Era
un pájaro de porcelana blanco, brillante, elegante. Medio hundido en la arena húmeda,
medio lamido por el agua salada de las olas azules. El sol de la tarde apenas
rozaba su piel nívea. La niña lo encontró, como si fuera de casualidad; lo
rescató y limpió los granos mojados adheridos al objeto. En su mano pequeña y
un poco rechoncha, el pájaro se hacía señorial. Ella lo miró encantada, lo
revisó, lo puso boca abajo. Era hermoso. Se abrazó a él y lo llevó corriendo a
donde estaba su madre. Era una playa alejada, en donde la gente no se bañaba
por temor a las medusas. La madre observaba el mar, algo melancólica. Apenas le
sonrió cuando la niña le mostró el pájaro. Había una brisa salina que las
atravesaba; el agua ejecutaba una sinfonía ligeramente monótona. La playa no se
animaba a devorarlas, las dejaba reposar sobre la arena.
-Debe
ser de algún naufragio - comentó la madre - tal vez un barco chino.
La
niña miró el pájaro consternada.
-No-
le respondió, firme - este es un regalo del mar.
La
madre le sonrió con ternura.
-El
mar me regaló este pájaro - reafirmó la niña, con seriedad.
Creía
que, repitiéndolo, convencería más a su madre. La niña posó el pájaro sobre la
toalla. Lo recubrió un poco para que no quede a la vista; le pareció un gesto
de angurria, como si ella quisiera negar a otros la belleza de la escultura. De
todos modos, no se preocupó demasiado por el asunto y volvió a alejarse de su
madre. Corrió por la playa buscando otros regalos. La arena pegajosa se hundía
a su paso. La niña se paró frente al mar; observó el baile de las olas, la
espuma blanca que salpicaba el borde del mundo, el viento frío y húmedo. Frente
a ella se abría un abismo inabarcable. ¿Podía ser que fuera un regalo? ¿Para
ella? ¿Qué había hecho de especial para merecerlo? ¿Los regalos se merecían? Se
sentó, agotada, cansada de caminar y buscar. De pronto, notó un resplandor que
surgía del mar. Era una luz tenue, que al principio confundió con un reflejo
del sol. Sin embargo, la mancha luminosa fue creciendo en tamaño; la niña se
irguió, obnubilada, atraída por el movimiento circular del resplandor. Una voz
oscura, ahogada, parecía llamarla.
-Alondra,
Alondra, veni, veni.
La
niña caminó hacia el mar, hipnotizada; sintió el agua tibia entre los dedos. La
asaltó un miedo profundo, primitivo, pero igual avanzó. Una idea la invadió,
como un relámpago de felicidad; tal vez allí hubiera una tierra mágica.
-Alondra,
¿Qué hacés? - la voz de la madre la sacó de la ensoñación - ¿no ves que es
peligroso, que te podés ahogar?
La
niña quitó la vista del mar sin querer volver a verlo. Miró avergonzada a su
madre.
-Veni
para acá.
Corrió
rumbo a ella tan rápido como pudo, apretando los puños y agachando la cabeza.
-Pensé
que podía haber otros regalos – le comentó.
Su
madre la observó entre preocupada y enternecida. No sabía cómo iba a explicarle
que, a veces, no hay que tentar a la suerte.
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