Hoy,
o ayer mejor dicho, no sé si tuve un buen día o un día de mierda. Me pasó algo
muy curioso, pero para que se entienda tengo que retroceder un poco atrás en el
tiempo. Como por casualidad, o, mejor dicho, por casualidad, conocí a una chica
unos años más joven que yo y pegamos algo de onda. Ella se llamaba Fabiana y no
le gustaba que le dijeran Fabi, cosa que nunca entendí, porque sería como si a
mí me reventara que me digan Ale, cuando en realidad, por una cuestión de
economía del lenguaje, los nombres tienden a acortarse (excepto en nombres como
Ana, que algunas son llamadas Anita, o Clara a Clarita y así), de todas formas,
esto no es lo importante. La cosa es que solíamos caminar bajo el sol del
verano y contarnos nuestras vidas; ella me contó de su novio, de sus aspiraciones
de ser abogada, tal vez por mandato familiar, y cosas por el estilo, mientras
que yo le contaba de las boludeces que escribo, de mi novela y del
protagonista, Manuel, y otras vainas. Lo cierto es que ella un poco me gustaba
y un poco me calentaba, aunque no sé por qué, dado que era una flaca pálida y
sin mucha onda ni cuerpo, muy histérica, de humor cambiante, diría de cierta
inestabilidad emocional, por caso, de romper a llorar y salir corriendo. Yo en
esos casos la seguía, un poco para consolarla, un poco por curiosidad mórbida y
otro poco por las ganas de coger, que no son sonsas. Algunos amigos me hubieran
recomendado que me aleje de ella, pero cuando a uno se le mete algo en la
cabeza. Lo cierto es que, de forma forzada y poco convincente, entre llantos de
ella y chistes malos míos, nos fuimos conociendo. Ella me decía que le hubiera
gustado ser actriz, pero que tenía pocas tetas, aunque se observaba, sin
demasiado esfuerzo, que no era así, que, por el contrario, tenía unas lindas
tetas. Yo le contaba de programas malos que veía cuando era chico y ella se
sonreía, entre tierna y asqueada. Nos contamos, también, nuestros fracasos
amorosos y era como si nos conociéramos de toda la vida, lo cual era raro,
porque nos habíamos cruzado, como por casualidad, un rato antes. Pero rato no
es un tiempo específico, ese rato pudieron ser horas o pudieron ser meses,
meses en los que mi mente recortó solo esas horas, las horas que importaban,
las horas en las que estaba con ella. Bien, nada de esto tenía demasiado valor
en ese momento, casi que era indistinguible, por no decir que era
indistinguible, evitando la tibieza del “casi”. No importa, nosotros seguíamos contando
nuestros sueños, el mío de ser un escritor laureado, el de ella de ser la mejor
imitadora de Marilyn Monroe, lo cual me pareció peculiar, pero no la juzgué. Soportando
sus insultos, sus ninguneos, sus miradas frías y distantes, pero también su
ternura y su sencillez, su forma de hacerme creer que era la mejor manzana,
logré convencerla de ir a la cama, diciéndole que hacer el amor es como un
orgasmo del alma, o alguna berreteada por el estilo, a la cual ella respondió
con una mirada embelesada, que denotaba su escaso gusto poético o la calentura
extrema que ella también tenía. De todas formas, antes de hacerle un orgasmo al
alma, ella me confesó que tenía SIDA y que su novio era un putaniero que murió
de eso, lo cual a mí me importó una mierda, use forro y chau, pero bueno fue un
momento emotivo o algo así. Después de eso, le saqué algunas fotos y nos
despedimos. Le perdí el rastro durante un tiempo, hasta ayer, cuando al correo
llegó alguien preguntando por Manuel. Era una señora de unos cincuenta años,
que afirmaba que este tal Manuel era el último que había estado con su hija
Fabiana. Antes de que la echen a patadas, salí y pregunté si tenía una foto de
la hija. Me mostró una foto Kodak fechada en 1995 y, sí, era ella, la misma
Fabiana. La invité a salir un momento y le conté la confusión. Posiblemente,
como el personaje de mi novela se llama Manuel, hubo alguna clase de
malentendido. Le dije que yo era Alejandro y que, sí, había tenido algo con su
hija, mientras le guiñaba el ojo.
-Así
que sos vos- me dijo, con los ojos bordeados por las lágrimas.
-Sí,
soy yo- respondí.
-Ella
me dijo que quería tener otra oportunidad, otra oportunidad para tener un buen
día.
-Sí,
entiendo- aunque no entendía, así que busqué las fotos de Fabiana en el celular
y se las mostré -estas son las que le saqué después de, bueno, usted me
entiende.
La
mujer miró las fotos emocionada.
-Mi
hija era una cabeza dura.
-Sí,
es rara, ¿usted sabe que a veces le da por llorar y salir corriendo…
-Ella
siempre quiso tener un buen día- hizo una pausa dramática que a mí me incomodó-
siempre decía que sólo había tenido días de mierda.
-Sí,
igual no fue gran cosa lo que pasamos, onda caminamos y charlamos, fue bastante
monótono.
-Ella
iba a volver a tener un buen día.
-¿A
dónde iba a volver?
La
mujer sonrió con ternura. Me extendió otra foto, en la que yo estaba con
Fabiana, en un portarretrato
-Fabiana
murió de SIDA en el 95, estas son las únicas fotos que tengo de ella.
-¿Qué?
-Ella
sufrió mucho y quería tener un buen día.
-Pero
yo la vi hace un par de semanas. No entiendo…
-¿Qué
es lo que no entiende?
-Muchas
cosas, primero, ¿cómo pude coger con una mujer que murió hace 22 años?
-Ella
lo quería mucho a usted, me dijo que era un amigo, que era como si lo conociera
de toda la vida. Usted le devolvió la sonrisa.
-Mire,
recapitulemos un poco. Ella murió, pero antes de morir, viajó hacia el futuro, de
alguna forma, pasó un rato conmigo, se llevó una foto, volvió a su lecho de
muerte, le contó de mí y murió triste, y ahora usted ve su sonrisa. ¿Cómo se
explica eso?
-Ella
me dijo que el tiempo era todo el tiempo.
-Esa
mierda taoísta no explica un carajo lo que carajo pasó.
-Ella
no quería morir en un día mierda, esas fueron sus palabras.
-Eso
es lo de menos, estamos hablando de poder viajar a voluntad a través del tiempo
y del espacio.
-Ella
sólo quería tener un buen día.
Luego
me acarició la cara y se retiró emocionada. Yo me quedé ahí, mirando el cielo
soleado, sin poder entender cómo, ese día rancio y emocionalmente devastador
que habíamos vivido, podía ser un buen día. Que días de mierda debió haber
tenido esa chica, me dije y me reí.
Lo
primero que recuerdo es un gato de yeso apoyado sobre la mesa. La casa es muy
fría y el gato indiferente. Ingresa una tenue luz por la ventana, filtrada por
una cortina violeta. Apenas se puede respirar por el olor a carbón; o al menos
eso me dice ella, porque yo no lo siento.
