la reposera y sus piernas estiradas. El atardecer del viernes
muere entre los edificios, los cables, los postes, las palomas. Desde su décimo
piso, la postal le resulta trillada. A pesar del calor, aun no se sacó sus
guantes ni el saco violeta. El pelo verde se le pega, desprolijo, sobre la
frente blanca. No exhibe la sonrisa por la cual se lo conoce. Sus ojos parecen
apagados, opacos. No observa a la ciudad que muere a su alrededor. Intenta
recordar. Se pregunta cómo empezó todo esto. Alguna vez tuvo una familia. Una
hermosa mujer, dos hijos. Un varón y una nena, claro, como corresponde a la
fantasía pequeñoburguesa. Todo era perfecto. O al menos lo perfecto que decían
debía ser. Una casa en un barrio caro, dos autos, vacaciones al exterior. Una
vida tranquila. No importaba con quién andaba la mujer. El amante era un
empresario importante, él sólo un abogado. No debió importarle. Tampoco lo que
hicieran los hijos. El varón prendía fuego linyeras, la nena se daba con lo que
encontraba. Un arma y tres disparos, para que más. Desaparecer luego no era tan
difícil. Escapó del Paraíso. No, no era así. No tenían dinero, o al menos no
tanto. Ambos trabajaban. Él y su mujer eran empleados del Estado. Tenían una
pequeña hija internada. La vida de la niña dependía de varias máquinas. Su
mujer fue despedida sin justificación, acusada de ñoqui. Una noche, un apagón
en el hospital mató a la hija. Las autoridades hablaron de pesada herencia y
ahorro de energía. La mujer no lo aguantó; intentó tirarse debajo de un tren,
pero las obras estaban paradas. Finalmente, se cortó las venas. Aún quedan
algunas minúsculas manchas rojas en los azulejos del baño. No, tampoco era así.
No tenía mujer e hijos. Tenía un novio. Eran felices, estaban por mudarse
juntos. Una pareja ejemplar, bella, alegre, realizada. A la salida de un bar,
un grupo de rugbiers los encaró y comenzó a insultarlos. Ellos no se sintieron
intimidados y respondieron. Fue diez contra dos; recibieron una paliza
terrible. Ambos terminaron en el hospital. Él salió a la semana, pero su novio
no. Se fue apagando de a poco. No, no, tampoco era así. Él venía de una familia
muy pobre, muy carenciada. De un sector vulnerable, dirían los funcionarios
actuales. Como pudo, intentó abrirse camino, salir de allí, estudiar. En la
facultad estaba esa noche que la gendarmería ingresó al barrio. A los tiros. Su
padre fue herido, dos de sus hermanos detenidos y otro muerto. Cuando llegó, el
silencio que había le espesó la sangre. Pero no, tampoco fue eso lo que pasó.
Sus padres jubilados dejaron de recibir la medicación a través de PAMI y no
podían pagarla. No resistieron mucho. Tampoco fue eso. Él viene del campo, de
una familia de productores pequeños. La fumigación descontrolada con
agrotóxicos mató a sus seres queridos. No. Tenía una Pyme, no, mejor trabajaba
en una Pyme que cerró y quedó en la calle. El hombre observa a una paloma que
se posa en la reja del balcón. Es una paloma común; un plumaje con varios tonos
de gris y un reflejo verde en la cabeza. Su pico cargado de parásitos, sus ojos
que parecen perdidos. Nada tiene de especial esa paloma. Es como cualquier otra
que anda por ahí. Como aquellas que están posadas en las antenas. El hombre
sonríe. No hay diferencia, entonces, entre él y cualquiera que camina por la
calle en ese momento. En el fondo, todos nos parecemos, piensa. Intenta
recordar y no puede. Su historia es difusa, pierde su linealidad. No hay una
causa y una consecuencia. A veces ni él sabe por qué hace lo que hace. Sin
embargo, le enseñaron que es un personaje y debe tener una motivación. Una
razón concreta, verosímil, comprensible para haber empezado a hacer esos
videos. Unos tontos videos en You Tube, no son más que eso. Simplemente
divertirse no parece una buena excusa. Más ahora que se convirtió en un enemigo
público. O que lo convirtieron en eso. Parece insensato, pero no hay una razón.
La busca y la busca y no la encuentra. Se pregunta si la necesita. Lo único que
hace es reírse de un gobierno que parece tomarnos el pelo todos los días. Un
gobierno que alega que generar pobres y desempleo es la única forma de combatir
la pobreza y el desempleo. Un gobierno que habla de dialogo y pluralidad, pero
anula a todo aquel que ose criticarlo. Un gobierno que quiere proteger a los
más débiles quitándole derechos a los más débiles. Un gobierno que señala como
un costo todo aquello que no signifique ganancia voraz para los empresarios. Un
gobierno que golpea la mesa para decir que no va a negociar con sindicalistas
mafiosos, pero que está ansioso por poner dinero en los bolsillos de especuladores
financieros internacionales. Un gobierno que sostiene que cualquier protesta es
desestabilizadora. Un gobierno que ha puesto a los trabajadores, los
movimientos sociales, a los organismos de derechos humanos y a las villas como
enemigos. Él se ríe de eso. Se ríe de un discurso endeblemente falaz, sabedor
de ser tan poderoso que ni siquiera guarda formas o contenidos; un discurso que
se reproduce sin parar, sin ni siquiera cuestionar su propia estupidez; un
discurso soberbio y arrogante. Él se ríe de la inagotable miseria humana que
votó este proceso, creyendo que iba a formar parte de algo de lo que nunca va a
formar parte. Se ríe de los que siguen creyendo que con ser buenos alcanza. Se
ríe de los que hablan de la degradación cultural que dejó el gobierno anterior,
sin darse cuenta que esa supuesta degradación es la que dio como resultado este
gobierno. No puede no reírse eso. No puede no reírse del patetismo en el que
están sumidos todos. No puede no reírse de la tragedia peor que se avecina. No
puedo no reírse de la ausencia total de elegancia en periodistas y voceros
oficiales. Les gustaría no reírse y responder con altura e inteligencia, pero
son tan obvios que no le queda más que reírse. No puede no reírse porque si no
se ríe, enloquece. Su mente se perdería definitivamente en la oscuridad de la
locura. Se ríe porque es la única manera de soportarlo. Una nueva Campaña del
Desierto, escucha. Sentado en el balcón, sólo, alejado diez pisos del suelo,
larga una carcajada demencial, que se siente a varias cuadras a la redonda.
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