Hoy me desperté alrededor de las siete y hacía un frío esperable para mayo. Igual, salí sin campera porque el verano no quiere despegarse de mí. El 418 pasó mientras cruzaba la plaza así que lo perdí. Tomé el 195. El otoño es una estación de postales. Levanta uno la mirada y ve el amanecer naranja caer sobre las casas, los rayos de sol que atraviesan las ramas amarillentas de los árboles, las nubes que van dando un tono gris a los contornos del cielo, todo muy lindo. Pero después cae helada, llueve y hace calor en el transcurso de dos horas. Las hojas tapan desagües y canaletas provocando inundaciones y desbordes del agua. El otoño es una estación con un buen departamento de marketing. Llegué a la oficina y cundía el caos porque quien abre siempre se quedó dormido y nadie sabía bien qué hacer. Su excusa fue que se le durmió el gallo. Después salí a la calle a observar las bellas postales que regala la época. El portero del country al que voy a llevar cartas no me habló mucho hoy. Cuando es así, es porque está el jefe de él controlando. A veces me cuenta de sus problemas de pareja, de que se está armando una bicicleta o de alguna cosa que le pasó en el trabajo. El otro día me contó que tiene pocos amigos. Yo tampoco, ni quiero tener, aunque esto no se lo dije. Crucé varios vecinos que no veía hace tiempo y me llamó la atención lo mucho que envejecieron. Los que ayer eran niños, hoy son adolescentes; los que ayer afilaban en un banco del parque, hoy tienen tres pibes; la gente se muere y es reemplazada por sus hijos. El asfalto que hace unos meses arreglaron o pusieron como nuevo, hoy está agrietado y un mapa irregular se forma en su superficie. Los postes de luz se pudren y los cables, antes tensados, ahora se balancean. El tiempo no aparece frente a nosotros como algo abstracto, se muestra como la degradación constante, imparable, inevitable, de todo lo que nos rodea, de todo lo que conocemos y amamos. En eso pensaba, cuando me distraje con unos municipales pintando los cordones de la vereda. A la tarde, fui a comprar unas cosas al chino. El chino se llama Diego y es admirador de Cristina. Cuando entré, uno le estaba recriminando que no da bolsas y por eso no va más. Es cierto, tenés que meter las cosas en una caja o llevar tu propia bolsa. Tal vez lo hace para erradicar la mala fama que tienen los chinos en occidente. A mí no me molesta la caja porque René la usa para jugar. Hoy René no está encima de mí. Comió un pollito y se fue a dormir por algún lado.
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