Lo
primero que recuerdo es un gato de yeso apoyado sobre la mesa. La casa es muy
fría y el gato indiferente. Ingresa una tenue luz por la ventana, filtrada por
una cortina violeta. Apenas se puede respirar por el olor a carbón; o al menos
eso me dice ella, porque yo no lo siento.
Cuando
encontraron ese material, la emoción de todos fue indescriptible. Cambiaría
nuestras vidas, la vida de todo el planeta, afirmaban. Lo descubrieron
exploradores en alguna región pérdida de África, en algún país que cambió de
nombre a los pocos meses. Según cuenta la historia, repetida hasta el hartazgo,
cuando se encontraron con ese material blanco, maleable, suave, irrompible,
terso, liviano, resistente, ignifugo, creyeron estar sufriendo una especie de
sueño colectivo. Era demasiado bueno para ser real. Cargaron unas muestras y
los científicos comprobaron la veracidad del hallazgo. Incluso fueron más allá:
se atrevieron a decir que las formas industriales como las conocíamos se habían
terminado. Hubo una gran disputa para hacerse con la explotación de la mina
africana; las grandes empresas comprendieron, con la rapidez habitual, que
ostentar el monopolio del material era ostentar el futuro. La voracidad no era
para menos. No había objeto que no pudiera fabricarse con él; desde juguetes
para los niños hasta maquinaria pesada para la industria, pasando por autos,
electrodomésticos o muebles para el hogar. Era, además, fácil de manufacturar.
El gran sueño de todo empresario. Las corporaciones multinacionales se
arrancaban los ojos y hasta había amenazas de guerra o de intervenciones
militares. Pero la disputa duró poco. Comenzaron a descubrirse yacimientos por
todo el planeta. En cada país del mundo, fueron encontrando enormes cantidades
del material milagroso. En cada bosque, en cada selva, en cada montaña, pero
también en cada pueblo, en cada barrio, en cada ciudad. Surgía de la tierra,
como si fuera agua. Había para todos. Los ánimos se calmaron, no existía la
necesidad de seguir peleando. La fuente parecía inagotable. Tanto se abarataban
los costos, tan fácil de trasladar era, tan seguro era, tan bello era, que cada
objeto del mundo comenzó a fabricarse con él. Casas enteras, con todo incluido,
estaban compuestas por el material. Invadió la vida del planeta como casi
ninguna otra cosa antes.
Suena
el teléfono. Una y otra vez; me pregunto quién será a esta hora. Atiendo y
sigue sonando. Es al lado. Las paredes son demasiado finas en estos
departamentos.
El
parásito se instaló entre nosotros. Dentro nuestro. Los afectados por la
pandemia son imposibles de contar. Y se siguen multiplicando. Aun aquellos que
se creían a salvo, que se daban el lujo de pensarse por fuera. Nadie parece
inmune, más bien lo contrario. Todos están en cuarentena. Los síntomas son
diversos. A muchos les da por dormir. Donde quiera que uno vaya, se encuentra
gente durmiendo; en los colectivos, en los trenes, en los negocios, en la
calle. Simplemente se recuestan y duermen. Nadie sabe con exactitud que sueñan,
dado que la mayoría no despierta. Algunos afirman que el mundo onírico de estas
personas sería extraordinariamente realista, sólo que barnizado por un raro
tono de esperanza y expectativa. Otros afectados por el parásito son asaltados
por ominosos ataques de risa; caminando por las calles, se pueden escuchar
carcajadas demenciales, que lanzan personas que parecen estar al borde de la
insania. Esa alegría enajenada asusta a más de un transeúnte; además, por la
extraña acústica de la ciudad, muchos no pueden distinguir de donde provienen
las risas. A veces, las voces provenientes de la izquierda, en realidad,
provienen de la derecha y viceversa. Pero el síntoma más curioso de todos es
una singular desconexión entre el tiempo y el espacio que sufren los enfermos;
muchos de ellos hablan de épocas que jamás han existido, de un pasado oscuro y
hórrido, aunque sin detenerse en detalles que los comprometan demasiado. Las
autoridades sanitarias están azoradas con estos sucesos y ni siquiera pueden
precisar el origen o la biología del gusano. Se limitan a decir que hay que
esperar, que el futuro será más venturoso, que, con la fuerza y el trabajo de
todos, la cosa se solucionará. Pero lo que se avecina en el horizonte parece
ser más oscuro, aún, que lo que está pasando.
La
casa está en el medio del bosque. Se impone señorial entre los árboles secos,
entre la neblina que baila sobre la hierba escarchada; hay un silencio quebrado
por los pájaros, una calma partida por las alimañas. La casa es extraña. Es complejo
precisar dónde terminan algunas habitaciones y dónde comienzan otras. De hecho,
es imposible precisar en cuál habitación se está o sospechar siquiera el plano
del lugar. Cuando se cree estar en el dormitorio, en realidad se está en el
jardín; en otros momentos, se piensa que no se ha traspasado la verja,
encontrándose uno en el desván.