Cuando
encontraron ese material, la emoción de todos fue indescriptible. Cambiaría
nuestras vidas, la vida de todo el planeta, afirmaban. Lo descubrieron
exploradores en alguna región pérdida de África, en algún país que cambió de
nombre a los pocos meses. Según cuenta la historia, repetida hasta el hartazgo,
cuando se encontraron con ese material blanco, maleable, suave, irrompible,
terso, liviano, resistente, ignifugo, creyeron estar sufriendo una especie de
sueño colectivo. Era demasiado bueno para ser real. Cargaron unas muestras y
los científicos comprobaron la veracidad del hallazgo. Incluso fueron más allá:
se atrevieron a decir que las formas industriales como las conocíamos se habían
terminado. Hubo una gran disputa para hacerse con la explotación de la mina
africana; las grandes empresas comprendieron, con la rapidez habitual, que
ostentar el monopolio del material era ostentar el futuro. La voracidad no era
para menos. No había objeto que no pudiera fabricarse con él; desde juguetes
para los niños hasta maquinaria pesada para la industria, pasando por autos,
electrodomésticos o muebles para el hogar. Era, además, fácil de manufacturar.
El gran sueño de todo empresario. Las corporaciones multinacionales se
arrancaban los ojos y hasta había amenazas de guerra o de intervenciones
militares. Pero la disputa duró poco. Comenzaron a descubrirse yacimientos por
todo el planeta. En cada país del mundo, fueron encontrando enormes cantidades
del material milagroso. En cada bosque, en cada selva, en cada montaña, pero
también en cada pueblo, en cada barrio, en cada ciudad. Surgía de la tierra,
como si fuera agua. Había para todos. Los ánimos se calmaron, no existía la
necesidad de seguir peleando. La fuente parecía inagotable. Tanto se abarataban
los costos, tan fácil de trasladar era, tan seguro era, tan bello era, que cada
objeto del mundo comenzó a fabricarse con él. Casas enteras, con todo incluido,
estaban compuestas por el material. Invadió la vida del planeta como casi
ninguna otra cosa antes.
Suena
el teléfono. Una y otra vez; me pregunto quién será a esta hora. Atiendo y
sigue sonando. Es al lado. Las paredes son demasiado finas en estos
departamentos.
El
parásito se instaló entre nosotros. Dentro nuestro. Los afectados por la
pandemia son imposibles de contar. Y se siguen multiplicando. Aun aquellos que
se creían a salvo, que se daban el lujo de pensarse por fuera. Nadie parece
inmune, más bien lo contrario. Todos están en cuarentena. Los síntomas son
diversos. A muchos les da por dormir. Donde quiera que uno vaya, se encuentra
gente durmiendo; en los colectivos, en los trenes, en los negocios, en la
calle. Simplemente se recuestan y duermen. Nadie sabe con exactitud que sueñan,
dado que la mayoría no despierta. Algunos afirman que el mundo onírico de estas
personas sería extraordinariamente realista, sólo que barnizado por un raro
tono de esperanza y expectativa. Otros afectados por el parásito son asaltados
por ominosos ataques de risa; caminando por las calles, se pueden escuchar
carcajadas demenciales, que lanzan personas que parecen estar al borde de la
insania. Esa alegría enajenada asusta a más de un transeúnte; además, por la
extraña acústica de la ciudad, muchos no pueden distinguir de donde provienen
las risas. A veces, las voces provenientes de la izquierda, en realidad,
provienen de la derecha y viceversa. Pero el síntoma más curioso de todos es
una singular desconexión entre el tiempo y el espacio que sufren los enfermos;
muchos de ellos hablan de épocas que jamás han existido, de un pasado oscuro y
hórrido, aunque sin detenerse en detalles que los comprometan demasiado. Las
autoridades sanitarias están azoradas con estos sucesos y ni siquiera pueden
precisar el origen o la biología del gusano. Se limitan a decir que hay que
esperar, que el futuro será más venturoso, que, con la fuerza y el trabajo de
todos, la cosa se solucionará. Pero lo que se avecina en el horizonte parece
ser más oscuro, aún, que lo que está pasando.
La
casa está en el medio del bosque. Se impone señorial entre los árboles secos,
entre la neblina que baila sobre la hierba escarchada; hay un silencio quebrado
por los pájaros, una calma partida por las alimañas. La casa es extraña. Es complejo
precisar dónde terminan algunas habitaciones y dónde comienzan otras. De hecho,
es imposible precisar en cuál habitación se está o sospechar siquiera el plano
del lugar. Cuando se cree estar en el dormitorio, en realidad se está en el
jardín; en otros momentos, se piensa que no se ha traspasado la verja,
encontrándose uno en el desván.
El
primer comunicado es escueto. Se recomienda la cuarentena. El Presidente, los
ministros, algunos gobernadores, lo anuncian con una expresión adusta. Por
ahora, la única solución es no expandir la enfermedad. Aquellos que no estén
infectados, deben presentarse en el Ministerio de Salud para que se les
extienda un certificado. Con eso, podrán circular libremente, es decir, ir a su
trabajo o de compras. Otros movimientos están estrictamente prohibidos. La
información, las relaciones sociales, la vida, debe reducirse a la pantalla de
la Tv, de la PC, del celular.
Cuando
todo comenzó, la gente tenía paciencia y aceptaba las explicaciones oficiales.
Había que esperar, se decía en bares y micros, se está haciendo lo posible. Sin
embargo, los días y meses pasaban sin que se vislumbrase una mejoría; por el contrario,
la plaga se expandía sin freno. La gente, entonces, empezó a tener bronca y a
reclamar soluciones drásticas. Pedían la renuncia de algunos ministros,
creyendo que eso cambiaría el rumbo de la epidemia. Pero los ministros se
suceden y se suceden, al igual que las estrategias sanitarias. Y el parasito
afecta a cada vez más gente.
La
casa nos muestra las habitaciones de a poco; abre algunas puertas, deja ver escalones
ocultos. Pero no hay algo significativo en ellos, no más que algunos pequeños detalles
que nos llevan a intuir la riqueza escondida.
Desde
hacía unos meses, Ana vivía en una habitación constituida íntegramente por el
material milagroso. La cama y el colchón, la mesita de luz y la lampara, la
biblioteca y los libros, el suelo y las ventanas, estaban hechos con el mágico
producto. A ella no le gustaba la idea, aunque se había resignado. Algo en esa
cosa le molestaba, algo no terminaba de cerrarle. Desde hacía unos meses, Ana
sentía en ella un cambio, un cambio profundo pero imperceptible, y, de alguna
forma, el material estaba involucrado. Siempre le decíamos que era cosa de
ella, que se estaba persiguiendo, que deje lo que estuviera tomando. Estamos
acostumbrados a sus delirios persecutorios.
Los
lugares a los que tenemos acceso son los que necesitamos. Cocina, baño, pieza.
No pedimos más que eso. No hay electricidad, ni gas natural, ni siquiera una
garrafa. Por suerte, tenemos velas y un hacha. Al frío, lo combatiremos con
leña. Recorro el bosque cercano en busca de troncos y ramas. La mayoría están
húmedos. La niebla es constante, apenas deja ver y respirar. Vuelvo y ella
parece feliz. Sonríe y dice que se siente mejor. Esto es por ahora, pienso, no
podemos durar mucho así. Pero no se lo digo. Que crea que este instante va a
durar para siempre.
