Karen
contó las monedas en la caja registradora por cuarta vez en la noche. Los días de
semana se hacía interminable el turno. A veces, aprovechaba para leer alguna
cosa; mayormente de la facultad, aunque en otras ocasiones se llevaba algo que
le gustara. Solía tener tanto tiempo libre, que podría haber leído la
Biblioteca Nacional; pero después de un rato, la vista se le cansaba y dejaba
los libros de lado. En la estación de servicio, había una tele y varias mesas;
algunos insomnes, vagos o noctámbulos las usaban para matar el tiempo. Había, también,
un chico que oficiaba de guardia de seguridad y otro de playero, aunque sus
jurisdicciones eran diferentes. Pero todas estas descripciones son vanas;
sirven, quizás, para situarnos en un escenario, en un clima. La estación de
servicio, ubicada en un barrio tranquilo, era un barco luminoso encallado en una
marea oscura, visitado de pasada por algunos transeúntes fantasmas, que buscaban
cigarrillos, alguna bebida, combustible o un café. Lo importante no es eso. Lo importante
es Karen, la chica morocha y flaquita, de ojos dulces, que espera con una
sonrisa de porcelana detrás del mostrador para cobrar; la chica que sueña todas
las noches con que sea la última de trabajar allí, que sueña con recibirse y
poder ejercer su profesión; la chica que soporta estoica los coqueteos y palos de
todos los tipos calentones que pasan por allí, respondiendo siempre con simpatía,
pero también con firmeza. Eso es lo importante de este párrafo, no la estación de
servicio. La mirada agotada de Karen, mientras busca algún canal de televisión donde
pasen música decente y no solo imitadores de Arjona y Pittbull; o su hastío al
escuchar los audios de WhatsApp que le mandan su novio o sus amigas, ni que
hablar cuando ve las actualizaciones de Facebook o Instagram. Todas las noches
siente que su cabeza puede colapsar, pero se dice que no, que aguante, que ya
se va a recibir, que escapará de allí de alguna forma. Y tapa, se narcotiza, mira
la tele, lee alguna fotocopia, cuenta las monedas, chequea el celular. O habla
con Ezequiel, el adolescente gordo y granoso, de piel impactantemente blanca,
que cae todas las noches con alguna historia rara.
“…desde esa noche
te extraño en mi habitación/ creo que puedo caer en una adicción/ contigo…”
-¿Pero
que es esta mierda?- dijo Karen, y cambió de canal.
Ezequiel
le sonrió. Seguro en un rato le saca charla. Allá viene el chico lindo, pensó,
mientras veía entrar a un joven morocho con un jopo raro. Ella sonrió con su
mejor cara. Él se acercó al mostrador, algo tímido.
-Quería
comprar cigarrillos- le dijo Bruno, con voz suave.
Hola editores de señor pato: me gustaría ofrecer mi colaboración en este blog, porque siento y veo y leo que los escritores se estan repitiendo. Tienen una poeta muy hermosa, pero lo que les pasa a los personajes pareciera que es siempre lo mismo. A menos que lo analicemos de manera más trágica y saquemos la conclusión de que todo en la vida se repite y somos unos idiotas que sufrimos al pedo, total nos vamos a morir.
ResponderEliminarPero en fin, me gusta este blog, espero una respuesta favorable. Saludos intergalacticos. Desde la estratosfera que nos van a sacar segun Zizek D: