sábado, 17 de junio de 2017

El Tiempo era todo el Tiempo

Hoy, o ayer mejor dicho, no sé si tuve un buen día o un día de mierda. Me pasó algo muy curioso, pero para que se entienda tengo que retroceder un poco atrás en el tiempo. Como por casualidad, o, mejor dicho, por casualidad, conocí a una chica unos años más joven que yo y pegamos algo de onda. Ella se llamaba Fabiana y no le gustaba que le dijeran Fabi, cosa que nunca entendí, porque sería como si a mí me reventara que me digan Ale, cuando en realidad, por una cuestión de economía del lenguaje, los nombres tienden a acortarse (excepto en nombres como Ana, que algunas son llamadas Anita, o Clara a Clarita y así), de todas formas, esto no es lo importante. La cosa es que solíamos caminar bajo el sol del verano y contarnos nuestras vidas; ella me contó de su novio, de sus aspiraciones de ser abogada, tal vez por mandato familiar, y cosas por el estilo, mientras que yo le contaba de las boludeces que escribo, de mi novela y del protagonista, Manuel, y otras vainas. Lo cierto es que ella un poco me gustaba y un poco me calentaba, aunque no sé por qué, dado que era una flaca pálida y sin mucha onda ni cuerpo, muy histérica, de humor cambiante, diría de cierta inestabilidad emocional, por caso, de romper a llorar y salir corriendo. Yo en esos casos la seguía, un poco para consolarla, un poco por curiosidad mórbida y otro poco por las ganas de coger, que no son sonsas. Algunos amigos me hubieran recomendado que me aleje de ella, pero cuando a uno se le mete algo en la cabeza. Lo cierto es que, de forma forzada y poco convincente, entre llantos de ella y chistes malos míos, nos fuimos conociendo. Ella me decía que le hubiera gustado ser actriz, pero que tenía pocas tetas, aunque se observaba, sin demasiado esfuerzo, que no era así, que, por el contrario, tenía unas lindas tetas. Yo le contaba de programas malos que veía cuando era chico y ella se sonreía, entre tierna y asqueada. Nos contamos, también, nuestros fracasos amorosos y era como si nos conociéramos de toda la vida, lo cual era raro, porque nos habíamos cruzado, como por casualidad, un rato antes. Pero rato no es un tiempo específico, ese rato pudieron ser horas o pudieron ser meses, meses en los que mi mente recortó solo esas horas, las horas que importaban, las horas en las que estaba con ella. Bien, nada de esto tenía demasiado valor en ese momento, casi que era indistinguible, por no decir que era indistinguible, evitando la tibieza del “casi”. No importa, nosotros seguíamos contando nuestros sueños, el mío de ser un escritor laureado, el de ella de ser la mejor imitadora de Marilyn Monroe, lo cual me pareció peculiar, pero no la juzgué. Soportando sus insultos, sus ninguneos, sus miradas frías y distantes, pero también su ternura y su sencillez, su forma de hacerme creer que era la mejor manzana, logré convencerla de ir a la cama, diciéndole que hacer el amor es como un orgasmo del alma, o alguna berreteada por el estilo, a la cual ella respondió con una mirada embelesada, que denotaba su escaso gusto poético o la calentura extrema que ella también tenía. De todas formas, antes de hacerle un orgasmo al alma, ella me confesó que tenía SIDA y que su novio era un putaniero que murió de eso, lo cual a mí me importó una mierda, use forro y chau, pero bueno fue un momento emotivo o algo así. Después de eso, le saqué algunas fotos y nos despedimos. Le perdí el rastro durante un tiempo, hasta ayer, cuando al correo llegó alguien preguntando por Manuel. Era una señora de unos cincuenta años, que afirmaba que este tal Manuel era el último que había estado con su hija Fabiana. Antes de que la echen a patadas, salí y pregunté si tenía una foto de la hija. Me mostró una foto Kodak fechada en 1995 y, sí, era ella, la misma Fabiana. La invité a salir un momento y le conté la confusión. Posiblemente, como el personaje de mi novela se llama Manuel, hubo alguna clase de malentendido. Le dije que yo era Alejandro y que, sí, había tenido algo con su hija, mientras le guiñaba el ojo.
-Así que sos vos- me dijo, con los ojos bordeados por las lágrimas.
-Sí, soy yo- respondí.
-Ella me dijo que quería tener otra oportunidad, otra oportunidad para tener un buen día.
-Sí, entiendo- aunque no entendía, así que busqué las fotos de Fabiana en el celular y se las mostré -estas son las que le saqué después de, bueno, usted me entiende.
La mujer miró las fotos emocionada.
-Mi hija era una cabeza dura.
-Sí, es rara, ¿usted sabe que a veces le da por llorar y salir corriendo…
-Ella siempre quiso tener un buen día- hizo una pausa dramática que a mí me incomodó- siempre decía que sólo había tenido días de mierda.
-Sí, igual no fue gran cosa lo que pasamos, onda caminamos y charlamos, fue bastante monótono.
-Ella iba a volver a tener un buen día.
-¿A dónde iba a volver?
La mujer sonrió con ternura. Me extendió otra foto, en la que yo estaba con Fabiana, en un portarretrato
-Fabiana murió de SIDA en el 95, estas son las únicas fotos que tengo de ella.
-¿Qué?
-Ella sufrió mucho y quería tener un buen día.
-Pero yo la vi hace un par de semanas. No entiendo…
-¿Qué es lo que no entiende?
-Muchas cosas, primero, ¿cómo pude coger con una mujer que murió hace 22 años?
-Ella lo quería mucho a usted, me dijo que era un amigo, que era como si lo conociera de toda la vida. Usted le devolvió la sonrisa.
-Mire, recapitulemos un poco. Ella murió, pero antes de morir, viajó hacia el futuro, de alguna forma, pasó un rato conmigo, se llevó una foto, volvió a su lecho de muerte, le contó de mí y murió triste, y ahora usted ve su sonrisa. ¿Cómo se explica eso?
-Ella me dijo que el tiempo era todo el tiempo.
-Esa mierda taoísta no explica un carajo lo que carajo pasó.
-Ella no quería morir en un día mierda, esas fueron sus palabras.
-Eso es lo de menos, estamos hablando de poder viajar a voluntad a través del tiempo y del espacio.
-Ella sólo quería tener un buen día.

Luego me acarició la cara y se retiró emocionada. Yo me quedé ahí, mirando el cielo soleado, sin poder entender cómo, ese día rancio y emocionalmente devastador que habíamos vivido, podía ser un buen día. Que días de mierda debió haber tenido esa chica, me dije y me reí. 

lunes, 10 de abril de 2017

La Tristeza de todos los días

Lo primero que recuerdo es un gato de yeso apoyado sobre la mesa. La casa es muy fría y el gato indiferente. Ingresa una tenue luz por la ventana, filtrada por una cortina violeta. Apenas se puede respirar por el olor a carbón; o al menos eso me dice ella, porque yo no lo siento.

