lunes, 29 de agosto de 2016

Apuntes sobre la destrucción de un Microcosmos: Catorce.

Sólo me queda tu recuerdo. Ya hay nada de vos cerca de mí. Me hundo en esos pequeños momentos de felicidad, de regocijo, sabiendo que es como volver a estar con vos. Pero la mente es traicionera y los recuerdos se empastan. Por momentos, no sé si son recuerdos o cosas que me inventé. Y me angustio, porque entiendo que ya ni tu recuerdo me está quedando…No, no, no, a ver… Sabía que algo sentía por vos, algo profundo, algo que me hacía retorcer el pecho. Ahora lo articulé. Te odio, en verdad te odio. Es un odio profundo, oscuro, puro si se quiere. No existe un centímetro cubico de mí que no te odie. Y es lo único que podes generar en la gente, un odio visceral, genuino…No, no, no, así no, ¿qué pasa? A ver ahora… Tal vez todo fue un invento de mi cabeza. A veces no sé cuándo fantaseo y cuándo no. Quizás inventé todas esas cosas, esas situaciones, esas palabras, sólo para deshacerme de una responsabilidad que no lograba aceptar. Pero lo hice tan real, lo fabriqué tan real, que ahora lo creo real y no puedo con eso…Ay, no, no, no, esto es peor que lo otro. Voy en la bici y no puedo hilvanar una idea concisa. El personaje o yo, o Ale, o vaya uno a saber quién, siente, o siento, un mar tormentoso. El odio, la resignación, la tristeza, la angustia y la desesperación se mezclan, se cambian, mutan. Hace mucho que no estoy, está, estamos, de tan mal humor. Enojado, sin filtro, con todos los cables cortados, es un panorama caótico. Alerta roja. Pasa un auto y la patente dice ALE 74. El primer número está tapado. Puede ser un 9, un 0, un 6, un 8, no importa. Comienzo a buscar intrincados significados en esos dos números. ¿Será una fecha? ¿Habrá que sumarlos? ¿Será una calle? Me río de mi propia estupidez. La pronunciada caída en el abismo hace que me aferre a las más insignificantes señales. No hay una solución para esto. O, mejor dicho, sí. Una escopeta en la boca. En la mía y en la de todos. No me animaría a hacerlo, o quién sabe. Pero, qué pensaría mi madre. No debo permitir que estas ideas ganen. Derrotado sí, goleado no, me prometí. Llego a la casa de una señora. Ochenta y cuatro años, me dice. Se queja porque tuvo que renovar el documento. Hay una foto del Papa Francisco colgada en el zaguán. En un momento, cuando está firmando, me dice, teneme esto, y me alcanza el bastón. Cuando lo agarro, me dice que no, que eso no, esto. En la palma de la mano, tenía 100 pesos. Más allá de la plata en sí, que, en esta época del mes, una jubilada, a la que traté muy pocas veces en estos años, sin ningún motivo particular haya tenido ese gesto de generosidad, me desarmó. En todo caso, cayó en un momento exacto; como el viernes con los liberados, cuando venía tapado de predicamentos y, de pronto, soy testigo privilegiado de un instante de felicidad único para gente que la ha pasado muy mal. Ahora, esta mujer simboliza algo más que un simple regalo material. El personaje la abraza a Eya, le dice todo va a estar bien, pero a él, ¿quién lo abraza? Perdón si me pongo místico (y de paso contradigo el escrito de ayer), pero en esos momentos, tanto el viernes como hoy, siento que la vida me agarra, me abraza y me dice, suavemente, “Tranquilo, Ale, no te preocupes, no te enrosques. Todo va a salir bien”.

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