Hay
que prender el televisor a eso de las cinco, seis de la tarde y comenzar a
cambiar de canal con parsimonia, con la delicadeza propia de una tarea
artesanal. Hay que frenar el ímpetu del zapping en el primer programa y ver
durante unos minutos. Un hombre de traje azul, con corbata negra y camisa
celeste mira a la cámara con la convicción de quien está mirando a los ojos. Hace
unos segundos de silencio para presentar al invitado del día. Con un tono
solemne, serio, como si las palabras estuvieran apretadas en su boca y fueran
saliendo de a una, el conductor del programa cuenta que lo acompaña un conocido
de la víctima del último caso policial resonante. La cámara muestra a un hombre
de mediana edad, de saco sin corbata y boca semiabierta, que se acomoda en su
silla con algo de dificultad. Explica, cuando le dan la palabra, que él trató
al occiso en un par de ocasiones y que una vez lo vio comprando el diario. Una voz
interrumpe el precario monólogo del invitado y ahora podemos ver a dos
periodistas acodados en una mesa que se encuentra casi afuera del estudio. Un joven
rubio y delgado, piel pálida y dientes enormes, emite una pregunta sobre el
invitado. Una chica morocha y de labios rojos aguarda silenciosa a su lado.
¿Qué diario compró aquella vez?, lanza al aire el panelista sobre un invitado
ahora relajado y hasta algo arrogante. No pude ver bien porque yo estaba
hablando con el canillita, responde como si estuviera revelando una verdad oculta
a los ojos de los demás. Qué impresión le quedó cuando lo pudo tratar, pregunta
la chica con una voz ronca y persuasiva. Parecía un hombre agradable, retruca
el invitado, mientras el conductor del programa mira detrás de cámara como si entendiera
que debe llenar media hora con alguien que no puede aportar ningún dato. Es el momento,
ese, después de esa mirada aciaga, en el que hay que cambiar de canal. Ahora,
una mujer ancha, agradable, con el pelo medio rubio y medio castaño, de saco
rosa y camisa blanca escotada, labios rojos que parecen ser la norma para la feminidad
televisiva, está sentada en un sillón azul en el que podría caber una y hasta quizás
dos personas más, pero lo ocupa ella sola, a cuerpo de reina. A su lado, en un sillón
azul individual, un hombre de unos cuarenta años, de traje gris y voz mecánica,
explica detalles del caso policial del momento. El especialista en policiales
no altera nunca su tono ni su semblante, parece una guitarra con una sola
cuerda, pero, cada tanto, un arrebato de ira intenta salir al exterior, romper
las barreras de enduido que cubren el cuerpo y el corazón de este sujeto y, con
la fuerza de una proyección, cada vez que debe ejemplificar algún incidente del
caso, utiliza a la conductora. Imagináte, dice, que yo te apuñalo y después prendo
fuego el estudio. La mujer observa con calma, tal vez ya acostumbrada al estilo
retorico de su compañero. Imagináte, dice, que te agarro a trompadas acá mismo.
La mujer asiente imperturbable, aunque por dentro algo debe hacer ruido como un
reloj que se rompe, pero sigue funcionando. Es ahí, en ese instante, en que hay
que cambiar de canal otra vez.
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