Cuando encontraron ese material, la emoción de todos fue indescriptible. Cambiaría nuestras vidas, la vida de todo el planeta, afirmaban. Lo descubrieron exploradores en alguna región pérdida de África, en algún país que cambió de nombre a los pocos meses. Según cuenta la historia, repetida hasta el hartazgo, cuando se encontraron con ese material blanco, maleable, suave, irrompible, terso, liviano, resistente, ignifugo, creyeron estar sufriendo una especie de sueño colectivo. Era demasiado bueno para ser real. Cargaron unas muestras y los científicos comprobaron la veracidad del hallazgo. Incluso fueron más allá: se atrevieron a decir que las formas industriales como las conocíamos se habían terminado. Hubo una gran disputa para hacerse con la explotación de la mina africana; las grandes empresas comprendieron, con la rapidez habitual, que ostentar el monopolio del material era ostentar el futuro. La voracidad no era para menos. No había objeto que no pudiera fabricarse con él; desde juguetes para los niños hasta maquinaria pesada para la industria, pasando por autos, electrodomésticos o muebles para el hogar. Era, además, fácil de manufacturar. El gran sueño de todo empresario. Las corporaciones multinacionales se arrancaban los ojos y hasta había amenazas de guerra o de intervenciones militares. Pero la disputa duró poco. Comenzaron a descubrirse yacimientos por todo el planeta. En cada país del mundo, fueron encontrando enormes cantidades del material milagroso. En cada bosque, en cada selva, en cada montaña, pero también en cada pueblo, en cada barrio, en cada ciudad. Surgía de la tierra, como si fuera agua. Había para todos. Los ánimos se calmaron, no existía la necesidad de seguir peleando. La fuente parecía inagotable. Tanto se abarataban los costos, tan fácil de trasladar era, tan seguro era, tan bello era, que cada objeto del mundo comenzó a fabricarse con él. Casas enteras, con todo incluido, estaban compuestas por el material. Invadió la vida del planeta como casi ninguna otra cosa antes.

Suena el teléfono. Una y otra vez; me pregunto quién será a esta hora. Atiendo y sigue sonando. Es al lado. Las paredes son demasiado finas en estos departamentos.

El parásito se instaló entre nosotros. Dentro nuestro. Los afectados por la pandemia son imposibles de contar. Y se siguen multiplicando. Aun aquellos que se creían a salvo, que se daban el lujo de pensarse por fuera. Nadie parece inmune, más bien lo contrario. Todos están en cuarentena. Los síntomas son diversos. A muchos les da por dormir. Donde quiera que uno vaya, se encuentra gente durmiendo; en los colectivos, en los trenes, en los negocios, en la calle. Simplemente se recuestan y duermen. Nadie sabe con exactitud que sueñan, dado que la mayoría no despierta. Algunos afirman que el mundo onírico de estas personas sería extraordinariamente realista, sólo que barnizado por un raro tono de esperanza y expectativa. Otros afectados por el parásito son asaltados por ominosos ataques de risa; caminando por las calles, se pueden escuchar carcajadas demenciales, que lanzan personas que parecen estar al borde de la insania. Esa alegría enajenada asusta a más de un transeúnte; además, por la extraña acústica de la ciudad, muchos no pueden distinguir de donde provienen las risas. A veces, las voces provenientes de la izquierda, en realidad, provienen de la derecha y viceversa. Pero el síntoma más curioso de todos es una singular desconexión entre el tiempo y el espacio que sufren los enfermos; muchos de ellos hablan de épocas que jamás han existido, de un pasado oscuro y hórrido, aunque sin detenerse en detalles que los comprometan demasiado. Las autoridades sanitarias están azoradas con estos sucesos y ni siquiera pueden precisar el origen o la biología del gusano. Se limitan a decir que hay que esperar, que el futuro será más venturoso, que, con la fuerza y el trabajo de todos, la cosa se solucionará. Pero lo que se avecina en el horizonte parece ser más oscuro, aún, que lo que está pasando.

La casa está en el medio del bosque. Se impone señorial entre los árboles secos, entre la neblina que baila sobre la hierba escarchada; hay un silencio quebrado por los pájaros, una calma partida por las alimañas. La casa es extraña. Es complejo precisar dónde terminan algunas habitaciones y dónde comienzan otras. De hecho, es imposible precisar en cuál habitación se está o sospechar siquiera el plano del lugar. Cuando se cree estar en el dormitorio, en realidad se está en el jardín; en otros momentos, se piensa que no se ha traspasado la verja, encontrándose uno en el desván.

El primer comunicado es escueto. Se recomienda la cuarentena. El Presidente, los ministros, algunos gobernadores, lo anuncian con una expresión adusta. Por ahora, la única solución es no expandir la enfermedad. Aquellos que no estén infectados, deben presentarse en el Ministerio de Salud para que se les extienda un certificado. Con eso, podrán circular libremente, es decir, ir a su trabajo o de compras. Otros movimientos están estrictamente prohibidos. La información, las relaciones sociales, la vida, debe reducirse a la pantalla de la Tv, de la PC, del celular.

Cuando todo comenzó, la gente tenía paciencia y aceptaba las explicaciones oficiales. Había que esperar, se decía en bares y micros, se está haciendo lo posible. Sin embargo, los días y meses pasaban sin que se vislumbrase una mejoría; por el contrario, la plaga se expandía sin freno. La gente, entonces, empezó a tener bronca y a reclamar soluciones drásticas. Pedían la renuncia de algunos ministros, creyendo que eso cambiaría el rumbo de la epidemia. Pero los ministros se suceden y se suceden, al igual que las estrategias sanitarias. Y el parasito afecta a cada vez más gente.

La casa nos muestra las habitaciones de a poco; abre algunas puertas, deja ver escalones ocultos. Pero no hay algo significativo en ellos, no más que algunos pequeños detalles que nos llevan a intuir la riqueza escondida.

Desde hacía unos meses, Ana vivía en una habitación constituida íntegramente por el material milagroso. La cama y el colchón, la mesita de luz y la lampara, la biblioteca y los libros, el suelo y las ventanas, estaban hechos con el mágico producto. A ella no le gustaba la idea, aunque se había resignado. Algo en esa cosa le molestaba, algo no terminaba de cerrarle. Desde hacía unos meses, Ana sentía en ella un cambio, un cambio profundo pero imperceptible, y, de alguna forma, el material estaba involucrado. Siempre le decíamos que era cosa de ella, que se estaba persiguiendo, que deje lo que estuviera tomando. Estamos acostumbrados a sus delirios persecutorios.

Los lugares a los que tenemos acceso son los que necesitamos. Cocina, baño, pieza. No pedimos más que eso. No hay electricidad, ni gas natural, ni siquiera una garrafa. Por suerte, tenemos velas y un hacha. Al frío, lo combatiremos con leña. Recorro el bosque cercano en busca de troncos y ramas. La mayoría están húmedos. La niebla es constante, apenas deja ver y respirar. Vuelvo y ella parece feliz. Sonríe y dice que se siente mejor. Esto es por ahora, pienso, no podemos durar mucho así. Pero no se lo digo. Que crea que este instante va a durar para siempre.

