lunes, 10 de abril de 2017

La Tristeza de todos los días

Lo primero que recuerdo es un gato de yeso apoyado sobre la mesa. La casa es muy fría y el gato indiferente. Ingresa una tenue luz por la ventana, filtrada por una cortina violeta. Apenas se puede respirar por el olor a carbón; o al menos eso me dice ella, porque yo no lo siento.

Cuando encontraron ese material, la emoción de todos fue indescriptible. Cambiaría nuestras vidas, la vida de todo el planeta, afirmaban. Lo descubrieron exploradores en alguna región pérdida de África, en algún país que cambió de nombre a los pocos meses. Según cuenta la historia, repetida hasta el hartazgo, cuando se encontraron con ese material blanco, maleable, suave, irrompible, terso, liviano, resistente, ignifugo, creyeron estar sufriendo una especie de sueño colectivo. Era demasiado bueno para ser real. Cargaron unas muestras y los científicos comprobaron la veracidad del hallazgo. Incluso fueron más allá: se atrevieron a decir que las formas industriales como las conocíamos se habían terminado. Hubo una gran disputa para hacerse con la explotación de la mina africana; las grandes empresas comprendieron, con la rapidez habitual, que ostentar el monopolio del material era ostentar el futuro. La voracidad no era para menos. No había objeto que no pudiera fabricarse con él; desde juguetes para los niños hasta maquinaria pesada para la industria, pasando por autos, electrodomésticos o muebles para el hogar. Era, además, fácil de manufacturar. El gran sueño de todo empresario. Las corporaciones multinacionales se arrancaban los ojos y hasta había amenazas de guerra o de intervenciones militares. Pero la disputa duró poco. Comenzaron a descubrirse yacimientos por todo el planeta. En cada país del mundo, fueron encontrando enormes cantidades del material milagroso. En cada bosque, en cada selva, en cada montaña, pero también en cada pueblo, en cada barrio, en cada ciudad. Surgía de la tierra, como si fuera agua. Había para todos. Los ánimos se calmaron, no existía la necesidad de seguir peleando. La fuente parecía inagotable. Tanto se abarataban los costos, tan fácil de trasladar era, tan seguro era, tan bello era, que cada objeto del mundo comenzó a fabricarse con él. Casas enteras, con todo incluido, estaban compuestas por el material. Invadió la vida del planeta como casi ninguna otra cosa antes.

Suena el teléfono. Una y otra vez; me pregunto quién será a esta hora. Atiendo y sigue sonando. Es al lado. Las paredes son demasiado finas en estos departamentos.

El parásito se instaló entre nosotros. Dentro nuestro. Los afectados por la pandemia son imposibles de contar. Y se siguen multiplicando. Aun aquellos que se creían a salvo, que se daban el lujo de pensarse por fuera. Nadie parece inmune, más bien lo contrario. Todos están en cuarentena. Los síntomas son diversos. A muchos les da por dormir. Donde quiera que uno vaya, se encuentra gente durmiendo; en los colectivos, en los trenes, en los negocios, en la calle. Simplemente se recuestan y duermen. Nadie sabe con exactitud que sueñan, dado que la mayoría no despierta. Algunos afirman que el mundo onírico de estas personas sería extraordinariamente realista, sólo que barnizado por un raro tono de esperanza y expectativa. Otros afectados por el parásito son asaltados por ominosos ataques de risa; caminando por las calles, se pueden escuchar carcajadas demenciales, que lanzan personas que parecen estar al borde de la insania. Esa alegría enajenada asusta a más de un transeúnte; además, por la extraña acústica de la ciudad, muchos no pueden distinguir de donde provienen las risas. A veces, las voces provenientes de la izquierda, en realidad, provienen de la derecha y viceversa. Pero el síntoma más curioso de todos es una singular desconexión entre el tiempo y el espacio que sufren los enfermos; muchos de ellos hablan de épocas que jamás han existido, de un pasado oscuro y hórrido, aunque sin detenerse en detalles que los comprometan demasiado. Las autoridades sanitarias están azoradas con estos sucesos y ni siquiera pueden precisar el origen o la biología del gusano. Se limitan a decir que hay que esperar, que el futuro será más venturoso, que, con la fuerza y el trabajo de todos, la cosa se solucionará. Pero lo que se avecina en el horizonte parece ser más oscuro, aún, que lo que está pasando.