Se
escucha la sirena de la ambulancia todos los días. Una vez al día, al menos. En
ocasiones, se escucha cuando amanece y, luego, cuando atardece. Pero la mayoría
de las veces se escucha a la noche, en la noche profunda, cuando nomás los
gatos pasean por el barrio. Esas veces, se escucha una sirena que parte el
silencio, que aturde, que invade la pieza. Con ella, abrimos los ojos y nos
quedamos despiertos durante un rato. A veces, me levanto a tomar un vaso de
agua. En esas ocasiones, escucho a Ana trabajar en su pieza; se escucha el
ruido monótono de la máquina y la voz de ella, muy baja, susurrando sola. Me
causa gracia escuchar su vocecita, como si se estuviera contando un secreto.
Imagino que tanto encierro, tanta soledad, tanto asilamiento, quiebran, un
poco, nuestra cordura. La sirena, en tanto, vuelve a sonar, a lo lejos. En esas
noches, me vuelvo a acostar y me duermo. Al otro día, en general, el noticiero
informa incidentes en tal o cual lugar, desalojos, cuarentenas, la tristeza a
la que nos acostumbramos. La epidemia, según cuentan todos los días, se sigue
extendiendo y los científicos que la estudian no tienen modo de encontrar una
cura, una solución, una respuesta de alguna clase. El primer caso que se
conoció fue por casualidad. La noticia apareció como una nota de color en algún
programa de la tarde. Un hombre, de mediana edad, estaba convencido de vivir
dos años en el pasado. Su mente había viajado dos años al pasado y allí había
quedado estancada. Tardaron en darse cuenta que era una enfermedad contagiosa.
En realidad, nunca hallaron evidencia física. Simplemente, empezaron a florecer
los infectados. Hoy es el tercer día del invierno y estoy asustado. Afuera, el
cielo gris y la nieve habitual se están oscureciendo. Parece que nieva hollín.
Ella se despierta con un dolor en el cuello. Se miró en el espejo y se asustó.
Una mancha roja le invade la mitad derecha. Sentada
en el suelo, me parece que está por llorar. Me implora que vaya a buscar
medicamentos. Es arriesgado. Ana sigue encerrada en la pieza, hablando
sola.
Del
techo del baño, cae una gota oscura, ámbar, sobre su mano derecha. Levanta la
vista y ve la madera hinchada y podrida, que supura una sustancia viscosa. Otra
gota cae sobre sus dedos; la baba parece latir. Apenas comienza el segundo mes
del invierno.
La
televisión es la única ventana que tenemos al afuera. Desde allí, nos enteramos
de cada nueva medida sanitaria. También de las especulaciones alrededor de los
origines de esta plaga. Se difunde un pequeño protocolo, incluso, para realizar
a aquellos que pudieran estar infectados. Es una serie sencilla de preguntas
que el interrogado debiera responder con facilidad. La primera es ¿quién es el
Presidente? Además, desde la televisión, cada día nos piden confianza y fe en
nuestras autoridades, nos exigen paciencia y compromiso para superar este
difícil momento, nos conminan a esperar, con optimismo, el futuro, donde todos
estos sufrimientos serán aplacados y seremos felices.
Ana
vive con nosotros desde hace unos meses. No recuerdo bajo qué circunstancias se
instaló; creo que era amiga de Luz o algo así. No tenía donde y le ofrecimos
quedarse. Es una chica tranquila y silenciosa; casi nunca sale de su pieza,
salvo necesarias excepciones. Me costó convencerla de que vaya al Ministerio
para buscar el certificado; siempre quiere darle una vuelta más a lo que ocurre.
Para ella, lo superficial, lo evidente, la primera mirada, siempre es mentira.
Está convencida que el parasito es una farsa pergeñada por las autoridades para
controlarnos. Ni cuando sale a la calle y ve a la gente durmiendo en el piso, se
cree el cuento del parasito. Para mí, hay otra cosa, dice.
Es
la etapa más dura del invierno. Hace varios días que es de noche. Me asomo por
la ventana y sopla un viento blanco. Detrás del recorte oscuro de las casas, se
vislumbra un resplandor anaranjado. En la tele, dicen que es un problema
mecánico en la refinería, que no hay que preocuparse. No dan ganas de salir, de
todas maneras.
Esa
tarde, fui en busca de medicamentos. Ella se sentía cada vez peor. La farmacia
era un supermercado. Me interné entre las góndolas y recolecté, como si fueran
frutos de un árbol artificial, los remedios que necesitaba. Me vi obligado a
mostrar mi pase y a pagar con la tarjeta. El dinero en metálico había sido
prohibido. Se lo creía una posible fuente de contagio. Esa tarde, me llamaron
del Ministerio y me preguntaron por qué había salido. No dejaron que termine mi
explicación. Me advirtieron que no lo volviera a hacer. La próxima sería
penalizado.
Ana
vuelve a tener la misma sensación todas las noches. Todo a su alrededor parece
moverse, mientras ella permanece en el mismo sitio. Aunque, pocas veces, le
parece que es ella quien se mueve, mientras todo a su alrededor permanece
quieto, estático, imperturbable. Observa la habitación y recuerda que todo está
fabricado con ese material insidioso, perverso, maléfico. Lo odia, no puede
evitarlo. Se sienta y comienza a trabajar con la máquina. Una voz suena en su
cabeza, aunque ella no la escucha. Es un susurro suave que le dice: “Hay que
ser optimistas”.
De
todas maneras, por medios alternativos, nos enteramos todos los días de
protestas y reclamos. La cantidad de afectados, algunos de forma muy grave, es
incontrolable y la queja principal es que las autoridades no parecen dispuestas
a hacerse cargo de ellos. La respuesta de los gobernantes es que, al no haber
una cura, no hay motivo para regalar medicamentos que serían inocuos. Pero, al
parecer, la única política que instrumentan es difundir bonitas publicidades
por la televisión. Fuera de eso, no hay más presupuesto para una atención
especializada, ni horas extras para los médicos y enfermeros, ni contención
profesional para los damnificados, ni búsqueda de alguna clase de solución. La
única respuesta a todo es Quédense en
sus casas y esperen.
Suena
un teléfono en alguna de las habitaciones. Lo busco, pero no lo encuentro.
Sospecho que está detrás de una puerta de madera, cerrada con llave. Es un
instinto querer atenderlo. Hace tiempo que estamos aquí, pero nadie lo sabe. Excepto
por las estatuas de yeso que pueblan la casa. Al gato, hay que sumarle un sapo
vestido con frac, un gallo y dos cerdos amarillos. Sus expresiones son extrañas,
como si se burlaran de nosotros, como si fueran dueñas de un secreto vital. Me
llama la atención que sean de yeso, dado que ya casi nada se fabrica con ese
material. Ella me mira extrañada, como si hubiera dicho un delirio. Noto que su
cuello esta terso, blanco, sin rastros de los lunares rojos. Luego, recuerdo
que ella nunca tuvo un lunar rojo en el cuello.
La
mancha roja en su cuello crece. Ella se ve angustiada por eso. A veces, usa una
pañoleta para taparse, pero no por mucho tiempo. La tela le causa un ardor
insoportable y termina revoleándola, como si fuera un trapo sucio. En otras
ocasiones, se sienta en el suelo y llora, en silencio, sin taparse los ojos.
Cuando hace eso, no puedo evitar angustiarme. Intento charlar con ella,
distraerla. Pero no responde o lo hace desganadamente. Su mirada parece
extraviada. Ella llora, en silencio, pérdida en su cabeza y yo me pregunto en
qué estará pensando.
Comemos
lo justo y necesario. Vivimos a agua, fideo, polenta y arroz. Vivimos sin
pensar que haremos el mes próximo. El futuro es oscuro. No puedo dejar de
sentir que vamos hacia el abismo. A ella parece no importarle. La felicidad que
nos rodea parece consistir en no preocuparse por el futuro. No puedo hacerlo.
No tenemos nada y tendremos menos. Intento distraerme, miro por la ventana.
Después de las ocho, cae el hollín, el mismo hollín. Le pregunto por Ana, por
cómo estará, por si habrá logrado salvarse. Ella entrecierra sus ojos negros.
Me asegura que no conoce a ninguna Ana.
Ana
deja la máquina a un lado. Como cada tarde, la habitación comienza a brillar.
Los objetos se vuelven blancos, vomitan un destello que le quema los ojos. La
luz late, se mueve, se transforma. Y esa voz oscura, que habla de afuera, pero
ella la siente adentro, comienza a invadirla. Siente que no está allí, que es
otra persona. Todo a su alrededor desaparece. Su mente percibe otro lugar, pero
su cuerpo sigue en la pieza. O, tal vez, sea al revés. No puede confiar en lo
que ve, ni en lo que toca, ni en quienes tiene enfrente. O, tal vez, deba
hacerlo más que nunca. Más que nunca deberá creer en aquellos que la rodean. La
voz insiste, sus palabras son vacías, como todas las palabras. Ella se retuerce,
grita, o al menos lo intenta. La luz deja de latir y se apaga. Ana cae y siente
el frío del piso. Trata de levantarse y no puede. Un hombre entra asustado a la
habitación. Ella lo observa, con temor. No sabe quién es, ni por qué está tan
preocupado. ¿El Presidente?, piensa ella. Si el Rey goza de pleno derecho y legitimidad,
responde. El hombre se queda en silencio. Luego, desaparece.
Su
aspecto ha desmejorado notoriamente. Su rostro está poblado por puntos rojos y
lacerantes. En su cuello y en su hombro, le salieron dos lunares enormes y
oscuros, que se hinchan cada vez que respira, convirtiéndose en un par de
frambuesas luminosas. La piel le duele y algunas noches no puede dormir. A mí
me impresiona tanto esa luz palpitante alrededor de su cuello, que solemos
pasar las noches en vela.
Aquella
tarde, cuando escuché el grito de Ana, entré a la pieza sin dudar. Ella me
siguió, con el mismo terror. El alarido fue horroroso. Forzamos la puerta,
cerrada con llave. Ana estaba tirada en el suelo, con los ojos blancos, presa
de una convulsión. Evité que se tragara la lengua y la sostuve entre mis
brazos. La cargué hasta la cama y esperé a que se recuperara. Ella le trajo un
poco de agua. Noté que había algo extraño en la pieza. Todo parecía igual que
siempre, pero no. Algo había cambiado. Tomé entre mis manos una taza, que
contenía algo de café. Estaba fabricada con el material milagroso. La sentí
latir, apenas, entre mis dedos, vi como se iluminaba, apenas. La busqué a ella
con la mirada. ¿Y sí no es un insecto, o una bacteria o un parasito, el
culpable de todo esto? ¿Qué sabemos, acaso, sobre la verdadera naturaleza de
este material? Ana despertó sobresaltada. Me acerqué a ella y le pregunté quién
era el Presidente. Largó una carcajada y no respondió. Durante unos segundos,
hubo silencio… Lo primero que recuerdo es un gato de yeso apoyado sobre la
mesa. La casa es muy fría y el gato indiferente…
Capaz
que no andaba tanto por la calle, o andaba medio desconectado, como en mi mundo,
y no prestaba tanta atención. O capaz me creía que esas cosas las tenía
superada y me hacía como si no me importara, como si fuera natural. Y entonces,
cuando el tipo de pelo largo con la moto rebalsada por los tres pibes, me pega
un grito y me pregunta por el documento del nene, uno no sabe a lo que se va a
exponer. No lo sabe. Y no sabe, no tiene como saber, que ese es el primer
punto, la primera estación hacia todo aquello que no vemos o, peor, que no
importa. El tipo tiene un ojo de vidrio, eso ya dice mucho. Cuando doy vuelta a
la esquina, los pibes me esperan en la puerta. El tipo me había preguntado si
conocía la casa. Sí, por supuesto. Es la casa que siempre tiene las puertas
abiertas. La puerta del fondo y la de adelante. Siempre abiertas. Los pibes están
ahí, enloquecidos. El tipo me explica, entonces, que necesita el documento para
fichar al mayor. Que el otro ya está fichado, pero que el mayor, no. Juega amistosos,
todo, me dice, pero no puede jugar el torneo, todavía. Encima es viernes, así
que mañana juega. Me repite lo mismo tres veces; que necesita el documento para
fichar al mayor, que el otro ya está fichado, pero el mayor, no, que juega amistosos,
todo, pero no puede jugar el torneo, todavía, que encima es viernes, así que
mañana juega. Y así, otra vez. En menos de dos minutos. Por lo menos, pienso,
el pibe está feliz y uno hace alguna cosa buena, ni más que sea sin querer. Y entonces
seguís y te encontrás lo peor. Allá al fondo, donde casi no hay nada, bajo el
cielo nublado, un tipo que viene caminando, arrastrando un carro, rodeado de
pibitos. Es él, él es Ángel, me dice la señora a la que había preguntado el
paradero. En los nudillos de los dedos tiene el nombre tatuado. Los pibes están
sucios y hablan, gritan, se pelean entre ellos, discuten. Me preguntan si ando
por Gorina, me dicen que me vieron por Gonnet, me cuentan que ellos andan por
todos lados. Uno dice que anda más lejos que todos, pero nadie le cree. La nena
más chica juega con un triciclo gastado. No tiene más de dos años, morocha, con
unos rulos sucios que le caen sobre la frente. Se van todos y se queda ella. Me
mira. Le pregunto cómo está y no responde. Sólo mira. Tiene la nariz empapada
de moco y los cachetes sucios. Tiene el ojo derecho levemente desviado. No puedo
evitar pensar que esa nena tiene que ir al médico. ¿Médico?, dirá el padre, si
estoy revolviendo la basura para comer. Me voy con una congoja en el pecho. Yo soy
responsable por esta nena. A la vuelta, otro documento. Otra nena, un poco más
grande, sale con los ojos en lágrimas, la cara hinchada y, sobre ella, se
sostiene un hielo envuelto con un trapo. Ruego que sea una muela inflamada.
¿Qué es lo que nos está pasando?, me pregunto. Estos pibes son el gasto, la
fiesta, el enemigo de la Nación. Estas pibas están sufriendo, se están muriendo,
los están matando, los están condenando. Estas pibas, estos pibes, se están volviendo
invisibles. Me voy en la bici pensando Somos responsables ante estas pibas,
ante estos pibes. No puedo dejar de pensar en esa nariz moqueada, ese ojo estrábico,
esas mejillas sucias, mientras las nubes se empeñan en ocultar el sol.
Cuando
encontraron ese material, la emoción de todos fue indescriptible. Cambiarían nuestras
vidas, las vidas de todo el planeta, afirmaban. Lo descubrieron exploradores en
alguna región pérdida de África, en algún país que cambió de nombre a los pocos
meses. Según cuenta la historia, repetida hasta el hartazgo, cuando se
encontraron con ese material blanco, maleable, suave, irrompible, terso,
liviano, resistente, ignifugo, creyeron estar sufriendo una especie de sueño
colectivo. Era demasiado bueno para ser real. Cargaron unas muestras y los científicos
comprobaron la veracidad del hallazgo. Incluso fueron más allá: se atrevieron a
decir que las formas industriales como las conocíamos se habían terminado. Hubo
una gran disputa para hacerse con la explotación de la mina africana; las
grandes empresas comprendieron, con la rapidez habitual, que ostentar el
monopolio del material era ostentar el futuro. La voracidad no era para menos. No
había objeto que no pudiera fabricarse con él; desde juguetes para los niños
hasta maquinaria pesada para la industria, pasando por autos, electrodomésticos
o muebles para el hogar. Era, además, fácil de manufacturar. El gran sueño de
todo empresario. Las corporaciones multinacionales se arrancaban los ojos y
hasta había amenazas de guerra o de intervenciones militares. Pero la disputa
duró poco. Comenzaron a descubrirse yacimientos por todo el planeta. En cada
país del mundo, fueron encontrando enormes cantidades del material milagroso. En
cada bosque, en cada selva, en cada montaña, pero también en cada pueblo, en cada
barrio, en cada ciudad. Surgía de la tierra, como si fuera agua. Había para
todos. Los ánimos se calmaron, no existía la necesidad de seguir peleando. La fuente
parecía inagotable. Tanto se abarataban los costos, tan fácil de trasladar era,
tan seguro era, tan bello era, que todo objeto comenzó a fabricarse con él. Casas
enteras, con todo incluido, estaban compuestas por el material. Invadió la vida
del planeta como casi ninguna otra cosa antes.
Desde
hacía unos meses, Ana vivía en una habitación con esas características. La cama
y el colchón, la mesita de luz y la lampara, la biblioteca y los libros, el
suelo y las ventanas, estaban hechos con ese material. A ella no le gustaba la
idea, aunque se había resignado. Algo en esa cosa le molestaba, algo no
terminaba de cerrarle. Desde hacía unos meses, Ana sentía en ella un cambio, un
cambio profundo pero imperceptible, y, de alguna forma, el material estaba
involucrado. Siempre le decíamos que era cosa de ella, que se estaba
persiguiendo, que deje lo que estuviera tomando. Tardaríamos bastante en darnos
cuenta que tenía razón. Aunque ya en esa época, algunas investigaciones daban
conclusiones terroríficas sobre la verdadera naturaleza del material.
Cuando
lo miro, siento algo acá, algo que me duele. Y me pregunto siempre como pueden
convivir esas dos cosas en mí. Es que sé que no es así. Lo digo, ya pasó, ya no
me interesa. Pero algo dentro me sigue pasando, como si me quisiera mentir a mí
misma y no puedo, no se por qué. Parece como la novela esa la de la chica que
se enamora del patrón que en realidad es el hermano pero en realidad no, y una
la ve, la vemos con la tía, sabemos que es una pavada, y hasta ridícula, porque
nadie llora así en la vida real y lo digo de cuando recuerdo que a Nancy la
dejó el marido, que se fue con una chica del otro barrio, y ella se quedó sola
con los chicos y no gritó ni se arrancó la ropa, se quedó en silencio y salió a
trabajar, porque él los mantenía, y lo hizo para alimentar a los chicos, pero
no lloró ni nada, siguió con su vida, eso sí, de vez en cuando se queda en
silencio y sus ojos parecen como si se cayeran. Pero no es eso lo que decía,
decía que una puede pensar dos cosas que se contradigan como cuando ves la
novela y ves que eso no es real, pero igual no podés dejar de verla y te pones
mal cuando les va mal o cuando termina y te quedas preocupada y la tía dice
Pobre chica, como una manera de aliviar el dolor, de alejarlo, de ponerlo en un
lugar que no moleste. Decía, entonces, de por qué una puede decir que algo no
le molesta, que está bien así, convencerse de algo que no desea, que no
siente, que no cree, que no piensa, de algo que le sigue molestando por más que
lo niegue y entonces le agarra esa cosa en el pechito, porque es el pechito, no
es todo el pecho, es ese pedacito de cuerpo donde se siente como si te apretaran unos dientes
muy fuertes, como si quisieran meterte la piel para adentro del cuerpo, como si
quisieran partirte un pedacito de alma, y eso que yo no creo en esas cosas,
pero la tía siempre dice que hay un alma y debe ser así nomás si no, no se entiende
por qué se puede sufrir tanto por alguien, que cuando uno lo piensa tal vez no
valga tanto y recuerdo a Marisa que tanto se dejó sufrir por el tipo ese, que
aunque ella dijera que no, todos sabían que le pegaba a ella y al nene, pero
ella que no, que es bueno, y que se yo que más, y después el tipo se murió de
un infarto, porque se la pasaba fumando y chupando y comiendo fiambre, o al
menos eso decía la tía, y Marisa se puso triste, tanto que lloraba desconsolada
en el funeral, sola, porque los demás estábamos contentos con que se haya
muerto, porque era un mal bicho, y después de unos meses Marisa se consiguió a
otro y este es mucho mejor, la cuida a ella y siempre le regala caramelos al
nene, y anda en una moto verde, cuando pasa por acá siempre me saluda, es un
buen chico, pero eso es en lo que pienso cuando siento eso que me pasa y me
sonrío y un poco se me pasa. Pero es por un rato nomás, o cuando me acuerdo de
otras cosas, de cuando era chica y mi madre me decía que debía prepararme para
servir a un hombre, para que me mantenga y yo no entendía, porque se me caían
los platos cuando los lavaba o se me quemaba la comida y ella me decía que era
una inútil y yo me lo creía, aunque con el tiempo me di cuenta que no era tan
así, pero igual un poco me la sigo creyendo y pienso que soy una inútil, y creo
que por eso debe ser que todo me sale al revés y que digo que las cosas que me
molestan no me molestan, y después me agarra esa cosa en el pechito, y la tía
dice que siempre pide por mí, sobre todo cuando va a la iglesia, aunque yo sé
que también pide por otros lados, pero a mí me gusta cuando le pide a la
Virgencita, y eso que yo no creo mucho en esas cosas, pero en la Virgencita sí
creo, por esa cara como triste que siempre tiene, como si le faltara algo, con
esos ojos caídos, es mejor que otros santos, como el Gauchito, que a mí me da
miedo porque te maldice si no cumplís con las promesas y mirá si una quiere
cumplir con la promesa y no puede, entonces te maldice capaz sin merecerlo y
eso no tiene arreglo. Pero les decía que a veces me siento una inútil porque me
lo han dicho tantas veces que me lo creo, aunque yo sé que no lo soy y sé hacer
muchas cosas, no solo de la casa, sino otras también, como cantar y a todos les
gusta como canto, los domingos, cuando vienen los tíos y traen algunos
instrumentos, y comienzan a cantar canciones de Los Palmeras o Los Wawanco, yo
canto con ellos y a veces canto sola y me felicitan porque afino bien y me sé
las letras y además, como dijo uno de los tíos, tengo sentimiento y entonces
termino de cantar y tomo un vaso de vino y ya no me acuerdo de por qué me
siento mal y a la vez bien, ni de si soy o no una inútil, ni del dolor en el
pechito, ni tampoco de él, ni de su rostro, ni de su voz, y siento como una cosa
agradable en el cuerpo y me parece que soy feliz, aunque sea por un rato.