Se escucha la sirena de la ambulancia todos los días. Una vez al día, al menos. En ocasiones, se escucha cuando amanece y, luego, cuando atardece. Pero la mayoría de las veces se escucha a la noche, en la noche profunda, cuando nomás los gatos pasean por el barrio. Esas veces, se escucha una sirena que parte el silencio, que aturde, que invade la pieza. Con ella, abrimos los ojos y nos quedamos despiertos durante un rato. A veces, me levanto a tomar un vaso de agua. En esas ocasiones, escucho a Ana trabajar en su pieza; se escucha el ruido monótono de la máquina y la voz de ella, muy baja, susurrando sola. Me causa gracia escuchar su vocecita, como si se estuviera contando un secreto. Imagino que tanto encierro, tanta soledad, tanto asilamiento, quiebran, un poco, nuestra cordura. La sirena, en tanto, vuelve a sonar, a lo lejos. En esas noches, me vuelvo a acostar y me duermo. Al otro día, en general, el noticiero informa incidentes en tal o cual lugar, desalojos, cuarentenas, la tristeza a la que nos acostumbramos. La epidemia, según cuentan todos los días, se sigue extendiendo y los científicos que la estudian no tienen modo de encontrar una cura, una solución, una respuesta de alguna clase. El primer caso que se conoció fue por casualidad. La noticia apareció como una nota de color en algún programa de la tarde. Un hombre, de mediana edad, estaba convencido de vivir dos años en el pasado. Su mente había viajado dos años al pasado y allí había quedado estancada. Tardaron en darse cuenta que era una enfermedad contagiosa. En realidad, nunca hallaron evidencia física. Simplemente, empezaron a florecer los infectados. Hoy es el tercer día del invierno y estoy asustado. Afuera, el cielo gris y la nieve habitual se están oscureciendo. Parece que nieva hollín. Ella se despierta con un dolor en el cuello. Se miró en el espejo y se asustó. Una mancha roja le invade la mitad derecha. Sentada en el suelo, me parece que está por llorar. Me implora que vaya a buscar medicamentos. Es arriesgado. Ana sigue encerrada en la pieza, hablando sola.   

Del techo del baño, cae una gota oscura, ámbar, sobre su mano derecha. Levanta la vista y ve la madera hinchada y podrida, que supura una sustancia viscosa. Otra gota cae sobre sus dedos; la baba parece latir. Apenas comienza el segundo mes del invierno.

La televisión es la única ventana que tenemos al afuera. Desde allí, nos enteramos de cada nueva medida sanitaria. También de las especulaciones alrededor de los origines de esta plaga. Se difunde un pequeño protocolo, incluso, para realizar a aquellos que pudieran estar infectados. Es una serie sencilla de preguntas que el interrogado debiera responder con facilidad. La primera es ¿quién es el Presidente? Además, desde la televisión, cada día nos piden confianza y fe en nuestras autoridades, nos exigen paciencia y compromiso para superar este difícil momento, nos conminan a esperar, con optimismo, el futuro, donde todos estos sufrimientos serán aplacados y seremos felices.

Ana vive con nosotros desde hace unos meses. No recuerdo bajo qué circunstancias se instaló; creo que era amiga de Luz o algo así. No tenía donde y le ofrecimos quedarse. Es una chica tranquila y silenciosa; casi nunca sale de su pieza, salvo necesarias excepciones. Me costó convencerla de que vaya al Ministerio para buscar el certificado; siempre quiere darle una vuelta más a lo que ocurre. Para ella, lo superficial, lo evidente, la primera mirada, siempre es mentira. Está convencida que el parasito es una farsa pergeñada por las autoridades para controlarnos. Ni cuando sale a la calle y ve a la gente durmiendo en el piso, se cree el cuento del parasito. Para mí, hay otra cosa, dice.

Es la etapa más dura del invierno. Hace varios días que es de noche. Me asomo por la ventana y sopla un viento blanco. Detrás del recorte oscuro de las casas, se vislumbra un resplandor anaranjado. En la tele, dicen que es un problema mecánico en la refinería, que no hay que preocuparse. No dan ganas de salir, de todas maneras.

Esa tarde, fui en busca de medicamentos. Ella se sentía cada vez peor. La farmacia era un supermercado. Me interné entre las góndolas y recolecté, como si fueran frutos de un árbol artificial, los remedios que necesitaba. Me vi obligado a mostrar mi pase y a pagar con la tarjeta. El dinero en metálico había sido prohibido. Se lo creía una posible fuente de contagio. Esa tarde, me llamaron del Ministerio y me preguntaron por qué había salido. No dejaron que termine mi explicación. Me advirtieron que no lo volviera a hacer. La próxima sería penalizado.

Ana vuelve a tener la misma sensación todas las noches. Todo a su alrededor parece moverse, mientras ella permanece en el mismo sitio. Aunque, pocas veces, le parece que es ella quien se mueve, mientras todo a su alrededor permanece quieto, estático, imperturbable. Observa la habitación y recuerda que todo está fabricado con ese material insidioso, perverso, maléfico. Lo odia, no puede evitarlo. Se sienta y comienza a trabajar con la máquina. Una voz suena en su cabeza, aunque ella no la escucha. Es un susurro suave que le dice: “Hay que ser optimistas”.

De todas maneras, por medios alternativos, nos enteramos todos los días de protestas y reclamos. La cantidad de afectados, algunos de forma muy grave, es incontrolable y la queja principal es que las autoridades no parecen dispuestas a hacerse cargo de ellos. La respuesta de los gobernantes es que, al no haber una cura, no hay motivo para regalar medicamentos que serían inocuos. Pero, al parecer, la única política que instrumentan es difundir bonitas publicidades por la televisión. Fuera de eso, no hay más presupuesto para una atención especializada, ni horas extras para los médicos y enfermeros, ni contención profesional para los damnificados, ni búsqueda de alguna clase de solución. La única respuesta a todo es Quédense en sus casas y esperen.  

Suena un teléfono en alguna de las habitaciones. Lo busco, pero no lo encuentro. Sospecho que está detrás de una puerta de madera, cerrada con llave. Es un instinto querer atenderlo. Hace tiempo que estamos aquí, pero nadie lo sabe. Excepto por las estatuas de yeso que pueblan la casa. Al gato, hay que sumarle un sapo vestido con frac, un gallo y dos cerdos amarillos. Sus expresiones son extrañas, como si se burlaran de nosotros, como si fueran dueñas de un secreto vital. Me llama la atención que sean de yeso, dado que ya casi nada se fabrica con ese material. Ella me mira extrañada, como si hubiera dicho un delirio. Noto que su cuello esta terso, blanco, sin rastros de los lunares rojos. Luego, recuerdo que ella nunca tuvo un lunar rojo en el cuello.

La mancha roja en su cuello crece. Ella se ve angustiada por eso. A veces, usa una pañoleta para taparse, pero no por mucho tiempo. La tela le causa un ardor insoportable y termina revoleándola, como si fuera un trapo sucio. En otras ocasiones, se sienta en el suelo y llora, en silencio, sin taparse los ojos. Cuando hace eso, no puedo evitar angustiarme. Intento charlar con ella, distraerla. Pero no responde o lo hace desganadamente. Su mirada parece extraviada. Ella llora, en silencio, pérdida en su cabeza y yo me pregunto en qué estará pensando.