La casa está en el medio del bosque. Se impone señorial entre los árboles secos, entre la neblina que baila sobre la hierba escarchada; hay un silencio quebrado por los pájaros, una calma partida por las alimañas. La casa es extraña. Es complejo precisar dónde terminan algunas habitaciones y dónde comienzan otras. De hecho, es imposible precisar en cuál habitación se está o sospechar siquiera el plano del lugar. Cuando se cree estar en el dormitorio, en realidad se está en el jardín; en otros momentos, se piensa que no se ha traspasado la verja, encontrándose uno en el desván.

El primer comunicado es escueto. Se recomienda la cuarentena. El Presidente, los ministros, algunos gobernadores, lo anuncian con una expresión adusta. Por ahora, la única solución es no expandir la enfermedad. Aquellos que no estén infectados, deben presentarse en el Ministerio de Salud para que se les extienda un certificado. Con eso, podrán circular libremente, es decir, ir a su trabajo o de compras. Otros movimientos están estrictamente prohibidos. La información, las relaciones sociales, la vida, debe reducirse a la pantalla de la Tv, de la PC, del celular.

Cuando todo comenzó, la gente tenía paciencia y aceptaba las explicaciones oficiales. Había que esperar, se decía en bares y micros, se está haciendo lo posible. Sin embargo, los días y meses pasaban sin que se vislumbrase una mejoría; por el contrario, la plaga se expandía sin freno. La gente, entonces, empezó a tener bronca y a reclamar soluciones drásticas. Pedían la renuncia de algunos ministros, creyendo que eso cambiaría el rumbo de la epidemia. Pero los ministros se suceden y se suceden, al igual que las estrategias sanitarias. Y el parasito afecta a cada vez más gente.

La casa nos muestra las habitaciones de a poco; abre algunas puertas, deja ver escalones ocultos. Pero no hay algo significativo en ellos, no más que algunos pequeños detalles que nos llevan a intuir la riqueza escondida.

Desde hacía unos meses, Ana vivía en una habitación constituida íntegramente por el material milagroso. La cama y el colchón, la mesita de luz y la lampara, la biblioteca y los libros, el suelo y las ventanas, estaban hechos con el mágico producto. A ella no le gustaba la idea, aunque se había resignado. Algo en esa cosa le molestaba, algo no terminaba de cerrarle. Desde hacía unos meses, Ana sentía en ella un cambio, un cambio profundo pero imperceptible, y, de alguna forma, el material estaba involucrado. Siempre le decíamos que era cosa de ella, que se estaba persiguiendo, que deje lo que estuviera tomando. Estamos acostumbrados a sus delirios persecutorios.

Los lugares a los que tenemos acceso son los que necesitamos. Cocina, baño, pieza. No pedimos más que eso. No hay electricidad, ni gas natural, ni siquiera una garrafa. Por suerte, tenemos velas y un hacha. Al frío, lo combatiremos con leña. Recorro el bosque cercano en busca de troncos y ramas. La mayoría están húmedos. La niebla es constante, apenas deja ver y respirar. Vuelvo y ella parece feliz. Sonríe y dice que se siente mejor. Esto es por ahora, pienso, no podemos durar mucho así. Pero no se lo digo. Que crea que este instante va a durar para siempre.

Se escucha la sirena de la ambulancia todos los días. Una vez al día, al menos. En ocasiones, se escucha cuando amanece y, luego, cuando atardece. Pero la mayoría de las veces se escucha a la noche, en la noche profunda, cuando nomás los gatos pasean por el barrio. Esas veces, se escucha una sirena que parte el silencio, que aturde, que invade la pieza. Con ella, abrimos los ojos y nos quedamos despiertos durante un rato. A veces, me levanto a tomar un vaso de agua. En esas ocasiones, escucho a Ana trabajar en su pieza; se escucha el ruido monótono de la máquina y la voz de ella, muy baja, susurrando sola. Me causa gracia escuchar su vocecita, como si se estuviera contando un secreto. Imagino que tanto encierro, tanta soledad, tanto asilamiento, quiebran, un poco, nuestra cordura. La sirena, en tanto, vuelve a sonar, a lo lejos. En esas noches, me vuelvo a acostar y me duermo. Al otro día, en general, el noticiero informa incidentes en tal o cual lugar, desalojos, cuarentenas, la tristeza a la que nos acostumbramos. La epidemia, según cuentan todos los días, se sigue extendiendo y los científicos que la estudian no tienen modo de encontrar una cura, una solución, una respuesta de alguna clase. El primer caso que se conoció fue por casualidad. La noticia apareció como una nota de color en algún programa de la tarde. Un hombre, de mediana edad, estaba convencido de vivir dos años en el pasado. Su mente había viajado dos años al pasado y allí había quedado estancada. Tardaron en darse cuenta que era una enfermedad contagiosa. En realidad, nunca hallaron evidencia física. Simplemente, empezaron a florecer los infectados. Hoy es el tercer día del invierno y estoy asustado. Afuera, el cielo gris y la nieve habitual se están oscureciendo. Parece que nieva hollín. Ella se despierta con un dolor en el cuello. Se miró en el espejo y se asustó. Una mancha roja le invade la mitad derecha. Sentada en el suelo, me parece que está por llorar. Me implora que vaya a buscar medicamentos. Es arriesgado. Ana sigue encerrada en la pieza, hablando sola.   

