Últimamente,
se sentía dulce y despreciable. Esa mañana, de sol abrasador, cuando pisó la
vereda de la puerta de su casa, la oscuridad la abrazó. Vio a la vecina
baldeando la vereda, o tomando mate o mirando pasar al viento; vio, también, al
vecino paseando el perro, o lavando el auto o llevando a sus hijos al colegio. No
podía distinguir bien que ocurría; no podía saber si era hoy, ayer o mañana. Últimamente,
todos los días se parecían demasiado. Su cerebro nadaba en un mar de ásperas
certidumbres. La cena con amigos, las vacaciones, alguna noche de teatro o
cine, hasta el sexo; todos momentos de felicidad fugaz y vacua. Caminó rumbo a
la esquina, con una parsimonia agobiante. Vio a dos nenes caminando en similar
dirección a la de ella; no tenían más de ocho años, sucios, ropa gastada, pibes
de la calle diría alguno. Recordó su infancia. Recordó a su abuelo, que vivía
en el campo. Recordó el chiquero que tenía. Recordó como los cerdos retozaban
en el chiquero. El sol alumbraba el campo, indiferente. Los cerdos dormían,
desparramados en el barro húmedo y hediento; sus respiraciones eran calmadas,
sin exaltaciones. Los cerdos soñaban (sueñan) oscuridad, soñaban con basura,
con cáscaras de naranja y yerba. Apenas respiraban y se movían, las moscas los
sobrevolaban. El chiquero estaba delimitado por un alambrado de púas; los
cerdos no lo sabían, como no sabían, tampoco, que no podían escapar. Los cerdos
no sabían que estaban allí para ser asesinados. Mientras, dormían, retozaban,
apacibles, mezclados en el barro negro, húmedo, pútrido del chiquero. De pronto,
despertó otra vez al presente. No recuerda cómo llegó a la parada del
colectivo. Observó a la gente que esperaba; se preguntó a dónde irían, como serían
sus vidas, cuáles serían sus insultos preferidos, que sentirían cuando se
enamoran. Los micros hacen el mismo recorrido todos los días; las calles se
dejan bordear por los micros, se dejan pisar por la gente que va a cumplir con
sus obligaciones, con las mismas de siempre. Van al trabajo, a pagar sus
cuentas, a ver a un amigo, a un amante, a un familiar. Dejan a los chicos en
las escuelas, donde son recibidos por los maestros, profesores, preceptores o
porteros; los niños son tirados en las aulas, donde antes hubo otros niños como
ellos y habrá otros como ellos después. Todo cambia sin que nos demos cuenta,
pensó ella, como si no cambiara y, en el fondo, es así, hay una estructura, una
forma de reproducir la vida que se sigue manteniendo, que se maquilla, que se
deforma, que se adapta, pero que sigue siendo la misma…de repente, algo la saca
de sus cavilaciones. Los dos pibes que había visto antes, empezaron a patear
una paloma; no era con malicia, jugaban al fútbol con ella. De pronto, una
señora con un maquillaje espeluznante y un hombre con aspecto de pusilánime,
les empezaron a gritar que la cortaran; el resto de la gente se dio vuelta con
cierta indignación. Veían el juego como un acto de salvajismo puro. Una chica
-aspecto de universitaria, clase media tal vez- se acercó a donde estaban y
comenzó a correrlos. Uno de los nenes siguió pateando la paloma, mientras la
chica se la intentaba manotear. Se la movía con la destreza de un crack, la
dejaba acercarse un poquito y, entonces, otra vez la alejaba. Al final,
cayéndose del cordón de la vereda, la chica pudo agarrar la paloma y la arropó
entre sus dedos. El nene no paraba de reírse; después se acercó al otro. Comenzaron
a hablar entre ellos. La gente volvió a sus cabezas. Los nenes volvieron a ser
invisibles. Y ella, seguía sintiéndose dulce y despreciable.
No hay comentarios:
Publicar un comentario