Comemos lo justo y necesario. Vivimos a agua, fideo, polenta y arroz. Vivimos sin pensar que haremos el mes próximo. El futuro es oscuro. No puedo dejar de sentir que vamos hacia el abismo. A ella parece no importarle. La felicidad que nos rodea parece consistir en no preocuparse por el futuro. No puedo hacerlo. No tenemos nada y tendremos menos. Intento distraerme, miro por la ventana. Después de las ocho, cae el hollín, el mismo hollín. Le pregunto por Ana, por cómo estará, por si habrá logrado salvarse. Ella entrecierra sus ojos negros. Me asegura que no conoce a ninguna Ana.

Ana deja la máquina a un lado. Como cada tarde, la habitación comienza a brillar. Los objetos se vuelven blancos, vomitan un destello que le quema los ojos. La luz late, se mueve, se transforma. Y esa voz oscura, que habla de afuera, pero ella la siente adentro, comienza a invadirla. Siente que no está allí, que es otra persona. Todo a su alrededor desaparece. Su mente percibe otro lugar, pero su cuerpo sigue en la pieza. O, tal vez, sea al revés. No puede confiar en lo que ve, ni en lo que toca, ni en quienes tiene enfrente. O, tal vez, deba hacerlo más que nunca. Más que nunca deberá creer en aquellos que la rodean. La voz insiste, sus palabras son vacías, como todas las palabras. Ella se retuerce, grita, o al menos lo intenta. La luz deja de latir y se apaga. Ana cae y siente el frío del piso. Trata de levantarse y no puede. Un hombre entra asustado a la habitación. Ella lo observa, con temor. No sabe quién es, ni por qué está tan preocupado. ¿El Presidente?, piensa ella. Si el Rey goza de pleno derecho y legitimidad, responde. El hombre se queda en silencio. Luego, desaparece.

Su aspecto ha desmejorado notoriamente. Su rostro está poblado por puntos rojos y lacerantes. En su cuello y en su hombro, le salieron dos lunares enormes y oscuros, que se hinchan cada vez que respira, convirtiéndose en un par de frambuesas luminosas. La piel le duele y algunas noches no puede dormir. A mí me impresiona tanto esa luz palpitante alrededor de su cuello, que solemos pasar las noches en vela.

Aquella tarde, cuando escuché el grito de Ana, entré a la pieza sin dudar. Ella me siguió, con el mismo terror. El alarido fue horroroso. Forzamos la puerta, cerrada con llave. Ana estaba tirada en el suelo, con los ojos blancos, presa de una convulsión. Evité que se tragara la lengua y la sostuve entre mis brazos. La cargué hasta la cama y esperé a que se recuperara. Ella le trajo un poco de agua. Noté que había algo extraño en la pieza. Todo parecía igual que siempre, pero no. Algo había cambiado. Tomé entre mis manos una taza, que contenía algo de café. Estaba fabricada con el material milagroso. La sentí latir, apenas, entre mis dedos, vi como se iluminaba, apenas. La busqué a ella con la mirada. ¿Y sí no es un insecto, o una bacteria o un parasito, el culpable de todo esto? ¿Qué sabemos, acaso, sobre la verdadera naturaleza de este material? Ana despertó sobresaltada. Me acerqué a ella y le pregunté quién era el Presidente. Largó una carcajada y no respondió. Durante unos segundos, hubo silencio… Lo primero que recuerdo es un gato de yeso apoyado sobre la mesa. La casa es muy fría y el gato indiferente…  


martes, 4 de abril de 2017

Milagros Fallidos

Capaz que no andaba tanto por la calle, o andaba medio desconectado, como en mi mundo, y no prestaba tanta atención. O capaz me creía que esas cosas las tenía superada y me hacía como si no me importara, como si fuera natural. Y entonces, cuando el tipo de pelo largo con la moto rebalsada por los tres pibes, me pega un grito y me pregunta por el documento del nene, uno no sabe a lo que se va a exponer. No lo sabe. Y no sabe, no tiene como saber, que ese es el primer punto, la primera estación hacia todo aquello que no vemos o, peor, que no importa. El tipo tiene un ojo de vidrio, eso ya dice mucho. Cuando doy vuelta a la esquina, los pibes me esperan en la puerta. El tipo me había preguntado si conocía la casa. Sí, por supuesto. Es la casa que siempre tiene las puertas abiertas. La puerta del fondo y la de adelante. Siempre abiertas. Los pibes están ahí, enloquecidos. El tipo me explica, entonces, que necesita el documento para fichar al mayor. Que el otro ya está fichado, pero que el mayor, no. Juega amistosos, todo, me dice, pero no puede jugar el torneo, todavía. Encima es viernes, así que mañana juega. Me repite lo mismo tres veces; que necesita el documento para fichar al mayor, que el otro ya está fichado, pero el mayor, no, que juega amistosos, todo, pero no puede jugar el torneo, todavía, que encima es viernes, así que mañana juega. Y así, otra vez. En menos de dos minutos. Por lo menos, pienso, el pibe está feliz y uno hace alguna cosa buena, ni más que sea sin querer. Y entonces seguís y te encontrás lo peor. Allá al fondo, donde casi no hay nada, bajo el cielo nublado, un tipo que viene caminando, arrastrando un carro, rodeado de pibitos. Es él, él es Ángel, me dice la señora a la que había preguntado el paradero. En los nudillos de los dedos tiene el nombre tatuado. Los pibes están sucios y hablan, gritan, se pelean entre ellos, discuten. Me preguntan si ando por Gorina, me dicen que me vieron por Gonnet, me cuentan que ellos andan por todos lados. Uno dice que anda más lejos que todos, pero nadie le cree. La nena más chica juega con un triciclo gastado. No tiene más de dos años, morocha, con unos rulos sucios que le caen sobre la frente. Se van todos y se queda ella. Me mira. Le pregunto cómo está y no responde. Sólo mira. Tiene la nariz empapada de moco y los cachetes sucios. Tiene el ojo derecho levemente desviado. No puedo evitar pensar que esa nena tiene que ir al médico. ¿Médico?, dirá el padre, si estoy revolviendo la basura para comer. Me voy con una congoja en el pecho. Yo soy responsable por esta nena. A la vuelta, otro documento. Otra nena, un poco más grande, sale con los ojos en lágrimas, la cara hinchada y, sobre ella, se sostiene un hielo envuelto con un trapo. Ruego que sea una muela inflamada. ¿Qué es lo que nos está pasando?, me pregunto. Estos pibes son el gasto, la fiesta, el enemigo de la Nación. Estas pibas están sufriendo, se están muriendo, los están matando, los están condenando. Estas pibas, estos pibes, se están volviendo invisibles. Me voy en la bici pensando Somos responsables ante estas pibas, ante estos pibes. No puedo dejar de pensar en esa nariz moqueada, ese ojo estrábico, esas mejillas sucias, mientras las nubes se empeñan en ocultar el sol.