El
verde se esparce, invasivo, casi hasta la raíz. Allí, como finos cables
oscuros, el pelo se pierde en la piel blanca. Pero, para ver eso, la mano debe
ayudar al ojo. A simple vista, a lo lejos o a lo cerca, con un golpe de iris o
deteniendo la mirada, nomás se ve una abundante cabellera verde, inflada, viva,
firme y volátil, como un copo de algodón de azúcar esmeralda. Cada uno de los
habitantes, fulgurosos, de ese cabello, como filamentos pegados, conforman un
primer signo distinguible de su fisionomía. Luego, como si fuera pintada por la
misma mano, la piel blanca, mortecina, agrietada, descascarada como una pared
húmeda. El color original es imposible de distinguir; en algún momento se creía
que era un maquillaje, pero cada vez más sospechan que así es su verdadera
piel. “La prueba más evidente, más clara, más concreta, más contundente, del
fracaso absoluto de la escuela privada en la Argentina es el Presidente y todo
su gabinete de ministros”. La remera violeta, brillante, que viste con cierto
orgullo, que carga su cuerpo delgado y fibroso; los guantes, del mismo color,
decoran unas manos huesudas, esqueléticas; el vaquero, llano, común, tal vez el
único detalle que no se destaque. “El Presidente nunca sabe nada, nunca está
enterado de nada, siempre está en Bavia o, mejor dicho, en Chapadmalal”. Sus
labios rojos, partidos, secos, cansados de tanto estirarse, de tanto reír, de
tanto sangrar. Las encías se expanden enormes, rosas como una bola de chicle de
frutilla, descomunales, dolientes como cada día que pasa; entre la comisura de
los dientes, pequeños hilos carmesí caen sobre el amarillo sarroso de cada
pieza, que cuelgan como frutillas albinas. Abre la boca como un abismo. La
lengua descansa dentro, late apenas. El sonido sale del fondo de la garganta,
profundo, demencial. Es una risa. Es su risa. Una carcajada cínica, burlona, al
borde de la humanidad. “Todas las decisiones que se toman apuntan, de una forma
u otra, a destruir las cadenas solidarias dentro de la sociedad”. Sabe que eso
no es gracioso. Es preocupante. Pero no puede evitar reírse. Alcanza a observar
un fondo irónico en la cuestión. “En la Argentina, si robás una gallina, te
linchan, pero si robás 18 millones de dólares, te hacen Presidente”.
El
sol brilla, como si no quisiera. Sus hilos, amarillos y relucientes, invaden
sus cabellos renegridos. Con los dedos, se tapa los ojos. Las manchas
titilantes, huidizas, le devuelven rostros desfigurados, caras partidas. La gata
observa hacia el techo. Mira y no hay nada. La gata sufre alucinaciones. Tal
vez no vea, tal vez la gata escuche. Tal vez haya una voz perdida en el
durlock. Una alimaña húmeda y resbaladiza le quema el bajo corazón; se
retuerce, muerde, lastima, lacera. Busca un papel olvidado en su campera, pero
no lo encuentra. A cambio, pequeños pedacitos de vida se le van cayendo de los
bolsillos; aquel beso, aquel viaje, aquella noche, aquella tarde, aquella
mañana, aquella alegría, aquella tristeza. Se le escurren como arena, se le mezclan,
algunos se parten, otros se rajan, otros quedan cubiertos por el polvillo gris
de la vereda. Los intenta juntar, como quien junta trocitos de vidrio del suelo,
con delicadeza y lentitud, procurando no cortarse la yema de los dedos. Ella se
para al borde del precipicio y observa el agua. Ve su vida como si fuera un río
torrentoso. El cauce se desborda, las orillas desaparecen, la marea crece; la
corriente impetuosa se lleva todo lo que no está aferrado, seguro, adherido a
la tierra por el peso trágico de los años. Se divierte con la situación. En los
oscuros remolinos de los días, se pierden personas, objetos, situaciones, por
las que no vale la pena ni moverse. Una gracia de pájaro blanco se le dibuja en
la boca. No sabe si son sus ojos los que ven. Observa los últimos rayos de sol
que entran por la puerta, ahí donde el cielo se anaranja para volverse violeta.
Hoy es un día tan triste como hermoso, se obliga a admitirlo. Esa cosa en el
pecho continua llameante, como una piedra filosa, como una flor venenosa, como
un pez ardiente que se revuelve sobre sus escamas; una sustancia viscosa,
indefinible, que por momentos es una resignación calma, que por momentos es una
desesperación profunda. El día suena peor que ayer. El viento golpea implacable;
así imagina golpear toda la tarde. El sol observa, indiferente, ajeno al
vendaval. El oleaje pasa mientras, como si las horas no existieran.
Corre
la cortina, apenas. Observa la silueta de las casas y de los edificios. Observa
los trazos negros que forman los cables; algunos más gruesos que otros, dibujan
formas geométricas sobre la neblina ocre que se desprende de los focos. Los
árboles oscurecidos son mecidos por un suave viento. Ve un recorte del afuera,
una pequeña viñeta a través del pliego de su cortina. Es el mismo paisaje de
siempre, el mismo que se repite por todos los rincones de la ciudad. El mismo
que sus ojos reconocen cansados, el mismo que tantas veces se ha descrito.
Observa la luna con algo de hastío. Antes una electricidad le recorría los
nervios al verla, como si fuera un ojo blanco que interrogaba, que obligaba a
pensar, a moverse. Ahora, es algo más que recubre el cielo, un farol vacuo que
cuelga de las estrellas. Sin embargo, corrió la cortina por un motivo concreto.
Algo ocurre allí afuera. Algo acecha su tranquilidad. Un humo espeso se dibuja
sobre los techos, terrazas y tejados de la viñeta. Es fácil concluir que hay un
incendio en la refinería. En los últimos meses, sobre todo después de la
Ordenanza, suele haber incendios en la refinería. La primera vez pudo generar
algún murmullo, alguna preocupación; ahora, es parte habitual del paisaje. No,
no es eso. Es otra cosa. Algo horrible. No puede salir a la vereda. Sale al
patio y recorre la parcela verde. Utiliza la medianera para alcanzar el techo.
