lunes, 26 de septiembre de 2016

Apuntes sobre la destrucción de un Microcosmos: Cuarenta.

Últimamente, se sentía dulce y despreciable. Esa mañana, de sol abrasador, cuando pisó la vereda de la puerta de su casa, la oscuridad la abrazó. Vio a la vecina baldeando la vereda, o tomando mate o mirando pasar al viento; vio, también, al vecino paseando el perro, o lavando el auto o llevando a sus hijos al colegio. No podía distinguir bien que ocurría; no podía saber si era hoy, ayer o mañana. Últimamente, todos los días se parecían demasiado. Su cerebro nadaba en un mar de ásperas certidumbres. La cena con amigos, las vacaciones, alguna noche de teatro o cine, hasta el sexo; todos momentos de felicidad fugaz y vacua. Caminó rumbo a la esquina, con una parsimonia agobiante. Vio a dos nenes caminando en similar dirección a la de ella; no tenían más de ocho años, sucios, ropa gastada, pibes de la calle diría alguno. Recordó su infancia. Recordó a su abuelo, que vivía en el campo. Recordó el chiquero que tenía. Recordó como los cerdos retozaban en el chiquero. El sol alumbraba el campo, indiferente. Los cerdos dormían, desparramados en el barro húmedo y hediento; sus respiraciones eran calmadas, sin exaltaciones. Los cerdos soñaban (sueñan) oscuridad, soñaban con basura, con cáscaras de naranja y yerba. Apenas respiraban y se movían, las moscas los sobrevolaban. El chiquero estaba delimitado por un alambrado de púas; los cerdos no lo sabían, como no sabían, tampoco, que no podían escapar. Los cerdos no sabían que estaban allí para ser asesinados. Mientras, dormían, retozaban, apacibles, mezclados en el barro negro, húmedo, pútrido del chiquero. De pronto, despertó otra vez al presente. No recuerda cómo llegó a la parada del colectivo. Observó a la gente que esperaba; se preguntó a dónde irían, como serían sus vidas, cuáles serían sus insultos preferidos, que sentirían cuando se enamoran. Los micros hacen el mismo recorrido todos los días; las calles se dejan bordear por los micros, se dejan pisar por la gente que va a cumplir con sus obligaciones, con las mismas de siempre. Van al trabajo, a pagar sus cuentas, a ver a un amigo, a un amante, a un familiar. Dejan a los chicos en las escuelas, donde son recibidos por los maestros, profesores, preceptores o porteros; los niños son tirados en las aulas, donde antes hubo otros niños como ellos y habrá otros como ellos después. Todo cambia sin que nos demos cuenta, pensó ella, como si no cambiara y, en el fondo, es así, hay una estructura, una forma de reproducir la vida que se sigue manteniendo, que se maquilla, que se deforma, que se adapta, pero que sigue siendo la misma…de repente, algo la saca de sus cavilaciones. Los dos pibes que había visto antes, empezaron a patear una paloma; no era con malicia, jugaban al fútbol con ella. De pronto, una señora con un maquillaje espeluznante y un hombre con aspecto de pusilánime, les empezaron a gritar que la cortaran; el resto de la gente se dio vuelta con cierta indignación. Veían el juego como un acto de salvajismo puro. Una chica -aspecto de universitaria, clase media tal vez- se acercó a donde estaban y comenzó a correrlos. Uno de los nenes siguió pateando la paloma, mientras la chica se la intentaba manotear. Se la movía con la destreza de un crack, la dejaba acercarse un poquito y, entonces, otra vez la alejaba. Al final, cayéndose del cordón de la vereda, la chica pudo agarrar la paloma y la arropó entre sus dedos. El nene no paraba de reírse; después se acercó al otro. Comenzaron a hablar entre ellos. La gente volvió a sus cabezas. Los nenes volvieron a ser invisibles. Y ella, seguía sintiéndose dulce y despreciable.

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