martes, 28 de marzo de 2017

La Fuente parecía inagotable

 Cuando encontraron ese material, la emoción de todos fue indescriptible. Cambiarían nuestras vidas, las vidas de todo el planeta, afirmaban. Lo descubrieron exploradores en alguna región pérdida de África, en algún país que cambió de nombre a los pocos meses. Según cuenta la historia, repetida hasta el hartazgo, cuando se encontraron con ese material blanco, maleable, suave, irrompible, terso, liviano, resistente, ignifugo, creyeron estar sufriendo una especie de sueño colectivo. Era demasiado bueno para ser real. Cargaron unas muestras y los científicos comprobaron la veracidad del hallazgo. Incluso fueron más allá: se atrevieron a decir que las formas industriales como las conocíamos se habían terminado. Hubo una gran disputa para hacerse con la explotación de la mina africana; las grandes empresas comprendieron, con la rapidez habitual, que ostentar el monopolio del material era ostentar el futuro. La voracidad no era para menos. No había objeto que no pudiera fabricarse con él; desde juguetes para los niños hasta maquinaria pesada para la industria, pasando por autos, electrodomésticos o muebles para el hogar. Era, además, fácil de manufacturar. El gran sueño de todo empresario. Las corporaciones multinacionales se arrancaban los ojos y hasta había amenazas de guerra o de intervenciones militares. Pero la disputa duró poco. Comenzaron a descubrirse yacimientos por todo el planeta. En cada país del mundo, fueron encontrando enormes cantidades del material milagroso. En cada bosque, en cada selva, en cada montaña, pero también en cada pueblo, en cada barrio, en cada ciudad. Surgía de la tierra, como si fuera agua. Había para todos. Los ánimos se calmaron, no existía la necesidad de seguir peleando. La fuente parecía inagotable. Tanto se abarataban los costos, tan fácil de trasladar era, tan seguro era, tan bello era, que todo objeto comenzó a fabricarse con él. Casas enteras, con todo incluido, estaban compuestas por el material. Invadió la vida del planeta como casi ninguna otra cosa antes.
Desde hacía unos meses, Ana vivía en una habitación con esas características. La cama y el colchón, la mesita de luz y la lampara, la biblioteca y los libros, el suelo y las ventanas, estaban hechos con ese material. A ella no le gustaba la idea, aunque se había resignado. Algo en esa cosa le molestaba, algo no terminaba de cerrarle. Desde hacía unos meses, Ana sentía en ella un cambio, un cambio profundo pero imperceptible, y, de alguna forma, el material estaba involucrado. Siempre le decíamos que era cosa de ella, que se estaba persiguiendo, que deje lo que estuviera tomando. Tardaríamos bastante en darnos cuenta que tenía razón. Aunque ya en esa época, algunas investigaciones daban conclusiones terroríficas sobre la verdadera naturaleza del material.  


viernes, 24 de marzo de 2017

Nadie llora así



Cuando lo miro, siento algo acá, algo que me duele. Y me pregunto siempre como pueden convivir esas dos cosas en mí. Es que sé que no es así. Lo digo, ya pasó, ya no me interesa. Pero algo dentro me sigue pasando, como si me quisiera mentir a mí misma y no puedo, no se por qué. Parece como la novela esa la de la chica que se enamora del patrón que en realidad es el hermano pero en realidad no, y una la ve, la vemos con la tía, sabemos que es una pavada, y hasta ridícula, porque nadie llora así en la vida real y lo digo de cuando recuerdo que a Nancy la dejó el marido, que se fue con una chica del otro barrio, y ella se quedó sola con los chicos y no gritó ni se arrancó la ropa, se quedó en silencio y salió a trabajar, porque él los mantenía, y lo hizo para alimentar a los chicos, pero no lloró ni nada, siguió con su vida, eso sí, de vez en cuando se queda en silencio y sus ojos parecen como si se cayeran. Pero no es eso lo que decía, decía que una puede pensar dos cosas que se contradigan como cuando ves la novela y ves que eso no es real, pero igual no podés dejar de verla y te pones mal cuando les va mal o cuando termina y te quedas preocupada y la tía dice Pobre chica, como una manera de aliviar el dolor, de alejarlo, de ponerlo en un lugar que no moleste. Decía, entonces, de por qué una puede decir que algo no le molesta, que está bien así, convencerse de algo que no desea, que no siente, que no cree, que no piensa, de algo que le sigue molestando por más que lo niegue y entonces le agarra esa cosa en el pechito, porque es el pechito, no es todo el pecho, es ese pedacito de cuerpo donde  se siente como si te apretaran unos dientes muy fuertes, como si quisieran meterte la piel para adentro del cuerpo, como si quisieran partirte un pedacito de alma, y eso que yo no creo en esas cosas, pero la tía siempre dice que hay un alma y debe ser así nomás si no, no se entiende por qué se puede sufrir tanto por alguien, que cuando uno lo piensa tal vez no valga tanto y recuerdo a Marisa que tanto se dejó sufrir por el tipo ese, que aunque ella dijera que no, todos sabían que le pegaba a ella y al nene, pero ella que no, que es bueno, y que se yo que más, y después el tipo se murió de un infarto, porque se la pasaba fumando y chupando y comiendo fiambre, o al menos eso decía la tía, y Marisa se puso triste, tanto que lloraba desconsolada en el funeral, sola, porque los demás estábamos contentos con que se haya muerto, porque era un mal bicho, y después de unos meses Marisa se consiguió a otro y este es mucho mejor, la cuida a ella y siempre le regala caramelos al nene, y anda en una moto verde, cuando pasa por acá siempre me saluda, es un buen chico, pero eso es en lo que pienso cuando siento eso que me pasa y me sonrío y un poco se me pasa. Pero es por un rato nomás, o cuando me acuerdo de otras cosas, de cuando era chica y mi madre me decía que debía prepararme para servir a un hombre, para que me mantenga y yo no entendía, porque se me caían los platos cuando los lavaba o se me quemaba la comida y ella me decía que era una inútil y yo me lo creía, aunque con el tiempo me di cuenta que no era tan así, pero igual un poco me la sigo creyendo y pienso que soy una inútil, y creo que por eso debe ser que todo me sale al revés y que digo que las cosas que me molestan no me molestan, y después me agarra esa cosa en el pechito, y la tía dice que siempre pide por mí, sobre todo cuando va a la iglesia, aunque yo sé que también pide por otros lados, pero a mí me gusta cuando le pide a la Virgencita, y eso que yo no creo mucho en esas cosas, pero en la Virgencita sí creo, por esa cara como triste que siempre tiene, como si le faltara algo, con esos ojos caídos, es mejor que otros santos, como el Gauchito, que a mí me da miedo porque te maldice si no cumplís con las promesas y mirá si una quiere cumplir con la promesa y no puede, entonces te maldice capaz sin merecerlo y eso no tiene arreglo. Pero les decía que a veces me siento una inútil porque me lo han dicho tantas veces que me lo creo, aunque yo sé que no lo soy y sé hacer muchas cosas, no solo de la casa, sino otras también, como cantar y a todos les gusta como canto, los domingos, cuando vienen los tíos y traen algunos instrumentos, y comienzan a cantar canciones de Los Palmeras o Los Wawanco, yo canto con ellos y a veces canto sola y me felicitan porque afino bien y me sé las letras y además, como dijo uno de los tíos, tengo sentimiento y entonces termino de cantar y tomo un vaso de vino y ya no me acuerdo de por qué me siento mal y a la vez bien, ni de si soy o no una inútil, ni del dolor en el pechito, ni tampoco de él, ni de su rostro, ni de su voz, y siento como una cosa agradable en el cuerpo y me parece que soy feliz, aunque sea por un rato. 

