Eya
llama casi quebrada. No quiere llorar, se resiste. Yo pienso en volver; lo
pienso por Eya, no tanto por mí. Para que no este triste. Y porque me quiere,
así, como soy. No creo que alguien más me quiera así. No estoy enamorado, pero Eya
me quiere y yo no quiero verla triste. Capaz que eso es el amor; no es un
sentimiento de felicidad o plenitud, sino una cálida resignación de que las
cosas son de esa manera, así, que el destino ha jugado sus cartas. Aceptar que
estoy para que Eya sea feliz y no otra cosa. Tal vez sea cuestión de someterse
a esa idea. Tranquila, le digo, todo va a salir bien, le miento. Nada va a
estar bien, al menos por ahora, para ninguno de los dos. No puedo dejar de
pensar, dice Eya, ¿acaso alguien puede?, pienso. La mesa tiene borroneados los
dibujos; la lapicera resiste el paso de los días como puede. Son formas
indefinibles, improvisadas. El personaje los observa, siente la leve tentación
de repasarlos, de darles un brillo nuevo, pero se abstiene. Recuerda que anoche
soñó algo. Escenas entrecortadas, claro. Pero había una forma nítida, un
pequeño incidente. Un bosque seco, una casa enorme en el medio. El lugar parece
abandonado, la vegetación de un verde oscuro se gana por todos lados. Las paredes
grises están vacías; el piso también. Pareciera haber pequeños abismos, huecos
en el suelo que no tienen fin. El personaje se acerca hasta un rincón alejado,
donde lo espera ella. Él es mi novio, le dice. Se parece a alguien, piensa; lo
saluda cordial. El tipo es medio raro, lo ataca, pero riéndose. Le cuestiona
sus cuentos, pero no conceptualmente; le cuestiona palabras que no le gustan,
¿por qué usaste “rancho” acá? le pregunta. Ella se va y el tipo tiene una cara
parecida, pero distinta. Aparece otro, un amigo de él, que sigue su línea de
reproches. El personaje siente que el piso se abre, se vuelve inestable. Ella no
vuelve. Piensa que gana con eso, soportando estoico esas críticas, esas burlas
amables pero hirientes, si ella no está. No vale la pena, se dice. Y la
realidad se desvanece. Despierta, de vuelta en la oficina. Los días mejoran. Comprende
que la película se difumina, pierde consistencia; el peso de lo cotidiano es
inabarcable, es como querer beberse toda el agua de un arroyo. No concentra la
acción ni el padecer en un tiempo corto; lo estira y lo estira, sin jamás
quebrarlo. Eya llora del otro lado, no quiero acostumbrarme a su llanto. No quiero
que sea devorado por la rutina. No quiero que mi corazón alambrado deje su
tristeza del otro lado de la tranquera.
(A
Eya le gusta la película de la foto, es una peli descorazonadora, pero hermosa.
La BBC hizo una lista de los mejores films del siglo y se les pasó, no entiendo
cómo, poner, aunque sea una, de los freres Dardenne. Los recuerdo con esta,
aunque sea del siglo pasado)
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