Del techo del baño, cae una gota oscura, ámbar, sobre su mano derecha. Levanta la vista y ve la madera hinchada y podrida, que supura una sustancia viscosa. Otra gota cae sobre sus dedos; la baba parece latir. Apenas comienza el segundo mes del invierno.

La televisión es la única ventana que tenemos al afuera. Desde allí, nos enteramos de cada nueva medida sanitaria. También de las especulaciones alrededor de los origines de esta plaga. Se difunde un pequeño protocolo, incluso, para realizar a aquellos que pudieran estar infectados. Es una serie sencilla de preguntas que el interrogado debiera responder con facilidad. La primera es ¿quién es el Presidente? Además, desde la televisión, cada día nos piden confianza y fe en nuestras autoridades, nos exigen paciencia y compromiso para superar este difícil momento, nos conminan a esperar, con optimismo, el futuro, donde todos estos sufrimientos serán aplacados y seremos felices.

Ana vive con nosotros desde hace unos meses. No recuerdo bajo qué circunstancias se instaló; creo que era amiga de Luz o algo así. No tenía donde y le ofrecimos quedarse. Es una chica tranquila y silenciosa; casi nunca sale de su pieza, salvo necesarias excepciones. Me costó convencerla de que vaya al Ministerio para buscar el certificado; siempre quiere darle una vuelta más a lo que ocurre. Para ella, lo superficial, lo evidente, la primera mirada, siempre es mentira. Está convencida que el parasito es una farsa pergeñada por las autoridades para controlarnos. Ni cuando sale a la calle y ve a la gente durmiendo en el piso, se cree el cuento del parasito. Para mí, hay otra cosa, dice.

Es la etapa más dura del invierno. Hace varios días que es de noche. Me asomo por la ventana y sopla un viento blanco. Detrás del recorte oscuro de las casas, se vislumbra un resplandor anaranjado. En la tele, dicen que es un problema mecánico en la refinería, que no hay que preocuparse. No dan ganas de salir, de todas maneras.

Esa tarde, fui en busca de medicamentos. Ella se sentía cada vez peor. La farmacia era un supermercado. Me interné entre las góndolas y recolecté, como si fueran frutos de un árbol artificial, los remedios que necesitaba. Me vi obligado a mostrar mi pase y a pagar con la tarjeta. El dinero en metálico había sido prohibido. Se lo creía una posible fuente de contagio. Esa tarde, me llamaron del Ministerio y me preguntaron por qué había salido. No dejaron que termine mi explicación. Me advirtieron que no lo volviera a hacer. La próxima sería penalizado.

Ana vuelve a tener la misma sensación todas las noches. Todo a su alrededor parece moverse, mientras ella permanece en el mismo sitio. Aunque, pocas veces, le parece que es ella quien se mueve, mientras todo a su alrededor permanece quieto, estático, imperturbable. Observa la habitación y recuerda que todo está fabricado con ese material insidioso, perverso, maléfico. Lo odia, no puede evitarlo. Se sienta y comienza a trabajar con la máquina. Una voz suena en su cabeza, aunque ella no la escucha. Es un susurro suave que le dice: “Hay que ser optimistas”.

De todas maneras, por medios alternativos, nos enteramos todos los días de protestas y reclamos. La cantidad de afectados, algunos de forma muy grave, es incontrolable y la queja principal es que las autoridades no parecen dispuestas a hacerse cargo de ellos. La respuesta de los gobernantes es que, al no haber una cura, no hay motivo para regalar medicamentos que serían inocuos. Pero, al parecer, la única política que instrumentan es difundir bonitas publicidades por la televisión. Fuera de eso, no hay más presupuesto para una atención especializada, ni horas extras para los médicos y enfermeros, ni contención profesional para los damnificados, ni búsqueda de alguna clase de solución. La única respuesta a todo es Quédense en sus casas y esperen.  