Se trepa con algo de dificultad. La luz apenas llega allí arriba. El suelo por
donde pisa es una laguna oscura y quebradiza. Intenta pisar donde están los
remaches, aunque en la mayoría de los casos adivina. Ve el cuadro del incendio
con mayor claridad. Es una columna azul que viborea, late, flamea, se mezcla
con las nubes, borra la silueta refulgente de la luna. Entre el humo y los
edificios, se alcanza a observar un resplandor anaranjado, que titila como si
pariera cada voluta azul que surge de él. Se sienta sobre la carga y mira la
tranquilidad que reina en el techo. Algunas piedras decoran las chapas vecinas.
Se escucha un graznido bestial, a unas cuadras de distancia. Dos o tres gatos
saltan, asustados, de un paredón a otro. Oye, también, el agua revuelta de la
zona inundada; a pesar de la distancia, las palabras de la marea llegan hasta
allí. No se sorprende. Es el mismo paisaje de todas las noches, la misma
decoración acartonada. Cierra los ojos y ve una lluvia fulgurante roja, verde y
azul. Se imagina viéndose. Se imagina en el tejado de la casa de alto, contigua
a la suya. Se imagina allí, parada, silenciosa, besada por el frío, escupida
por la lluvia, desnudada por el sol, lamida por el viento, adherida a la chapa,
como si fuera una vela derritiéndose sobre la mesa. Se imagina viéndose. Se
imagina que se ve sentada sobre la carga. Se imagina que se ve con los ojos
cerrados. Se imagina que se ve como una antena satelital más, como una planta
extraña que creció entre la membrana, como un animal salvaje y nocturno que
reposa, como una mujer observada por la luna y el humo azul. Se imagina que se
ve y se imagina que cierra los ojos al verse. Se imagina que aquella ve, ahora,
la lluvia roja, verde y azul. Y que se imagina a ella viéndose a ella. Y se
confunde y se asusta. Y abre los ojos. Y allí esta, imperturbable, la columna de
humo azul. Observa a su izquierda. Allí esta ella observándose a ella. Intenta
abrir los ojos, otra vez.
Siempre
sueño con lo mismo. Es un sueño angustiante, descorazonador. Una pesadilla
recurrente. Siempre, en el sueño, es de noche. Las calles son amarillas y
negras. Estoy en un barrio desconocido, nunca puedo distinguir en cual.
Desconozco las veredas por las que camino, también las casas apagadas,
silenciosas. Se, por algún motivo, para que dirección tengo que caminar, pero
entiendo, también, que estoy muy lejos de mi destino. Camino y camino, pero
nunca avanzo. A pesar de ser una hora alta de la noche, hay mucha gente
caminando por la calle. La mayoría de esa gente también parece pérdida,
desorientada, lejos de sus hogares. Varios me piden indicaciones, algún dato de
cómo llegar, de para donde avanzar, aunque sea. Pero no puedo ayudarlos, estoy
casi tan extraviado como ellos. Esto fue lo que se vivió el sábado a la
madrugada, en Olavarría, después del recital. Fue como vivir, en carne y alma,
una pesadilla.
Cuando
empecé a escuchar a Los Redondos, ser ricotero significaba algo. Ahora, no sé.
La figura del Indio se convirtió en un envase vacío, donde cada uno deposita
sus fantasías, sus frustraciones, sus anhelos, todo. Y cada uno tiene una
visión de ese ídolo, y cada visión es válida. No hace falta, ni siquiera,
escuchar al Indio. Ya se perdió como referencia humana. Ahora, cuando las cosas
salieron mal (y mal es que murieron dos), el mismo mecanismo se aplica al
revés: el Indio se convierte en el responsable de todas las cosas terribles que
sufrimos. No sólo de los muertos y de los heridos, también del frío, de las
horas de espera, de haber quedado varados, de los empujones, de que no haya
baños ni carteles indicadores, del colapso en la ruta, de los micros que se
fueron y dejaron gente, de todo es responsable. Le reclamamos como a un padre
que nos abandonó, como a un amor que no nos corresponde, como si Dios nos
hubiera expulsado del Paraiso. Nosotros que damos todo, y vos, ¿qué nos das? Tal
vez la pregunta a hacernos es ¿Cuándo el Indio nos pidió que dejáramos todo por
él?
La
explicación de lo que pasó, si uno escucha o ve los medios, recae en algunas
palabritas. Ego, codicia, ambición, capricho. Escuchar esto, y no sólo
escucharlo de Polino o símiles comentadores, sino de gente que estuvo en el
recital, es la demostración que el sentido de ser de ricotero está en duda. En
disputa, diría. Los que piden que el Indio salga a hablar, ¿saben, en primera
instancia, por qué el Indio no da conferencias de prensa, ni notas, ni va a
promocionar sus discos al programa de Mirtha Legrand?. Los que piden que haya policía,
¿saben, en primera instancia, por qué la policía no está ni cerca en los shows
del Indio? Los que piden más fechas y, por qué no, que toque en el Mangueras Mussmano
Rock Festival, ¿saben, en primera instancia, por qué tocan en lugares tan
grandes y alejados? ¿cómo se llegó a esa solución? ¿escucharon, alguna vez, la
frase “solos y de noche”? Y esto, que es lo que queda, es nomas parte de una
liturgia, una serie de rituales automatizados que se hacen porque, pareciera,
que siempre se hicieron, sin que pensemos por qué los estamos haciendo.
Los medios
y las redes sociales se han convertido en un vertedero de opiniones variopinto,
sí, pero cuyos plurales cañones apuntan a un solo lado. La figura del Indio es
cuestionada desde todo punto de vista. Se lo acusa de ególatra, de haber
organizado todo esto para sentirse poderoso y amado. Se lo acusa de codicioso,
de haber organizado todo esto para seguir nadando en billetes de cien dólares. Es
increíble la faena. Los recitales de Los Redondos, y luego del Indio, son
multitudinarios y de recaudaciones fastuosas desde hace un par de décadas. Hacer
esas acusaciones ahora suena raro. No veo a estos tipos tan preocupados por
tragedias como las de Iron Mountain, donde doce bomberos murieron por un incendio
intencional, generado para borrar evidencias de lavado de dinero de bancos
extranjeros. Pero, bueno, tenemos que entender que lo que molesta es otra cosa.
Aunque, también cabe aclarar, que músicos supuestamente progres también opinaron
en este sentido. Bandas que no meten mil personas en una plaza ni tocando
gratis, se sienten con autoridad para decir cómo deberían manejarse 300 mil. Es
como si yo quisiera enseñarle a Messi a patear tiros libres.
El
carozo de todo esto es, era, será, la libertad. Cuando era empecé a escuchar a
Los Redondos, repito, significaba algo. Esta banda creció al fuego de ciertas
ideas contraculturales, que plantean la necesidad de crear nuestros propios
espacios de libertad, de creación, de expresión, alejados de las formas
prefabricadas de la industria cultural, más asociada a la noción de espectáculo.
Los Redondos cantaban, pero también daban lugar a toda clase de expresiones artísticas.
Era eso y eso fue mutando, pero manteniendo el espíritu. La mística de la
banda, la misa, consistía en la creación, el sostenimiento y el crecimiento de
un espacio propio, compartido con el público, que fue multiplicándose con los
años. Y la banda siempre dio pasos en ese sentido. Eligió producir sus discos y
organizar sus recitales. Eligio estar por fuera de toda la menesunda, el
caretaje y mentira del ambiente del rock. Eligió no ser parte del circo mediático.
