Supongo
que no me gusta ir a Capital porque nunca puedo ver el lado amable de la
ciudad. No puedo observar sus edificios, sus monumentos, sus lugares históricos
como el maquillaje turístico y elegante con el cual CABA quiere vestirse. Veo la
pobreza, la gente revolviendo la basura, pibes tomando vino, extranjeros
viviendo en pensiones, pero extranjeros pobres, no extranjeros cool de Palermo,
tacheros pasados, gente alienada y al borde del colapso mental, la degradación
absoluta de la civilización, el limite mismo de la sociedad argentina, bueno,
eso. Como si el Teatro Colón no fuera más que una máscara que intenta ocultar
todo eso, que intenta ocultar el verdadero rostro voraz de lo porteño. Será por
eso que no me gusta, porque no puedo dejar de ver toda la miseria que se
intenta envolver con vulgares campañas de marketing y packaging y todas esas
cosas. Creo que, al fin y al cabo, a veces es mejor la foto. Lo mismo pasa con
las personas. Cuando uno admira a un músico, un escritor, un deportista, cuando
a uno le gusta lo que hace esa persona, tiende a construir una imagen, un mito
personal alrededor del ídolo. Como si sobreimprimiera una creación propia, una
construcción particular, intima, que uno hace del artista sobre el original,
que, por lo general, tiende a estar muy alejado de esa construcción. Finalmente,
uno convierte al sujeto admirado en objeto admirado, le quita humanidad, lo
transforma en un frasco de sus propias necesidades. Por eso, cuando por alguna
circunstancia casual, uno ve al artista envuelto en la miseria de lo mundano,
derrotado por lo absurdo de lo cotidiano, entonces uno siente cierto grado de decepción.
Es mejor verlos desde lejos, allá, arriba del escenario. Me pasó ayer,
justamente. Después del recital en el Konex, me crucé con Zambayonny cuando
salía con su camioneta de un estacionamiento a la vuelta del lugar. Primero,
mordió la bajada de la salida; estacionó y subió las cosas. Su guitarra, alguna
valija; lo acompañaban la mujer y la madre. En un momento, se queda parado y
observa el borde del techo del vehículo. Tenía un abollón.
-¿Y
esto?- pregunta, algo ofuscado.
Uno
de los encargados del estacionamiento se erige de su silla. Era gordo, morocho,
con brazos que no tocaban la cintura. El hombre se acercó y observó la
abolladura.
-No
sé- respondió, con claro acento paraguayo.
-¿Cómo
no sabés? Yo lo dejé abajo y vos lo subiste – insistió Zamba
-No
sé. No lo toco nada, imposible, no hay columnas arriba, no lo toco, no lo toco.
Zamba
nos observó a todos los casuales espectadores del hecho, como buscando
respuestas, como intentado efectuar una queja que fuera más allá del simple incidente
material, como si su malestar fuera con la caprichosa injusticia con la que se
maneja el mundo. Allí, sin su guitarra, sin sus canciones, sin la protección de
su banda y del escenario, era uno más de nosotros, un simple mortal sujeto a
los antojadizos designios del destino. Daba algo de tristeza ver al ídolo tan
desprotegido, tan a la merced del sinsentido de lo cotidiano. Luego de esos escasos,
pero intensos segundos, Zamba dijo Esta bien y se subió a la camioneta para
perderse en la inmensidad de la ciudad. Y yo me quede ahí, intentando entender
por qué el único momento más o menos cercano con él, no es un hecho de jolgorio
o celebración, sino un momento patético, vulgar y hasta diría olvidable. Por eso,
es mejor irse rápido después de los recitales.
Me gusta la anécdota, me recuerda a "las Menades", a diferencia que aquí las masas simplemente observan al ídolo, dejándolo caer a niveles humanos mucho más simples.
ResponderEliminarSe destaca el humor absurdo, muy de tu obra y tu vida personal.
(hago biografismo, los formalistas están enojados). Sigue así que nada puede malir sal, digo salir mal.
:)