La
muerte siempre es absurda, pero más lo es si es una muerte joven. A dos años de
su triste fallecimiento, cuatro fragmentos sobre Mía.
1) -Abortá-
le dijo Ayes, ni bien se enteró de la noticia -Abortá, es lo mejor, ¿para qué
queres tener un crío?
Maico
la miraba azorada. Hacía cuatro meses que estaba embarazada, pero lo había
ocultado fajándose la panza.
-No,
como va a abortar- intercedió Leyes -la pobre criatura no tiene la culpa.
Ayes
no sabía que pensar, volaba de la bronca. Maico se juntaba todas las noches con
un grupo de pibes del barrio; se sentaban en la puerta de la casa, fumaban,
jodían, se divertían. Jóvenes que no pensaban en el futuro ni en nada. Entre
ellos estaba Emanuel. Un garche, una cojida de onda. Así la concibieron a Mía.
El pibe dijo que iba a hacerse cargo. Pero Ayes insistía.
-Dejate
de joder, Leyes, abortá, ¿qué vas a hacer con un crío?
-Bueno,
tendrá que trabajar y cuidarla, acá no le va faltar nada ni a ella ni a la
criatura.
Maico
seguía en silencio, con su expresión de perro rengo.
-Bueno,
si lo quiere tener que lo tenga- gritó Ayes- pero yo sólo te digo una cosa. Esa
criatura va a venir al mundo a sufrir.
2) El
teléfono sonó a una hora desacostumbrada. Aun no eran las siete de la mañana.
“Leyes” dijo Ayes, sobresaltada. Entredormida, escuchó la voz de su madrina.
“No, no, no me digas eso Leyes” le respondía, mientras el llanto le salía
tosco, crudo, inesperado. “¿Dónde? ¿Por qué? ¿Cómo?” eran las preguntas que
emanaban de su boca. Las lágrimas le caían por las mejillas vivas, tibias,
furiosas, incrédulas, tristes, desesperanzadas, ahogadas, fatales, amargas.
Cortó y se sentó en la cama, cubriéndose la cabeza con ambas manos. Su mente
era un torbellino, una tormenta de imágenes y de recuerdos. Era una gaviota en
el ojo de la tormenta; el agua la golpeaba seca, dura, no la dejaba ver ni
pensar, ni vislumbrar ese más allá oscuro. Todavía era de noche en esa mañana
de agosto. Fue noche durante todo el día.
3) Ayes
recuerda. Cada recuerdo la lleva a otro, a varios, como si surgieran de la
tierra, con una fuerza imparable. Su cerebro no puede detenerlos. Se le vienen
encima. La atacan. Camina por un laberinto de puertas; cada puerta lleva a una,
dos, tres, cuatro puertas. Los recuerdos pesan, duelen, molestan. Es una lluvia
de escombros. Desde el comienzo, casi, o desde el final. Todo se mezcla en una
masa, un magma primigenio. No hay pasado ni presente ni futuro. Todo está ahí,
frente a sus ojos, ocurriendo una y otra vez. Las operaciones padecidas, los
vejámenes sufridos, Mía muriéndose. Una y otra vez. Al mismo tiempo.
4) ¿Te
acordás la última vez que la vimos? Viajamos con Maico y el otro bebé, Martín,
en el Sur 40, creo, no sé, un micro que da vueltas por todo Los Hornos.
Veníamos del cumpleaños de ella, en lo de Leyes; vos te habías quedado medio
mal porque ella tenía un golpe en la oreja. Recordar esto es terrible, porque
es volver a vivirlo. Es ver todo de vuelta, delante de tus ojos, como una
película repetida, sin poder hacer nada, dándote cuenta que todo pasó frente a
nosotros. No importa. Vos le viste el moretón y le preguntaste a las dos. A la
nena y a Maico. Mía se puso muy mal, rompió la hoja donde dibujaba; tu hermana
lo negó, dijo que era un golpe, una caída. Se lo había tapado con el pelo.
Pasamos el rato con ella, nos sacamos fotos; vos la tuviste en brazos toda la
tarde. Después, regresamos al centro en el micro. Ella se quedó dormida,
mientras nosotros hablábamos con Maico. Antes de que bajemos se despertó y
estaba de muy mal humor; lloraba, se quejaba. Vos dirías, luego, que era una
señal que no leíste. Ella no quería volver allá. Bajamos del micro, cargados de
cosas. Mía se quedó parada al lado de una señora gorda. Se la veía
desorientada, antes hubo que explicarle quien era el padre, el tío y el abuelo;
ahora allí, de pie, en silencio, como queriendo perderse entre la gente, tal
vez intentando escapar. Me le acerqué y le di la mano; me sonrió y fuimos
caminando juntos hasta la parada del 202. Ahí nos despedimos. Vos la abrazaste
y la besaste y le prometiste que vendría dormir un fin de semana a casa. Viste
sus zapatillitas con luces rojas subir los escalones del micro. Viste su
sonrisa de cristal observándote a través de la ventanilla. Viste el 202 con el
cartel Los Talas irse por siete. Fue la última vez que la vimos.
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