Y no fue marketing, como señalan algunos ahora. Era la idea. Era pensar que no
era necesario transar con las discográficas, con los sponsors, con los medios,
para ser parte. Hacer valer tus propias condiciones. Como dijera el Indio
alguna vez, tocar en un lugar donde la marca que auspicia al festival no sea
más importante que la música. Todo un ególatra. Pero la sensación que tuve el sábado
fue que eso se perdió. Que nadie sabe bien por qué está ahí. Y que ese espacio
de libertad que nos brinda, no lo usamos ni lo disfrutamos de la manera en que debiéramos.
Es el mismo reviente, el mismo aguante, el mismo collar de anécdotas que te
pueden narrar los miembros de una hinchada de futbol. Se ha convertido en parte
de la misa a una especie de sacrificio y devoción exageradas, como si estuviéramos
en una procesión a Lujan o al Gauchito Gil.
En la
feria de artesanos de plaza Italia, había un tipo que vendía libros. Tenía un
sistema bastante particular: los libros no tenían un precio fijo, vos elegías
el que querías y pagabas lo que te parecía que valía. La idea era generar un
sistema solidario en el que cualquiera pueda acceder al libro que quisiera, por
más que no tuviera mucha plata. Obvio, no resultó, la gente se llevaba varios
libros y pagaba con monedas. El pobre librero tuvo que modificar el sistema. En
los recitales del Indio, se puede entrar gratis, dicen. Claro que la cuestión
pasa por el mismo lado. No es sentirse un boludo por pagar. Si pagás, ayudás a
que esa fiesta se matenga, subsista. Si no podes, porque no tenes un mango,
porque hay miles de ricoteros que son desclasados, marginales, igual podés
acceder. Me agarra una ulcera cuando escucho a pibes y pibas, conchetos de Barrio
Norte, que van porque quieren vivir el pogo de JiJiJi (como los japoneses
quieren conocer la cancha de Boca) y van porque, según afirman, es gratis. No es
gratis, hay un sentido detrás de eso. Y ese sentido, en todo aspecto, es lo que
se perdió, es la razón para que estas misas o se replanteen o mueran. Las únicas
frases que se ven en remeras son la tautológica “Vivir sólo cuesta vida” o “Único
héroe en este lio” o “Ladrón de mi cerebro” o “Siempre extrañándote”, la última
en clara alusión al ansiado (e imposible) retorno de Los Redondos. La gente
parece distraída y hasta indiferente cuando suenan los temas del Indio, pero se
emociona ni bien aparece un mínimo acorde ricotero. El enorme bagaje ideológico,
iconográfico, mitológico y contracultural fue reducido a una mera liturgia, un
ritual donde hay que cumplir ciertos pasos, como comer la hostia y beber el
vino y listo, cada uno a su casa, salvado del Infierno. Una ceremonia vacía
donde parece sobrevivir un vestigio de algo que, alguna vez, supo ser
importante.
Entre
todas las cosas que se dicen, la crítica más feroz es que el Indio tiene plata
y anda en avión privado. Hay que ser bastante cínico para decir, es un
argumento tan ridículo que hasta da pereza desmontar. Mejor sería señalar la
absoluta ausencia del Estado después del evento y cuando digo Estado no quiero
decir, como sobreentienden algunos, policía. Digo ambulancias, digo Defensa
Civil, digo carteles indicadores. Después del recital, Olavarría fue tierra
liberada. Sin embargo, y esto hay que decirlo, no hubo grandes problemas ni
disturbios ni nada. A los que pudimos ayudamos y los que pudieron nos ayudaron.
El clima fue tranquilo, con preocupación sí, pero sin desmanes ni desbordes. Tal
vez no todo este perdido, entonces. Tal vez esta proscripción que vamos a
sufrir sirva para algo. Tal vez deberíamos volver a escuchar y pensar un poco
que nos dio el Indio. La libertad, la conciencia, el pararte frente a los
pisotones. En Olavarría, reivindicó a las Abuelas y a Milagro Sala. Eso debería
decirnos algo. Ahora que Dios, parece dejarnos, parece definitivamente elevarse
al cielo de la incertidumbre, tal vez deberíamos revisar su legado. Y hacer un
Dios nuevo, mejor hecho y bajo nuestro pulgar. El límite es el Cielo.
(me reservo para otra ocasión, tal vez con
las ideas más claras, los escabrosos detalles de esos agitados días en
Olavarría)
Lo
único que heredó del tío abuelo de su madre fue un álbum de estampillas, un
gato de yeso y trescientas fotografías en blanco y negro, atadas todas con un
prolijo cordel amarillo. Siendo ella la última sobreviviente de esa rama
familiar, cargó con las tres nuevas pertenencias hasta su casa, mientras la
invadía la responsabilidad de hacer perdurar el legado familiar y la apatía de
acumular cosas que, en realidad, veía como innecesarias.
El
álbum de estampillas, a pesar de su conjeturable valor, fue un desencanto. Era un
álbum en blanco, con apenas tres estampillas uruguayas con la cara de Artigas,
una de la Hungría soviética y otra de un ya inexistente país africano. Las hojas,
para colmo, estaban pegoteadas por la humedad de los años y se partían con
facilidad al intentar darlas vuelta.
El
gato de yeso, vestido con una estridente pintura verde, encontró su sitio en la
mesita de luz, junto a la cama. La horrida estatua dormía, noche tras noche,
sentada y con los ojos abiertos, como si vigilara todos sus movimientos. A veces,
cuando ella estaba distraída leyendo u hojeando el celular, le parecía que el
gato movía sus ojos amarillos y estrábicos. Algunas noches, en las que ella
volvía en un horario desacostumbrado, le parecía oír un débil maullido detrás de
la puerta, que le reclamaba por su prolongada ausencia.
Las
trescientas fotos estimulaban un poco su imaginación. Todas lucían un elegante
blanco y negro, que aumentaba sobre ellas su tono misterioso. Apenas podía
reconocer a un puñado de las decenas y decenas de rostros que se esparcían por
las fotos. Observando, pudo asociar algunos rostros que se repetían,
situaciones evidentes y relaciones filiales, pero nunca pudo escarbar más allá.
Los rostros le generaban, eso sí, todos alguna reacción; había algunos que le
producían risa, otros ternura, otros asco, otros tristeza, otros incertidumbre,
otros alegría, otros satisfacción, otros nostalgia, otros indiferencia. Había uno
en particular, que pertenecía a una joven bastante anodina, que le recordaba a
la salsa blanca. Cada vez que la veía, y era una de las caras que más se
repetía, le daban ganas de comer salsa blanca. Nunca pudo precisar cuál era el
motivo de esa conexión; tal vez los dientes blanquecinos, tal vez la mirada
vidriosa, tal vez la piel lechosa, que en las fotos parecía un mármol líquido. Sin
importar la hora del día, con sólo ver una imagen de la joven, el antojo se le
despertaba. Sin perder tiempo, se dirigía a la cocina y preparaba una porción
desmesurada de salsa blanca. A veces, la acompañaba con fideos, en otras con ravioles
y las menos de las veces con sorrentinos. Hubo ocasiones en las que,
desesperada por la salsa, simplemente la comía con un pedazo de pan blanco.