viernes, 26 de agosto de 2016

Apuntes sobre la destrucción de un Microcosmos: Once

Hoy va a ser un día durísimo, se dijo el personaje ni bien despertó. Y eso que es viernes, debería estar contento por el finde. Todos los días se parecen. Sentado en su batea, no sabe si levantarse o no. Allí, pequeño, esta su único lugar seguro en el mundo. Donde es él; o al menos, donde es algo. El cartero de Gorina, el reparto 3, una identidad precisa y recortada, definida. Fuera de eso es nada. En su casa, los recuerdos lo atacan en cada rincón; en la calle, todo se simboliza frente a él, hacia los mismos lugares. Sentado, sin mover una carta, es alguien. Todo lo demás que es, o ha sido, ya casi no existe. Ya no será. Esa cosa en el pecho, como un pez ardiente, que se le revuelve, que por momentos es una resignación calma, que por momentos es una desesperación profunda. Algo falta. No puede querer a quien lo quiere. Es eso. Esa sensación agobiante sobre él, que desea que las horas pasen, que todo termine. Pero algo ocurre. Inesperado. No se pueden pensar esas cosas. Cuando llegué, lo vi al guardia un poco fastidiado. Me pidió que lo espere. La Unidad 18 es una de las dos cárceles de Gorina; no hay nada a su alrededor. La entrada tiene un puesto de vigilancia donde hay que dejar los datos para ingresar la correspondencia. Es un día caluroso, para ser agosto al menos. Hay una camioneta roja estacionada; dos hombres, uno de mediana edad con barba canosa y otro joven con anteojos, están parados en la barrera. Miran hacia dentro. Ahí viene, comenta uno, Mirá como corre, agrega el otro. Primo, ¿cómo andas, primo? empiezan a gritar ambos. Un hombre morocho, pelado, de estatura mediana pero corpulento, con los ojos desorbitados y una enorme cicatriz en la sien izquierda, se acerca agitado a ellos y los abraza. Primo, ¿cómo estas, primo?, se saludan efusivamente entre los tres. Permitime el papel de liberación, dice el guardia, burocrático. El hombre libre respira, efusivo, pide un cigarrillo. ¿Para dónde vamos? pregunta, es todo campo acá. El hombre de barba le explica cómo será la vuelta. Está re cheta tu camioneta, primo, lo felicita. Luego se queja porque un error administrativo retraso un día su salida. El guardia le devuelve el papel. Vámonos a la mierda, dice el liberado, paremos en un kiosco que tengo algo de plata, quiero comprar una coca. La camioneta se pierde en la ruta a toda velocidad. El guardia se dispone a tomarme los datos, pero algo lo detiene. No me digas que viene otro, me dice, molesto. Un hombre flaco, de pelo corto, vestido con una camiseta de Boca violeta, cargando una mochila y una pequeña caja de alfajores, se acercó al puesto de vigilancia. Dueño de una sonrisa cansada, buscó en sus bolsillos el papel de liberación para luego dárselo al guardia. ¿Sabés dónde puedo tomar el micro? le preguntó. Agregó que iba para Monte Grande y después quiso saber la hora. Una menos cuarto, le respondí. ¿No tenes un cigarrillo? me pidió. No fumo. La caja hacía un ruido raro, como si fuera una rama raspando el asfalto. No correspondía al cartón con el que estaba hecha. La observé y noté que tenía un agujero. ¿Qué tenes ahí adentro? le pregunté. Un loro, me respondió casi riendo, me lo llevo porque estos lo tienen enjaulado, no entendieron nada. Me esperaban a las doce, agregó luego de un silencio, ¿todavía circulan los Evita?, inquirió, tras sacar algunos billetes del bolsillo. Sí, por supuesto, le dije. El hombre rió. Es que son ocho años, viste, dijo, como al pasar. El guardia le devolvió el papel y le dio la mano. Suerte, le dijo al despedirlo. La camiseta violeta se perdió a paso cansino en la calle soleada. Ocho años. Y uno se preocupa de cada cosa.

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