martes, 4 de abril de 2017

Milagros Fallidos

Capaz que no andaba tanto por la calle, o andaba medio desconectado, como en mi mundo, y no prestaba tanta atención. O capaz me creía que esas cosas las tenía superada y me hacía como si no me importara, como si fuera natural. Y entonces, cuando el tipo de pelo largo con la moto rebalsada por los tres pibes, me pega un grito y me pregunta por el documento del nene, uno no sabe a lo que se va a exponer. No lo sabe. Y no sabe, no tiene como saber, que ese es el primer punto, la primera estación hacia todo aquello que no vemos o, peor, que no importa. El tipo tiene un ojo de vidrio, eso ya dice mucho. Cuando doy vuelta a la esquina, los pibes me esperan en la puerta. El tipo me había preguntado si conocía la casa. Sí, por supuesto. Es la casa que siempre tiene las puertas abiertas. La puerta del fondo y la de adelante. Siempre abiertas. Los pibes están ahí, enloquecidos. El tipo me explica, entonces, que necesita el documento para fichar al mayor. Que el otro ya está fichado, pero que el mayor, no. Juega amistosos, todo, me dice, pero no puede jugar el torneo, todavía. Encima es viernes, así que mañana juega. Me repite lo mismo tres veces; que necesita el documento para fichar al mayor, que el otro ya está fichado, pero el mayor, no, que juega amistosos, todo, pero no puede jugar el torneo, todavía, que encima es viernes, así que mañana juega. Y así, otra vez. En menos de dos minutos. Por lo menos, pienso, el pibe está feliz y uno hace alguna cosa buena, ni más que sea sin querer. Y entonces seguís y te encontrás lo peor. Allá al fondo, donde casi no hay nada, bajo el cielo nublado, un tipo que viene caminando, arrastrando un carro, rodeado de pibitos. Es él, él es Ángel, me dice la señora a la que había preguntado el paradero. En los nudillos de los dedos tiene el nombre tatuado. Los pibes están sucios y hablan, gritan, se pelean entre ellos, discuten. Me preguntan si ando por Gorina, me dicen que me vieron por Gonnet, me cuentan que ellos andan por todos lados. Uno dice que anda más lejos que todos, pero nadie le cree. La nena más chica juega con un triciclo gastado. No tiene más de dos años, morocha, con unos rulos sucios que le caen sobre la frente. Se van todos y se queda ella. Me mira. Le pregunto cómo está y no responde. Sólo mira. Tiene la nariz empapada de moco y los cachetes sucios. Tiene el ojo derecho levemente desviado. No puedo evitar pensar que esa nena tiene que ir al médico. ¿Médico?, dirá el padre, si estoy revolviendo la basura para comer. Me voy con una congoja en el pecho. Yo soy responsable por esta nena. A la vuelta, otro documento. Otra nena, un poco más grande, sale con los ojos en lágrimas, la cara hinchada y, sobre ella, se sostiene un hielo envuelto con un trapo. Ruego que sea una muela inflamada. ¿Qué es lo que nos está pasando?, me pregunto. Estos pibes son el gasto, la fiesta, el enemigo de la Nación. Estas pibas están sufriendo, se están muriendo, los están matando, los están condenando. Estas pibas, estos pibes, se están volviendo invisibles. Me voy en la bici pensando Somos responsables ante estas pibas, ante estos pibes. No puedo dejar de pensar en esa nariz moqueada, ese ojo estrábico, esas mejillas sucias, mientras las nubes se empeñan en ocultar el sol.

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