El
primer comunicado es escueto. Se recomienda la cuarentena. El Presidente, los
ministros, algunos gobernadores, lo anuncian con una expresión adusta. Por
ahora, la única solución es no expandir la enfermedad. Aquellos que no estén
infectados, deben presentarse en el Ministerio de Salud para que se les
extienda un certificado. Con eso, podrán circular libremente, es decir, ir a su
trabajo o de compras. Otros movimientos están estrictamente prohibidos. La
información, las relaciones sociales, la vida, debe reducirse a la pantalla de
la Tv, de la PC, del celular.
Cuando
todo comenzó, la gente tenía paciencia y aceptaba las explicaciones oficiales.
Había que esperar, se decía en bares y micros, se está haciendo lo posible. Sin
embargo, los días y meses pasaban sin que se vislumbrase una mejoría; por el contrario,
la plaga se expandía sin freno. La gente, entonces, empezó a tener bronca y a
reclamar soluciones drásticas. Pedían la renuncia de algunos ministros,
creyendo que eso cambiaría el rumbo de la epidemia. Pero los ministros se
suceden y se suceden, al igual que las estrategias sanitarias. Y el parasito
afecta a cada vez más gente.
La
casa nos muestra las habitaciones de a poco; abre algunas puertas, deja ver escalones
ocultos. Pero no hay algo significativo en ellos, no más que algunos pequeños detalles
que nos llevan a intuir la riqueza escondida.
Desde
hacía unos meses, Ana vivía en una habitación constituida íntegramente por el
material milagroso. La cama y el colchón, la mesita de luz y la lampara, la
biblioteca y los libros, el suelo y las ventanas, estaban hechos con el mágico
producto. A ella no le gustaba la idea, aunque se había resignado. Algo en esa
cosa le molestaba, algo no terminaba de cerrarle. Desde hacía unos meses, Ana
sentía en ella un cambio, un cambio profundo pero imperceptible, y, de alguna
forma, el material estaba involucrado. Siempre le decíamos que era cosa de
ella, que se estaba persiguiendo, que deje lo que estuviera tomando. Estamos
acostumbrados a sus delirios persecutorios.
Los
lugares a los que tenemos acceso son los que necesitamos. Cocina, baño, pieza.
No pedimos más que eso. No hay electricidad, ni gas natural, ni siquiera una
garrafa. Por suerte, tenemos velas y un hacha. Al frío, lo combatiremos con
leña. Recorro el bosque cercano en busca de troncos y ramas. La mayoría están
húmedos. La niebla es constante, apenas deja ver y respirar. Vuelvo y ella
parece feliz. Sonríe y dice que se siente mejor. Esto es por ahora, pienso, no
podemos durar mucho así. Pero no se lo digo. Que crea que este instante va a
durar para siempre.
Se
escucha la sirena de la ambulancia todos los días. Una vez al día, al menos. En
ocasiones, se escucha cuando amanece y, luego, cuando atardece. Pero la mayoría
de las veces se escucha a la noche, en la noche profunda, cuando nomás los
gatos pasean por el barrio. Esas veces, se escucha una sirena que parte el
silencio, que aturde, que invade la pieza. Con ella, abrimos los ojos y nos
quedamos despiertos durante un rato. A veces, me levanto a tomar un vaso de
agua. En esas ocasiones, escucho a Ana trabajar en su pieza; se escucha el
ruido monótono de la máquina y la voz de ella, muy baja, susurrando sola. Me
causa gracia escuchar su vocecita, como si se estuviera contando un secreto.
Imagino que tanto encierro, tanta soledad, tanto asilamiento, quiebran, un
poco, nuestra cordura. La sirena, en tanto, vuelve a sonar, a lo lejos. En esas
noches, me vuelvo a acostar y me duermo. Al otro día, en general, el noticiero
informa incidentes en tal o cual lugar, desalojos, cuarentenas, la tristeza a
la que nos acostumbramos. La epidemia, según cuentan todos los días, se sigue
extendiendo y los científicos que la estudian no tienen modo de encontrar una
cura, una solución, una respuesta de alguna clase. El primer caso que se
conoció fue por casualidad. La noticia apareció como una nota de color en algún
programa de la tarde. Un hombre, de mediana edad, estaba convencido de vivir
dos años en el pasado. Su mente había viajado dos años al pasado y allí había
quedado estancada. Tardaron en darse cuenta que era una enfermedad contagiosa.
