La
noche anterior, hubo un viento durante varias horas. La fuerza era tal que la copa
de los árboles se movía con un silbido. Las ráfagas corrían por el techo deslizándose
por la chapa con un ruido metálico. Me despertó el golpe húmedo de algo contra
la ventana. Abrí la puerta de la calle y vi una forma tirada sobre la vereda. Me
acerqué y me di cuenta que era un pez. Un sábalo muerto. Lo tomé con la punta
de los dedos y un vaho asqueroso invadió mi boca. Lanzaba una pestilencia
espesa y resbaladiza. Miré la silueta que el pez había dibujado al chocar
contra la ventana. Miré el cielo y me pareció ver al viento que corría entre
las estrellas. Un ruido acuoso, profundo, vino desde las bocas de tormenta. Volví
a meterme a la casa. Al día siguiente fue una pestilencia conocida lo primero
que sentí al levantarme de la cama. Era igual a la del sábalo, pero más pesada
e insoportable. Me asomé por la ventana. Las calles estaban tapizadas por un
agua marrón y estancada, quieta, que apenas se mecía con una brisa suave. El sol
caía, fulgurante, sobre los ríos improvisados y, en las veredas, descasaban
cientos de ratas y sábalos muertos, que apestaban el aire de todo el barrio. Salí
a la puerta y me encontré con la expresión de asombro y asco de varios vecinos.
Según me contaron, la inundación era de una escala muy pequeña: se remitía al triángulo
de plazas donde vivíamos nosotros y en ningún caso el agua había sobrepasado
los cordones de las veredas. La municipalidad está trabajando para
solucionarlo, dijo algún funcionario que se acercó al mediodía. Estuvimos todo
el día así. Muchos debimos avisar que no podíamos ir a trabajar y la noticia
llamó la atención de algunos medios. Esa noche, volvió el mismo viento
huracanado. Me acosté con algo extraño que rascaba mi pecho. Era una sensación difícil
de explicar, como si se hubiera desplomado parte de la tierra de mi cuerpo y no
quedara más que un abismo profundo dentro de mí. Me dormí sin darme cuenta. Soñé
que caminaba por la cuadra de mi barrio y había peces con alas durmiendo en las
ramas de los árboles. Parecían tranquilos y emitían un graznido agudo y metálico.
En el sueño, doblé la esquina y vi una casa que no conocía. Había una montaña
de escombros en su puerta y, detrás de sus rejas, un perro con ojos negros. Observé
la ventana de esa casa y vi una figura oscura que sonreía mientras fumaba un
cigarrillo. No pude distinguir los rasgos de la cara, pero sentí que era un
sonrisa quieta y reconfortante. A la mañana siguiente, desperté y la peste ya
no estaba en el aire. Salí a la calle y el agua se había ido. También los cadáveres
de animales. Era como si nunca hubiera ocurrido.
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