Un
día, de tanto no decir, ella no pudo decir más. Intentaba pronunciar palabras,
pero no le salían. Ocurrió que, de tanto callar lo que debía decir, de tanto
tapar lo que le pasaba por la cabeza, un día se quedó sin voz. Tenía un montón
de cosas para decir atoradas en la garganta. No podía hablar por todas las
palabras atascadas en la tráquea. Muda durante varios días, finalmente tuvieron
que operarla. Le hicieron una pequeña incisión en el cuello y comenzaron a
sacarle las frases que la obturaban. Lo primero fue una respuesta a su madre,
de alguna vez que la reprendió. Después salió, casi sin esfuerzo, un insulto
estrepitoso a una maestra de primaria, que la recriminó por hablar en clase. Profesores
de la secundaria también tuvieron lo suyo; así como compañeros del colegio que
le gritaban guarangadas o compañeras que se reían a sus espaldas. Pero eran frases
pequeñas y enredadas, que no ocupaban demasiado espacio. La cuestión se fue
complicando a medida que los médicos hurgueteaban más. Aparecían jefes
maltratadores, novios abandónicos, extraños acosadores. Los reproches a los
padres y familiares también eran más extensos y complejos. Y ya no eran sólo
insultos. Eran sentimientos complicados, difíciles de explicar a veces, que
requerían de estructuras gramaticales engorrosas, de subordinadas
interminables, de esfuerzos conceptuales enormes que permitieran mantener la
coherencia. Más se hundían los cirujanos en su garganta y más y más palabras
extirpaban. Excusas, frustraciones, miedos, odios, se acumulaban sobre una
mesita de metal junto a la camilla. Luego de varias horas, creían haber terminado,
pero no. Aún quedaba algo pegado al fondo de la garganta, casi cayendo por el esófago.
Se dieron cuenta que era algo grande, algo que ocupaba una buena parte de la tráquea.
Con mucho cuidado, el medico a cargo introdujo el instrumental; con delicadeza,
haciendo un poco de fuerza y usando un poco de habilidad, fue extrayendo esas
últimas palabras. Cuando las vieron, se sorprendieron bastante. Eran dos. Te
Amo.
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