Suena un teléfono en alguna de las habitaciones. Lo busco, pero no lo encuentro. Sospecho que está detrás de una puerta de madera, cerrada con llave. Es un instinto querer atenderlo. Hace tiempo que estamos aquí, pero nadie lo sabe. Excepto por las estatuas de yeso que pueblan la casa. Al gato, hay que sumarle un sapo vestido con frac, un gallo y dos cerdos amarillos. Sus expresiones son extrañas, como si se burlaran de nosotros, como si fueran dueñas de un secreto vital. Me llama la atención que sean de yeso, dado que ya casi nada se fabrica con ese material. Ella me mira extrañada, como si hubiera dicho un delirio. Noto que su cuello esta terso, blanco, sin rastros de los lunares rojos. Luego, recuerdo que ella nunca tuvo un lunar rojo en el cuello.

La mancha roja en su cuello crece. Ella se ve angustiada por eso. A veces, usa una pañoleta para taparse, pero no por mucho tiempo. La tela le causa un ardor insoportable y termina revoleándola, como si fuera un trapo sucio. En otras ocasiones, se sienta en el suelo y llora, en silencio, sin taparse los ojos. Cuando hace eso, no puedo evitar angustiarme. Intento charlar con ella, distraerla. Pero no responde o lo hace desganadamente. Su mirada parece extraviada. Ella llora, en silencio, pérdida en su cabeza y yo me pregunto en qué estará pensando.

Comemos lo justo y necesario. Vivimos a agua, fideo, polenta y arroz. Vivimos sin pensar que haremos el mes próximo. El futuro es oscuro. No puedo dejar de sentir que vamos hacia el abismo. A ella parece no importarle. La felicidad que nos rodea parece consistir en no preocuparse por el futuro. No puedo hacerlo. No tenemos nada y tendremos menos. Intento distraerme, miro por la ventana. Después de las ocho, cae el hollín, el mismo hollín. Le pregunto por Ana, por cómo estará, por si habrá logrado salvarse. Ella entrecierra sus ojos negros. Me asegura que no conoce a ninguna Ana.

Ana deja la máquina a un lado. Como cada tarde, la habitación comienza a brillar. Los objetos se vuelven blancos, vomitan un destello que le quema los ojos. La luz late, se mueve, se transforma. Y esa voz oscura, que habla de afuera, pero ella la siente adentro, comienza a invadirla. Siente que no está allí, que es otra persona. Todo a su alrededor desaparece. Su mente percibe otro lugar, pero su cuerpo sigue en la pieza. O, tal vez, sea al revés. No puede confiar en lo que ve, ni en lo que toca, ni en quienes tiene enfrente. O, tal vez, deba hacerlo más que nunca. Más que nunca deberá creer en aquellos que la rodean. La voz insiste, sus palabras son vacías, como todas las palabras. Ella se retuerce, grita, o al menos lo intenta. La luz deja de latir y se apaga. Ana cae y siente el frío del piso. Trata de levantarse y no puede. Un hombre entra asustado a la habitación. Ella lo observa, con temor. No sabe quién es, ni por qué está tan preocupado. ¿El Presidente?, piensa ella. Si el Rey goza de pleno derecho y legitimidad, responde. El hombre se queda en silencio. Luego, desaparece.

Su aspecto ha desmejorado notoriamente. Su rostro está poblado por puntos rojos y lacerantes. En su cuello y en su hombro, le salieron dos lunares enormes y oscuros, que se hinchan cada vez que respira, convirtiéndose en un par de frambuesas luminosas. La piel le duele y algunas noches no puede dormir. A mí me impresiona tanto esa luz palpitante alrededor de su cuello, que solemos pasar las noches en vela.

Aquella tarde, cuando escuché el grito de Ana, entré a la pieza sin dudar. Ella me siguió, con el mismo terror. El alarido fue horroroso. Forzamos la puerta, cerrada con llave. Ana estaba tirada en el suelo, con los ojos blancos, presa de una convulsión. Evité que se tragara la lengua y la sostuve entre mis brazos. La cargué hasta la cama y esperé a que se recuperara. Ella le trajo un poco de agua. Noté que había algo extraño en la pieza. Todo parecía igual que siempre, pero no. Algo había cambiado. Tomé entre mis manos una taza, que contenía algo de café. Estaba fabricada con el material milagroso. La sentí latir, apenas, entre mis dedos, vi como se iluminaba, apenas. La busqué a ella con la mirada. ¿Y sí no es un insecto, o una bacteria o un parasito, el culpable de todo esto? ¿Qué sabemos, acaso, sobre la verdadera naturaleza de este material? Ana despertó sobresaltada. Me acerqué a ella y le pregunté quién era el Presidente. Largó una carcajada y no respondió. Durante unos segundos, hubo silencio… Lo primero que recuerdo es un gato de yeso apoyado sobre la mesa. La casa es muy fría y el gato indiferente…  


No hay comentarios:

Publicar un comentario