Hoy
va a ser un día durísimo, se dijo el personaje ni bien despertó. Y eso que es
viernes, debería estar contento por el finde. Todos los días se parecen. Sentado
en su batea, no sabe si levantarse o no. Allí, pequeño, esta su único lugar
seguro en el mundo. Donde es él; o al menos, donde es algo. El cartero de
Gorina, el reparto 3, una identidad precisa y recortada, definida. Fuera de eso
es nada. En su casa, los recuerdos lo atacan en cada rincón; en la calle, todo
se simboliza frente a él, hacia los mismos lugares. Sentado, sin mover una
carta, es alguien. Todo lo demás que es, o ha sido, ya casi no existe. Ya no
será. Esa cosa en el pecho, como un pez ardiente, que se le revuelve, que por
momentos es una resignación calma, que por momentos es una desesperación
profunda. Algo falta. No puede querer a quien lo quiere. Es eso. Esa sensación
agobiante sobre él, que desea que las horas pasen, que todo termine. Pero algo
ocurre. Inesperado. No se pueden pensar esas cosas. Cuando llegué, lo vi al
guardia un poco fastidiado. Me pidió que lo espere. La Unidad 18 es una de las
dos cárceles de Gorina; no hay nada a su alrededor. La entrada tiene un puesto
de vigilancia donde hay que dejar los datos para ingresar la correspondencia. Es
un día caluroso, para ser agosto al menos. Hay una camioneta roja estacionada; dos
hombres, uno de mediana edad con barba canosa y otro joven con anteojos, están parados
en la barrera. Miran hacia dentro. Ahí viene, comenta uno, Mirá como corre, agrega
el otro. Primo, ¿cómo andas, primo? empiezan a gritar ambos. Un hombre morocho,
pelado, de estatura mediana pero corpulento, con los ojos desorbitados y una
enorme cicatriz en la sien izquierda, se acerca agitado a ellos y los abraza.
Primo, ¿cómo estas, primo?, se saludan efusivamente entre los tres. Permitime el
papel de liberación, dice el guardia, burocrático. El hombre libre respira,
efusivo, pide un cigarrillo. ¿Para dónde vamos? pregunta, es todo campo acá. El
hombre de barba le explica cómo será la vuelta. Está re cheta tu camioneta,
primo, lo felicita. Luego se queja porque un error administrativo retraso un
día su salida. El guardia le devuelve el papel. Vámonos a la mierda, dice el
liberado, paremos en un kiosco que tengo algo de plata, quiero comprar una
coca. La camioneta se pierde en la ruta a toda velocidad. El guardia se dispone
a tomarme los datos, pero algo lo detiene. No me digas que viene otro, me dice,
molesto. Un hombre flaco, de pelo corto, vestido con una camiseta de Boca
violeta, cargando una mochila y una pequeña caja de alfajores, se acercó al
puesto de vigilancia. Dueño de una sonrisa cansada, buscó en sus bolsillos el
papel de liberación para luego dárselo al guardia. ¿Sabés dónde puedo tomar el
micro? le preguntó. Agregó que iba para Monte Grande y después quiso saber la
hora. Una menos cuarto, le respondí. ¿No tenes un cigarrillo? me pidió. No fumo.
La caja hacía un ruido raro, como si fuera una rama raspando el asfalto. No correspondía
al cartón con el que estaba hecha. La observé y noté que tenía un agujero. ¿Qué
tenes ahí adentro? le pregunté. Un loro, me respondió casi riendo, me lo llevo
porque estos lo tienen enjaulado, no entendieron nada. Me esperaban a las doce,
agregó luego de un silencio, ¿todavía circulan los Evita?, inquirió, tras sacar
algunos billetes del bolsillo. Sí, por supuesto, le dije. El hombre rió. Es que
son ocho años, viste, dijo, como al pasar. El guardia le devolvió el papel y le
dio la mano. Suerte, le dijo al despedirlo. La camiseta violeta se perdió a
paso cansino en la calle soleada. Ocho años. Y uno se preocupa de cada cosa.
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