En realidad, nunca hallaron evidencia física. Simplemente, empezaron a florecer
los infectados. Hoy es el tercer día del invierno y estoy asustado. Afuera, el
cielo gris y la nieve habitual se están oscureciendo. Parece que nieva hollín.
Ella se despierta con un dolor en el cuello. Se miró en el espejo y se asustó.
Una mancha roja le invade la mitad derecha. Sentada
en el suelo, me parece que está por llorar. Me implora que vaya a buscar
medicamentos. Es arriesgado. Ana sigue encerrada en la pieza, hablando
sola.
Del
techo del baño, cae una gota oscura, ámbar, sobre su mano derecha. Levanta la
vista y ve la madera hinchada y podrida, que supura una sustancia viscosa. Otra
gota cae sobre sus dedos; la baba parece latir. Apenas comienza el segundo mes
del invierno.
La
televisión es la única ventana que tenemos al afuera. Desde allí, nos enteramos
de cada nueva medida sanitaria. También de las especulaciones alrededor de los
origines de esta plaga. Se difunde un pequeño protocolo, incluso, para realizar
a aquellos que pudieran estar infectados. Es una serie sencilla de preguntas
que el interrogado debiera responder con facilidad. La primera es ¿quién es el
Presidente? Además, desde la televisión, cada día nos piden confianza y fe en
nuestras autoridades, nos exigen paciencia y compromiso para superar este
difícil momento, nos conminan a esperar, con optimismo, el futuro, donde todos
estos sufrimientos serán aplacados y seremos felices.
Ana
vive con nosotros desde hace unos meses. No recuerdo bajo qué circunstancias se
instaló; creo que era amiga de Luz o algo así. No tenía donde y le ofrecimos
quedarse. Es una chica tranquila y silenciosa; casi nunca sale de su pieza,
salvo necesarias excepciones. Me costó convencerla de que vaya al Ministerio
para buscar el certificado; siempre quiere darle una vuelta más a lo que ocurre.
Para ella, lo superficial, lo evidente, la primera mirada, siempre es mentira.
Está convencida que el parasito es una farsa pergeñada por las autoridades para
controlarnos. Ni cuando sale a la calle y ve a la gente durmiendo en el piso, se
cree el cuento del parasito. Para mí, hay otra cosa, dice.
Es
la etapa más dura del invierno. Hace varios días que es de noche. Me asomo por
la ventana y sopla un viento blanco. Detrás del recorte oscuro de las casas, se
vislumbra un resplandor anaranjado. En la tele, dicen que es un problema
mecánico en la refinería, que no hay que preocuparse. No dan ganas de salir, de
todas maneras.
Esa
tarde, fui en busca de medicamentos. Ella se sentía cada vez peor. La farmacia
era un supermercado. Me interné entre las góndolas y recolecté, como si fueran
frutos de un árbol artificial, los remedios que necesitaba. Me vi obligado a
mostrar mi pase y a pagar con la tarjeta. El dinero en metálico había sido
prohibido. Se lo creía una posible fuente de contagio. Esa tarde, me llamaron
del Ministerio y me preguntaron por qué había salido. No dejaron que termine mi
explicación. Me advirtieron que no lo volviera a hacer. La próxima sería
penalizado.
Ana
vuelve a tener la misma sensación todas las noches. Todo a su alrededor parece
moverse, mientras ella permanece en el mismo sitio. Aunque, pocas veces, le
parece que es ella quien se mueve, mientras todo a su alrededor permanece
quieto, estático, imperturbable. Observa la habitación y recuerda que todo está
fabricado con ese material insidioso, perverso, maléfico. Lo odia, no puede
evitarlo. Se sienta y comienza a trabajar con la máquina. Una voz suena en su
cabeza, aunque ella no la escucha. Es un susurro suave que le dice: “Hay que
ser optimistas”.
De
todas maneras, por medios alternativos, nos enteramos todos los días de
protestas y reclamos. La cantidad de afectados, algunos de forma muy grave, es
incontrolable y la queja principal es que las autoridades no parecen dispuestas
a hacerse cargo de ellos. La respuesta de los gobernantes es que, al no haber
una cura, no hay motivo para regalar medicamentos que serían inocuos. Pero, al
parecer, la única política que instrumentan es difundir bonitas publicidades
por la televisión. Fuera de eso, no hay más presupuesto para una atención
especializada, ni horas extras para los médicos y enfermeros, ni contención
profesional para los damnificados, ni búsqueda de alguna clase de solución. La
única respuesta a todo es Quédense en
sus casas y esperen.
Suena
un teléfono en alguna de las habitaciones. Lo busco, pero no lo encuentro.
