Amaneció
tarde en el barrio, cerca de las diez de la mañana. Algunas señoras se asomaron
a la vereda, vieron el cielo todavía negro y se sorprendieron. Persistían algunas
estrellas como manchas luminosas. Tal vez no hubiera llamado la atención este
hecho, pero, sumado a otros acontecimientos inusuales, algunos vecinos
comenzaron a sospechar que ocurría algo raro. Tampoco es que se organizaron
para averiguar qué era eso raro que ocurría, pero, cada vez que salían a la
calle y se enteraban de algo nuevo, lo sumaban a la serie de acontecimientos
inusuales que venían ocurriendo. Primero fueron las estatuas vandalizadas. Las tres
plazas que forman el triángulo del barrio aparecieron, la misma mañana, con sus
monumentos destruidos, pintados con aerosol de colores y quemados. Hubo algo de
repercusión sobre el tema en medios locales, con notas en el diario y una
entrevista a un funcionario municipal en la radio de la provincia. Se
responsabilizó a adolescentes aburridos, agrupaciones anarquistas y políticos reaccionarios,
pero la preocupación se diluyó con el correr de los días y el tema pasó al
olvidó. Al poco tiempo, otro hecho inusual ocurrió en el mismo triangulo. Las cloacas
desbordaron y los cordones de las veredas fueron alcanzados por aguas negras. Las
calles se vieron vestidas por una marea marrón y densa, pero que no ingresó a
las casas. Lo más llamativo fueron los cadáveres de ratas y peces que trajo la
inundación. Largaban una peste insoportable que quemaba la nariz de cualquiera
que recorriera el barrio. Esta vez, la noticia trascendió un poco más y alcanzó
el nivel nacional, siempre con la excusa de criticar la ausencia de gestión del
intendente. Para evitar la huida de votos, las calles se limpiaron con una
eficiencia excepcional y todo volvió a caer en el olvido. Unos meses
transcurrieron hasta que los vecinos notaron que era junio y las hojas de los
arboles no se habían caído. Por el contrario, se mantenían verdes y radiantes
como si fuera pleno octubre. Debió ser por eso que, ese día que amaneció a las
diez de la mañana, nadie se impresionó demasiado. Algunos estaban un poco
preocupados con estos hechos, sobre todo porque relacionaban todo con algo
ocurrido antes de la vandalización de estatuas. La semana anterior a la
destrucción de monumentos, un hombre de pelo blanco había alquilado un local en
el barrio y colocó un cartel en la puerta con unas letras que nadie entendía. Algún
curioso se acercó a preguntar de qué se trataba todo, pero lo único que recibió
fueron respuestas genéricas y ambiguas. El local se convirtió, de un día para
el otro, en el lugar más transitado de la zona. Gente de toda clase entraba y
salía de ese lugar a cualquier hora, pero ninguno vivía en el triángulo del
barrio. Los vecinos observaban el movimiento entre sorprendidos y temerosos.
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