miércoles, 22 de marzo de 2017

La Oscura Risa de Todos Estos Meses



El verde se esparce, invasivo, casi hasta la raíz. Allí, como finos cables oscuros, el pelo se pierde en la piel blanca. Pero, para ver eso, la mano debe ayudar al ojo. A simple vista, a lo lejos o a lo cerca, con un golpe de iris o deteniendo la mirada, nomás se ve una abundante cabellera verde, inflada, viva, firme y volátil, como un copo de algodón de azúcar esmeralda. Cada uno de los habitantes, fulgurosos, de ese cabello, como filamentos pegados, conforman un primer signo distinguible de su fisionomía. Luego, como si fuera pintada por la misma mano, la piel blanca, mortecina, agrietada, descascarada como una pared húmeda. El color original es imposible de distinguir; en algún momento se creía que era un maquillaje, pero cada vez más sospechan que así es su verdadera piel. “La prueba más evidente, más clara, más concreta, más contundente, del fracaso absoluto de la escuela privada en la Argentina es el Presidente y todo su gabinete de ministros”. La remera violeta, brillante, que viste con cierto orgullo, que carga su cuerpo delgado y fibroso; los guantes, del mismo color, decoran unas manos huesudas, esqueléticas; el vaquero, llano, común, tal vez el único detalle que no se destaque. “El Presidente nunca sabe nada, nunca está enterado de nada, siempre está en Bavia o, mejor dicho, en Chapadmalal”. Sus labios rojos, partidos, secos, cansados de tanto estirarse, de tanto reír, de tanto sangrar. Las encías se expanden enormes, rosas como una bola de chicle de frutilla, descomunales, dolientes como cada día que pasa; entre la comisura de los dientes, pequeños hilos carmesí caen sobre el amarillo sarroso de cada pieza, que cuelgan como frutillas albinas. Abre la boca como un abismo. La lengua descansa dentro, late apenas. El sonido sale del fondo de la garganta, profundo, demencial. Es una risa. Es su risa. Una carcajada cínica, burlona, al borde de la humanidad. “Todas las decisiones que se toman apuntan, de una forma u otra, a destruir las cadenas solidarias dentro de la sociedad”. Sabe que eso no es gracioso. Es preocupante. Pero no puede evitar reírse. Alcanza a observar un fondo irónico en la cuestión. “En la Argentina, si robás una gallina, te linchan, pero si robás 18 millones de dólares, te hacen Presidente”. 

lunes, 20 de marzo de 2017

Apuntes sobre la destrucción de un Microcosmos.


El sol brilla, como si no quisiera. Sus hilos, amarillos y relucientes, invaden sus cabellos renegridos. Con los dedos, se tapa los ojos. Las manchas titilantes, huidizas, le devuelven rostros desfigurados, caras partidas. La gata observa hacia el techo. Mira y no hay nada. La gata sufre alucinaciones. Tal vez no vea, tal vez la gata escuche. Tal vez haya una voz perdida en el durlock. Una alimaña húmeda y resbaladiza le quema el bajo corazón; se retuerce, muerde, lastima, lacera. Busca un papel olvidado en su campera, pero no lo encuentra. A cambio, pequeños pedacitos de vida se le van cayendo de los bolsillos; aquel beso, aquel viaje, aquella noche, aquella tarde, aquella mañana, aquella alegría, aquella tristeza. Se le escurren como arena, se le mezclan, algunos se parten, otros se rajan, otros quedan cubiertos por el polvillo gris de la vereda. Los intenta juntar, como quien junta trocitos de vidrio del suelo, con delicadeza y lentitud, procurando no cortarse la yema de los dedos. Ella se para al borde del precipicio y observa el agua. Ve su vida como si fuera un río torrentoso. El cauce se desborda, las orillas desaparecen, la marea crece; la corriente impetuosa se lleva todo lo que no está aferrado, seguro, adherido a la tierra por el peso trágico de los años. Se divierte con la situación. En los oscuros remolinos de los días, se pierden personas, objetos, situaciones, por las que no vale la pena ni moverse. Una gracia de pájaro blanco se le dibuja en la boca. No sabe si son sus ojos los que ven. Observa los últimos rayos de sol que entran por la puerta, ahí donde el cielo se anaranja para volverse violeta. Hoy es un día tan triste como hermoso, se obliga a admitirlo. Esa cosa en el pecho continua llameante, como una piedra filosa, como una flor venenosa, como un pez ardiente que se revuelve sobre sus escamas; una sustancia viscosa, indefinible, que por momentos es una resignación calma, que por momentos es una desesperación profunda. El día suena peor que ayer. El viento golpea implacable; así imagina golpear toda la tarde. El sol observa, indiferente, ajeno al vendaval. El oleaje pasa mientras, como si las horas no existieran.