Sospecho que está detrás de una puerta de madera, cerrada con llave. Es un
instinto querer atenderlo. Hace tiempo que estamos aquí, pero nadie lo sabe. Excepto
por las estatuas de yeso que pueblan la casa. Al gato, hay que sumarle un sapo
vestido con frac, un gallo y dos cerdos amarillos. Sus expresiones son extrañas,
como si se burlaran de nosotros, como si fueran dueñas de un secreto vital. Me
llama la atención que sean de yeso, dado que ya casi nada se fabrica con ese
material. Ella me mira extrañada, como si hubiera dicho un delirio. Noto que su
cuello esta terso, blanco, sin rastros de los lunares rojos. Luego, recuerdo
que ella nunca tuvo un lunar rojo en el cuello.
La
mancha roja en su cuello crece. Ella se ve angustiada por eso. A veces, usa una
pañoleta para taparse, pero no por mucho tiempo. La tela le causa un ardor
insoportable y termina revoleándola, como si fuera un trapo sucio. En otras
ocasiones, se sienta en el suelo y llora, en silencio, sin taparse los ojos.
Cuando hace eso, no puedo evitar angustiarme. Intento charlar con ella,
distraerla. Pero no responde o lo hace desganadamente. Su mirada parece
extraviada. Ella llora, en silencio, pérdida en su cabeza y yo me pregunto en
qué estará pensando.
Comemos
lo justo y necesario. Vivimos a agua, fideo, polenta y arroz. Vivimos sin
pensar que haremos el mes próximo. El futuro es oscuro. No puedo dejar de
sentir que vamos hacia el abismo. A ella parece no importarle. La felicidad que
nos rodea parece consistir en no preocuparse por el futuro. No puedo hacerlo.
No tenemos nada y tendremos menos. Intento distraerme, miro por la ventana.
Después de las ocho, cae el hollín, el mismo hollín. Le pregunto por Ana, por
cómo estará, por si habrá logrado salvarse. Ella entrecierra sus ojos negros.
Me asegura que no conoce a ninguna Ana.
Ana
deja la máquina a un lado. Como cada tarde, la habitación comienza a brillar.
Los objetos se vuelven blancos, vomitan un destello que le quema los ojos. La
luz late, se mueve, se transforma. Y esa voz oscura, que habla de afuera, pero
ella la siente adentro, comienza a invadirla. Siente que no está allí, que es
otra persona. Todo a su alrededor desaparece. Su mente percibe otro lugar, pero
su cuerpo sigue en la pieza. O, tal vez, sea al revés. No puede confiar en lo
que ve, ni en lo que toca, ni en quienes tiene enfrente. O, tal vez, deba
hacerlo más que nunca. Más que nunca deberá creer en aquellos que la rodean. La
voz insiste, sus palabras son vacías, como todas las palabras. Ella se retuerce,
grita, o al menos lo intenta. La luz deja de latir y se apaga. Ana cae y siente
el frío del piso. Trata de levantarse y no puede. Un hombre entra asustado a la
habitación. Ella lo observa, con temor. No sabe quién es, ni por qué está tan
preocupado. ¿El Presidente?, piensa ella. Si el Rey goza de pleno derecho y legitimidad,
responde. El hombre se queda en silencio. Luego, desaparece.
Su
aspecto ha desmejorado notoriamente. Su rostro está poblado por puntos rojos y
lacerantes. En su cuello y en su hombro, le salieron dos lunares enormes y
oscuros, que se hinchan cada vez que respira, convirtiéndose en un par de
frambuesas luminosas. La piel le duele y algunas noches no puede dormir. A mí
me impresiona tanto esa luz palpitante alrededor de su cuello, que solemos
pasar las noches en vela.
Aquella
tarde, cuando escuché el grito de Ana, entré a la pieza sin dudar. Ella me
siguió, con el mismo terror. El alarido fue horroroso. Forzamos la puerta,
cerrada con llave. Ana estaba tirada en el suelo, con los ojos blancos, presa
de una convulsión. Evité que se tragara la lengua y la sostuve entre mis
brazos. La cargué hasta la cama y esperé a que se recuperara. Ella le trajo un
poco de agua. Noté que había algo extraño en la pieza. Todo parecía igual que
siempre, pero no. Algo había cambiado. Tomé entre mis manos una taza, que
contenía algo de café. Estaba fabricada con el material milagroso. La sentí
latir, apenas, entre mis dedos, vi como se iluminaba, apenas. La busqué a ella
con la mirada. ¿Y sí no es un insecto, o una bacteria o un parasito, el
culpable de todo esto? ¿Qué sabemos, acaso, sobre la verdadera naturaleza de
este material? Ana despertó sobresaltada. Me acerqué a ella y le pregunté quién
era el Presidente. Largó una carcajada y no respondió. Durante unos segundos,
hubo silencio… Lo primero que recuerdo es un gato de yeso apoyado sobre la
mesa. La casa es muy fría y el gato indiferente…
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