El
personaje fuma un cigarrillo. No, no fuma, pero debe fumar, para que parezca
más profundo. En alguna cursada de cine, habían prohibido que los personajes
fumaran; al parecer, lo primero que se les ocurría a todos los estudiantes era
eso, un tipo o tipa, o lo que sea, fumando. Tuvieron que prohibir el cliché,
entonces. Pero el personaje no fuma. Se siente raro, eufórico tal vez, pensando
en cuál será la lección de todo esto; quizás conozca otros personajes que le
enseñen lo valioso de la vida, de respirar cada instante, un plano final de
felicidad plena que revele ese cambio decisivo en el personaje, donde
comprende, en un tierno e irónico giro, el verdadero significado del amor y la
amistad. O tal vez no, tal vez no aprenda nada y sólo se termine de hundir en
el barro más ignominioso. A veces espero que no exista la vida después de la
muerte, la reencarnación y todas esas cosas; si después de todo el oscuro
sufrimiento, sinsentido y absurdo patetismo que es la existencia, hay que
seguir viviendo de alguna otra forma, entonces no, la muerte sería en vano, que
la muerte sea el fin, eso es lo esperable. (esto se está volviendo demasiado
emo, hay que abortar) bien, digamos que el personaje va por la calle y ve un
cartel que dice Vendo Neumáticos, entonces se acerca y le pregunta al tipo si
las vendas las pone él o vienen incluidas (perdón). Los Juegos Olímpicos unen a
los argentinos: todos nos podemos sentir parte del logro de un grupo de chetos.
Esto es en serio, esperen. Uno deja, pero no hay victoria; en la literatura, la
música, el cine, todo, hablan de los derrotados. Siempre el protagonista es a
quien le rompen el corazón, suponiendo que el otro está de jarana. Pero no hay
ganadores ni perdedores cuando explota la realidad; cuentan que ni los rusos ni
los yanquis quieren la guerra nuclear, porque el ganador no sabría qué hacer
con lo que quede de la Tierra. Hay que ser bastante miserable para ser feliz,
cuando se es cruel y egoísta. No es el caso del personaje, al que una alimaña húmeda
y resbaladiza le quema el bajo corazón. Esta por ingresar al kiosco y una mujer
se le adelanta. Petisa, regordeta, vestida con una campera negra y un pintor
gris a cuadros. No saca número, ella no lo necesita, se impone. Tiene una bolsa
de papas fritas de corte americano en su mano derecha; se dirige directo a la
heladera, saca una lata de cerveza Imperial. Parece inquieta, agitada, juguetea
con unos billetes entre sus dedos, se mueve y observa todo, siente un imperioso
deseo de ser atendida. El personaje la mira con extrañeza. Finalmente, la
atienden y se va. Cuando salgo, está caminando por la vereda con un hombre alto y morocho, charlando en voz alta, comiendo, tomando birra. Se paran en la lencería
y señalan alguna cosa. Todos los miran. Me caen bien; la barbarie, exuberante y
desmesurada, se pasea por esta zona tan monona y tan fría. La ciudad está
soleada y muy silenciosa. El personaje se siente más articulado, se pregunta hacia
dónde va todo esto. Los voceros oficialistas, en tanto, afirman que es más
barato pagar el gas que el cable. Son dos pizzas, les falta decir. O tres
empanadas, que se yo.
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