Sólo me queda tu
recuerdo. Ya hay nada de vos cerca de mí. Me hundo en esos pequeños momentos de
felicidad, de regocijo, sabiendo que es como volver a estar con vos. Pero la
mente es traicionera y los recuerdos se empastan. Por momentos, no sé si son
recuerdos o cosas que me inventé. Y me angustio, porque entiendo que ya ni tu
recuerdo me está quedando…No, no, no, a ver… Sabía
que algo sentía por vos, algo profundo, algo que me hacía retorcer el pecho. Ahora
lo articulé. Te odio, en verdad te odio. Es un odio profundo, oscuro, puro si
se quiere. No existe un centímetro cubico de mí que no te odie. Y es lo único
que podes generar en la gente, un odio visceral, genuino…No, no, no, así
no, ¿qué pasa? A ver ahora… Tal vez todo
fue un invento de mi cabeza. A veces no sé cuándo fantaseo y cuándo no. Quizás inventé
todas esas cosas, esas situaciones, esas palabras, sólo para deshacerme de una
responsabilidad que no lograba aceptar. Pero lo hice tan real, lo fabriqué tan
real, que ahora lo creo real y no puedo con eso…Ay, no, no, no, esto es
peor que lo otro. Voy en la bici y no puedo hilvanar una idea concisa. El personaje
o yo, o Ale, o vaya uno a saber quién, siente, o siento, un mar tormentoso. El odio,
la resignación, la tristeza, la angustia y la desesperación se mezclan, se
cambian, mutan. Hace mucho que no estoy, está, estamos, de tan mal humor. Enojado,
sin filtro, con todos los cables cortados, es un panorama caótico. Alerta roja.
Pasa un auto y la patente dice ALE 74. El primer número está tapado. Puede ser
un 9, un 0, un 6, un 8, no importa. Comienzo a buscar intrincados significados
en esos dos números. ¿Será una fecha? ¿Habrá que sumarlos? ¿Será una calle? Me río
de mi propia estupidez. La pronunciada caída en el abismo hace que me aferre a
las más insignificantes señales. No hay una solución para esto. O, mejor dicho,
sí. Una escopeta en la boca. En la mía y en la de todos. No me animaría a
hacerlo, o quién sabe. Pero, qué pensaría mi madre. No debo permitir que estas
ideas ganen. Derrotado sí, goleado no, me prometí. Llego a la casa de una
señora. Ochenta y cuatro años, me dice. Se queja porque tuvo que renovar el
documento. Hay una foto del Papa Francisco colgada en el zaguán. En un momento,
cuando está firmando, me dice, teneme esto, y me alcanza el bastón. Cuando lo
agarro, me dice que no, que eso no, esto. En la palma de la mano, tenía 100
pesos. Más allá de la plata en sí, que, en esta época del mes, una jubilada, a
la que traté muy pocas veces en estos años, sin ningún motivo particular haya
tenido ese gesto de generosidad, me desarmó. En todo caso, cayó en un momento
exacto; como el viernes con los liberados, cuando venía tapado de predicamentos
y, de pronto, soy testigo privilegiado de un instante de felicidad único para
gente que la ha pasado muy mal. Ahora, esta mujer simboliza algo más que un
simple regalo material. El personaje la abraza a Eya, le dice todo va a estar
bien, pero a él, ¿quién lo abraza? Perdón si me pongo místico (y de paso
contradigo el escrito de ayer), pero en esos momentos, tanto el viernes como
hoy, siento que la vida me agarra, me abraza y me dice, suavemente, “Tranquilo,
Ale, no te preocupes, no te enrosques. Todo va a salir bien”.
Yo te abrazo
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