viernes, 17 de marzo de 2017

Una columna de humo azul te observa

Corre la cortina, apenas. Observa la silueta de las casas y de los edificios. Observa los trazos negros que forman los cables; algunos más gruesos que otros, dibujan formas geométricas sobre la neblina ocre que se desprende de los focos. Los árboles oscurecidos son mecidos por un suave viento. Ve un recorte del afuera, una pequeña viñeta a través del pliego de su cortina. Es el mismo paisaje de siempre, el mismo que se repite por todos los rincones de la ciudad. El mismo que sus ojos reconocen cansados, el mismo que tantas veces se ha descrito. Observa la luna con algo de hastío. Antes una electricidad le recorría los nervios al verla, como si fuera un ojo blanco que interrogaba, que obligaba a pensar, a moverse. Ahora, es algo más que recubre el cielo, un farol vacuo que cuelga de las estrellas. Sin embargo, corrió la cortina por un motivo concreto. Algo ocurre allí afuera. Algo acecha su tranquilidad. Un humo espeso se dibuja sobre los techos, terrazas y tejados de la viñeta. Es fácil concluir que hay un incendio en la refinería. En los últimos meses, sobre todo después de la Ordenanza, suele haber incendios en la refinería. La primera vez pudo generar algún murmullo, alguna preocupación; ahora, es parte habitual del paisaje. No, no es eso. Es otra cosa. Algo horrible. No puede salir a la vereda. Sale al patio y recorre la parcela verde. Utiliza la medianera para alcanzar el techo. Se trepa con algo de dificultad. La luz apenas llega allí arriba. El suelo por donde pisa es una laguna oscura y quebradiza. Intenta pisar donde están los remaches, aunque en la mayoría de los casos adivina. Ve el cuadro del incendio con mayor claridad. Es una columna azul que viborea, late, flamea, se mezcla con las nubes, borra la silueta refulgente de la luna. Entre el humo y los edificios, se alcanza a observar un resplandor anaranjado, que titila como si pariera cada voluta azul que surge de él. Se sienta sobre la carga y mira la tranquilidad que reina en el techo. Algunas piedras decoran las chapas vecinas. Se escucha un graznido bestial, a unas cuadras de distancia. Dos o tres gatos saltan, asustados, de un paredón a otro. Oye, también, el agua revuelta de la zona inundada; a pesar de la distancia, las palabras de la marea llegan hasta allí. No se sorprende. Es el mismo paisaje de todas las noches, la misma decoración acartonada. Cierra los ojos y ve una lluvia fulgurante roja, verde y azul. Se imagina viéndose. Se imagina en el tejado de la casa de alto, contigua a la suya. Se imagina allí, parada, silenciosa, besada por el frío, escupida por la lluvia, desnudada por el sol, lamida por el viento, adherida a la chapa, como si fuera una vela derritiéndose sobre la mesa. Se imagina viéndose. Se imagina que se ve sentada sobre la carga. Se imagina que se ve con los ojos cerrados. Se imagina que se ve como una antena satelital más, como una planta extraña que creció entre la membrana, como un animal salvaje y nocturno que reposa, como una mujer observada por la luna y el humo azul. Se imagina que se ve y se imagina que cierra los ojos al verse. Se imagina que aquella ve, ahora, la lluvia roja, verde y azul. Y que se imagina a ella viéndose a ella. Y se confunde y se asusta. Y abre los ojos. Y allí esta, imperturbable, la columna de humo azul. Observa a su izquierda. Allí esta ella observándose a ella. Intenta abrir los ojos, otra vez.

martes, 14 de marzo de 2017

Una rata muerta entre los geranios



                                                                                         Siempre sueño con lo mismo. Es un sueño angustiante, descorazonador. Una pesadilla recurrente. Siempre, en el sueño, es de noche. Las calles son amarillas y negras. Estoy en un barrio desconocido, nunca puedo distinguir en cual. Desconozco las veredas por las que camino, también las casas apagadas, silenciosas. Se, por algún motivo, para que dirección tengo que caminar, pero entiendo, también, que estoy muy lejos de mi destino. Camino y camino, pero nunca avanzo. A pesar de ser una hora alta de la noche, hay mucha gente caminando por la calle. La mayoría de esa gente también parece pérdida, desorientada, lejos de sus hogares. Varios me piden indicaciones, algún dato de cómo llegar, de para donde avanzar, aunque sea. Pero no puedo ayudarlos, estoy casi tan extraviado como ellos. Esto fue lo que se vivió el sábado a la madrugada, en Olavarría, después del recital. Fue como vivir, en carne y alma, una pesadilla.


Cuando empecé a escuchar a Los Redondos, ser ricotero significaba algo. Ahora, no sé. La figura del Indio se convirtió en un envase vacío, donde cada uno deposita sus fantasías, sus frustraciones, sus anhelos, todo. Y cada uno tiene una visión de ese ídolo, y cada visión es válida. No hace falta, ni siquiera, escuchar al Indio. Ya se perdió como referencia humana. Ahora, cuando las cosas salieron mal (y mal es que murieron dos), el mismo mecanismo se aplica al revés: el Indio se convierte en el responsable de todas las cosas terribles que sufrimos. No sólo de los muertos y de los heridos, también del frío, de las horas de espera, de haber quedado varados, de los empujones, de que no haya baños ni carteles indicadores, del colapso en la ruta, de los micros que se fueron y dejaron gente, de todo es responsable. Le reclamamos como a un padre que nos abandonó, como a un amor que no nos corresponde, como si Dios nos hubiera expulsado del Paraiso. Nosotros que damos todo, y vos, ¿qué nos das? Tal vez la pregunta a hacernos es ¿Cuándo el Indio nos pidió que dejáramos todo por él?


La explicación de lo que pasó, si uno escucha o ve los medios, recae en algunas palabritas. Ego, codicia, ambición, capricho. Escuchar esto, y no sólo escucharlo de Polino o símiles comentadores, sino de gente que estuvo en el recital, es la demostración que el sentido de ser de ricotero está en duda. En disputa, diría. Los que piden que el Indio salga a hablar, ¿saben, en primera instancia, por qué el Indio no da conferencias de prensa, ni notas, ni va a promocionar sus discos al programa de Mirtha Legrand?. Los que piden que haya policía, ¿saben, en primera instancia, por qué la policía no está ni cerca en los shows del Indio? Los que piden más fechas y, por qué no, que toque en el Mangueras Mussmano Rock Festival, ¿saben, en primera instancia, por qué tocan en lugares tan grandes y alejados? ¿cómo se llegó a esa solución? ¿escucharon, alguna vez, la frase “solos y de noche”? Y esto, que es lo que queda, es nomas parte de una liturgia, una serie de rituales automatizados que se hacen porque, pareciera, que siempre se hicieron, sin que pensemos por qué los estamos haciendo.


Los medios y las redes sociales se han convertido en un vertedero de opiniones variopinto, sí, pero cuyos plurales cañones apuntan a un solo lado. La figura del Indio es cuestionada desde todo punto de vista. Se lo acusa de ególatra, de haber organizado todo esto para sentirse poderoso y amado. Se lo acusa de codicioso, de haber organizado todo esto para seguir nadando en billetes de cien dólares. Es increíble la faena. Los recitales de Los Redondos, y luego del Indio, son multitudinarios y de recaudaciones fastuosas desde hace un par de décadas. Hacer esas acusaciones ahora suena raro. No veo a estos tipos tan preocupados por tragedias como las de Iron Mountain, donde doce bomberos murieron por un incendio intencional, generado para borrar evidencias de lavado de dinero de bancos extranjeros. Pero, bueno, tenemos que entender que lo que molesta es otra cosa. Aunque, también cabe aclarar, que músicos supuestamente progres también opinaron en este sentido. Bandas que no meten mil personas en una plaza ni tocando gratis, se sienten con autoridad para decir cómo deberían manejarse 300 mil. Es como si yo quisiera enseñarle a Messi a patear tiros libres.


