Últimamente,
todos los días se parecen. No hay demasiadas diferencias entre hoy o mañana;
entre un sábado y un martes; entre un feriado y un domingo. La absurda tristeza
de todos (o casi) todos los días. Hoy se distingue un poco porque es miércoles y
el miércoles es de fútbol; no anduve bien en el partido anterior. No pude
hacerle un gol al Pelado y encima el Rojo me clavó tres caños, el último tan
bobo que me agarré una luna. Me tienen de hijo. Encima ni siquiera es que
ganamos el partido. No ando bien, hoy tengo que revertirlo porque me estoy
comiendo un descanso terrible. Creo que hay cosas que podrían pasar en la película,
que el personaje podría vivir con terrible angustia, pero que espero que no me
pasen. Por ejemplo, si se extravía la gata; sería genial ver una secuencia del
personaje melancólico buscando a la gorda, pero espero que ni por puta
casualidad eso me pase a mí. Bien, no hay mucho para contar hoy, pero estuve
leyendo algunas cosas que escribió Eya en su blog y comprendí lo bien que yo
había logrado interpretar su mente y sus sensaciones. En una época, intenté
reconstruir una biografía de Eya, pero me resultó muy dificultoso. Releo,
ahora, fragmentos sueltos:
“Cuando me quitaron el fémur y me
pusieron la prótesis, tenía un compañero. Recuerdo su rostro, sus ojos negros,
su boca siempre semisonriente, pero no su nombre. Su nombre se perdió en los
años. A él le realizaron la misma operación que a mí, el mismo hueso, la misma
prótesis, el mismo tratamiento. Pero mi cuerpo rechazaba el elemento extraño,
sentía dolores extremos y nunca mejoraba. Él, en cambio, era el ejemplo a
seguir; su recuperación sorprendía a los médicos, a sus padres y a los míos.
Todos estaban impresionados con este niño, que incluso había empezado a caminar
con normalidad; me decían, también, por qué no era como él, por qué me quedaba
atrás, por qué me quejaba tanto. Si fuera como él, ya estaría haciendo mi vida
normal. Pero, en esos meses, al niño prodigio le volvió a salir el cáncer en el
cuerpo y no resistió una segunda quimioterapia. A veces, más vale ser un
fracasado vivo que un triunfador muerto”.
No
está del todo mal. A ver otro.
“Me duele la
espalda, se queja la nena, la pierna también, y el estómago. El cuerpo todo duele, lacera, arde. Los jugos
de la quimio son implacables. La nena vive abrazada al balde, hastiada de
vomitar. No quiere ir a la escuela, no puede. La madre insiste, le dice que
vaya a ver a sus amigos. La nena responde que no tiene amigos, que nadie se acerca
a la medio muerta, que la miran con una mezcla de conmiseración y asco. Tal vez
no le dice esto, pero es lo que siente. La madre le responde que no, que debe
ir, que es muy importante educarse, que el futuro esto y lo otro. A la nena le
duele el presente, ese que extiende cada segundo de vida como si fuera una
agonía; no sabe si pasará la próxima sesión, que importa el futuro. La madre no
tuerce el brazo. Belen y Maico ya están listas; las tres van al colegio de
monjas. La madre se retira apurada; se le hace tarde para encontrarse con el
chongo”.
Podría
pasarle a Eya todos estos fragmentos. Por ahí le sirven más que a mí.
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