El carozo de todo esto es, era, será, la libertad. Cuando era empecé a escuchar a Los Redondos, repito, significaba algo. Esta banda creció al fuego de ciertas ideas contraculturales, que plantean la necesidad de crear nuestros propios espacios de libertad, de creación, de expresión, alejados de las formas prefabricadas de la industria cultural, más asociada a la noción de espectáculo. Los Redondos cantaban, pero también daban lugar a toda clase de expresiones artísticas. Era eso y eso fue mutando, pero manteniendo el espíritu. La mística de la banda, la misa, consistía en la creación, el sostenimiento y el crecimiento de un espacio propio, compartido con el público, que fue multiplicándose con los años. Y la banda siempre dio pasos en ese sentido. Eligió producir sus discos y organizar sus recitales. Eligio estar por fuera de toda la menesunda, el caretaje y mentira del ambiente del rock. Eligió no ser parte del circo mediático. Y no fue marketing, como señalan algunos ahora. Era la idea. Era pensar que no era necesario transar con las discográficas, con los sponsors, con los medios, para ser parte. Hacer valer tus propias condiciones. Como dijera el Indio alguna vez, tocar en un lugar donde la marca que auspicia al festival no sea más importante que la música. Todo un ególatra. Pero la sensación que tuve el sábado fue que eso se perdió. Que nadie sabe bien por qué está ahí. Y que ese espacio de libertad que nos brinda, no lo usamos ni lo disfrutamos de la manera en que debiéramos. Es el mismo reviente, el mismo aguante, el mismo collar de anécdotas que te pueden narrar los miembros de una hinchada de futbol. Se ha convertido en parte de la misa a una especie de sacrificio y devoción exageradas, como si estuviéramos en una procesión a Lujan o al Gauchito Gil.


En la feria de artesanos de plaza Italia, había un tipo que vendía libros. Tenía un sistema bastante particular: los libros no tenían un precio fijo, vos elegías el que querías y pagabas lo que te parecía que valía. La idea era generar un sistema solidario en el que cualquiera pueda acceder al libro que quisiera, por más que no tuviera mucha plata. Obvio, no resultó, la gente se llevaba varios libros y pagaba con monedas. El pobre librero tuvo que modificar el sistema. En los recitales del Indio, se puede entrar gratis, dicen. Claro que la cuestión pasa por el mismo lado. No es sentirse un boludo por pagar. Si pagás, ayudás a que esa fiesta se matenga, subsista. Si no podes, porque no tenes un mango, porque hay miles de ricoteros que son desclasados, marginales, igual podés acceder. Me agarra una ulcera cuando escucho a pibes y pibas, conchetos de Barrio Norte, que van porque quieren vivir el pogo de JiJiJi (como los japoneses quieren conocer la cancha de Boca) y van porque, según afirman, es gratis. No es gratis, hay un sentido detrás de eso. Y ese sentido, en todo aspecto, es lo que se perdió, es la razón para que estas misas o se replanteen o mueran. Las únicas frases que se ven en remeras son la tautológica “Vivir sólo cuesta vida” o “Único héroe en este lio” o “Ladrón de mi cerebro” o “Siempre extrañándote”, la última en clara alusión al ansiado (e imposible) retorno de Los Redondos. La gente parece distraída y hasta indiferente cuando suenan los temas del Indio, pero se emociona ni bien aparece un mínimo acorde ricotero. El enorme bagaje ideológico, iconográfico, mitológico y contracultural fue reducido a una mera liturgia, un ritual donde hay que cumplir ciertos pasos, como comer la hostia y beber el vino y listo, cada uno a su casa, salvado del Infierno. Una ceremonia vacía donde parece sobrevivir un vestigio de algo que, alguna vez, supo ser importante.


Entre todas las cosas que se dicen, la crítica más feroz es que el Indio tiene plata y anda en avión privado. Hay que ser bastante cínico para decir, es un argumento tan ridículo que hasta da pereza desmontar. Mejor sería señalar la absoluta ausencia del Estado después del evento y cuando digo Estado no quiero decir, como sobreentienden algunos, policía. Digo ambulancias, digo Defensa Civil, digo carteles indicadores. Después del recital, Olavarría fue tierra liberada. Sin embargo, y esto hay que decirlo, no hubo grandes problemas ni disturbios ni nada. A los que pudimos ayudamos y los que pudieron nos ayudaron. El clima fue tranquilo, con preocupación sí, pero sin desmanes ni desbordes. Tal vez no todo este perdido, entonces. Tal vez esta proscripción que vamos a sufrir sirva para algo. Tal vez deberíamos volver a escuchar y pensar un poco que nos dio el Indio. La libertad, la conciencia, el pararte frente a los pisotones. En Olavarría, reivindicó a las Abuelas y a Milagro Sala. Eso debería decirnos algo. Ahora que Dios, parece dejarnos, parece definitivamente elevarse al cielo de la incertidumbre, tal vez deberíamos revisar su legado. Y hacer un Dios nuevo, mejor hecho y bajo nuestro pulgar. El límite es el Cielo.

(me reservo para otra ocasión, tal vez con las ideas más claras, los escabrosos detalles de esos agitados días en Olavarría)


                                                                     

miércoles, 8 de marzo de 2017

El gato de yeso

Lo único que heredó del tío abuelo de su madre fue un álbum de estampillas, un gato de yeso y trescientas fotografías en blanco y negro, atadas todas con un prolijo cordel amarillo. Siendo ella la última sobreviviente de esa rama familiar, cargó con las tres nuevas pertenencias hasta su casa, mientras la invadía la responsabilidad de hacer perdurar el legado familiar y la apatía de acumular cosas que, en realidad, veía como innecesarias.
El álbum de estampillas, a pesar de su conjeturable valor, fue un desencanto. Era un álbum en blanco, con apenas tres estampillas uruguayas con la cara de Artigas, una de la Hungría soviética y otra de un ya inexistente país africano. Las hojas, para colmo, estaban pegoteadas por la humedad de los años y se partían con facilidad al intentar darlas vuelta.
El gato de yeso, vestido con una estridente pintura verde, encontró su sitio en la mesita de luz, junto a la cama. La horrida estatua dormía, noche tras noche, sentada y con los ojos abiertos, como si vigilara todos sus movimientos. A veces, cuando ella estaba distraída leyendo u hojeando el celular, le parecía que el gato movía sus ojos amarillos y estrábicos. Algunas noches, en las que ella volvía en un horario desacostumbrado, le parecía oír un débil maullido detrás de la puerta, que le reclamaba por su prolongada ausencia.

Las trescientas fotos estimulaban un poco su imaginación. Todas lucían un elegante blanco y negro, que aumentaba sobre ellas su tono misterioso. Apenas podía reconocer a un puñado de las decenas y decenas de rostros que se esparcían por las fotos. Observando, pudo asociar algunos rostros que se repetían, situaciones evidentes y relaciones filiales, pero nunca pudo escarbar más allá. Los rostros le generaban, eso sí, todos alguna reacción; había algunos que le producían risa, otros ternura, otros asco, otros tristeza, otros incertidumbre, otros alegría, otros satisfacción, otros nostalgia, otros indiferencia. Había uno en particular, que pertenecía a una joven bastante anodina, que le recordaba a la salsa blanca. Cada vez que la veía, y era una de las caras que más se repetía, le daban ganas de comer salsa blanca. Nunca pudo precisar cuál era el motivo de esa conexión; tal vez los dientes blanquecinos, tal vez la mirada vidriosa, tal vez la piel lechosa, que en las fotos parecía un mármol líquido. Sin importar la hora del día, con sólo ver una imagen de la joven, el antojo se le despertaba. Sin perder tiempo, se dirigía a la cocina y preparaba una porción desmesurada de salsa blanca. A veces, la acompañaba con fideos, en otras con ravioles y las menos de las veces con sorrentinos. Hubo ocasiones en las que, desesperada por la salsa, simplemente la comía con un pedazo de pan blanco.