martes, 14 de marzo de 2017

Una rata muerta entre los geranios



                                                                                         Siempre sueño con lo mismo. Es un sueño angustiante, descorazonador. Una pesadilla recurrente. Siempre, en el sueño, es de noche. Las calles son amarillas y negras. Estoy en un barrio desconocido, nunca puedo distinguir en cual. Desconozco las veredas por las que camino, también las casas apagadas, silenciosas. Se, por algún motivo, para que dirección tengo que caminar, pero entiendo, también, que estoy muy lejos de mi destino. Camino y camino, pero nunca avanzo. A pesar de ser una hora alta de la noche, hay mucha gente caminando por la calle. La mayoría de esa gente también parece pérdida, desorientada, lejos de sus hogares. Varios me piden indicaciones, algún dato de cómo llegar, de para donde avanzar, aunque sea. Pero no puedo ayudarlos, estoy casi tan extraviado como ellos. Esto fue lo que se vivió el sábado a la madrugada, en Olavarría, después del recital. Fue como vivir, en carne y alma, una pesadilla.


Cuando empecé a escuchar a Los Redondos, ser ricotero significaba algo. Ahora, no sé. La figura del Indio se convirtió en un envase vacío, donde cada uno deposita sus fantasías, sus frustraciones, sus anhelos, todo. Y cada uno tiene una visión de ese ídolo, y cada visión es válida. No hace falta, ni siquiera, escuchar al Indio. Ya se perdió como referencia humana. Ahora, cuando las cosas salieron mal (y mal es que murieron dos), el mismo mecanismo se aplica al revés: el Indio se convierte en el responsable de todas las cosas terribles que sufrimos. No sólo de los muertos y de los heridos, también del frío, de las horas de espera, de haber quedado varados, de los empujones, de que no haya baños ni carteles indicadores, del colapso en la ruta, de los micros que se fueron y dejaron gente, de todo es responsable. Le reclamamos como a un padre que nos abandonó, como a un amor que no nos corresponde, como si Dios nos hubiera expulsado del Paraiso. Nosotros que damos todo, y vos, ¿qué nos das? Tal vez la pregunta a hacernos es ¿Cuándo el Indio nos pidió que dejáramos todo por él?


La explicación de lo que pasó, si uno escucha o ve los medios, recae en algunas palabritas. Ego, codicia, ambición, capricho. Escuchar esto, y no sólo escucharlo de Polino o símiles comentadores, sino de gente que estuvo en el recital, es la demostración que el sentido de ser de ricotero está en duda. En disputa, diría. Los que piden que el Indio salga a hablar, ¿saben, en primera instancia, por qué el Indio no da conferencias de prensa, ni notas, ni va a promocionar sus discos al programa de Mirtha Legrand?. Los que piden que haya policía, ¿saben, en primera instancia, por qué la policía no está ni cerca en los shows del Indio? Los que piden más fechas y, por qué no, que toque en el Mangueras Mussmano Rock Festival, ¿saben, en primera instancia, por qué tocan en lugares tan grandes y alejados? ¿cómo se llegó a esa solución? ¿escucharon, alguna vez, la frase “solos y de noche”? Y esto, que es lo que queda, es nomas parte de una liturgia, una serie de rituales automatizados que se hacen porque, pareciera, que siempre se hicieron, sin que pensemos por qué los estamos haciendo.


Los medios y las redes sociales se han convertido en un vertedero de opiniones variopinto, sí, pero cuyos plurales cañones apuntan a un solo lado. La figura del Indio es cuestionada desde todo punto de vista. Se lo acusa de ególatra, de haber organizado todo esto para sentirse poderoso y amado. Se lo acusa de codicioso, de haber organizado todo esto para seguir nadando en billetes de cien dólares. Es increíble la faena. Los recitales de Los Redondos, y luego del Indio, son multitudinarios y de recaudaciones fastuosas desde hace un par de décadas. Hacer esas acusaciones ahora suena raro. No veo a estos tipos tan preocupados por tragedias como las de Iron Mountain, donde doce bomberos murieron por un incendio intencional, generado para borrar evidencias de lavado de dinero de bancos extranjeros. Pero, bueno, tenemos que entender que lo que molesta es otra cosa. Aunque, también cabe aclarar, que músicos supuestamente progres también opinaron en este sentido. Bandas que no meten mil personas en una plaza ni tocando gratis, se sienten con autoridad para decir cómo deberían manejarse 300 mil. Es como si yo quisiera enseñarle a Messi a patear tiros libres.


El carozo de todo esto es, era, será, la libertad. Cuando era empecé a escuchar a Los Redondos, repito, significaba algo. Esta banda creció al fuego de ciertas ideas contraculturales, que plantean la necesidad de crear nuestros propios espacios de libertad, de creación, de expresión, alejados de las formas prefabricadas de la industria cultural, más asociada a la noción de espectáculo. Los Redondos cantaban, pero también daban lugar a toda clase de expresiones artísticas. Era eso y eso fue mutando, pero manteniendo el espíritu. La mística de la banda, la misa, consistía en la creación, el sostenimiento y el crecimiento de un espacio propio, compartido con el público, que fue multiplicándose con los años. Y la banda siempre dio pasos en ese sentido. Eligió producir sus discos y organizar sus recitales. Eligio estar por fuera de toda la menesunda, el caretaje y mentira del ambiente del rock. Eligió no ser parte del circo mediático. Y no fue marketing, como señalan algunos ahora. Era la idea. Era pensar que no era necesario transar con las discográficas, con los sponsors, con los medios, para ser parte. Hacer valer tus propias condiciones. Como dijera el Indio alguna vez, tocar en un lugar donde la marca que auspicia al festival no sea más importante que la música. Todo un ególatra. Pero la sensación que tuve el sábado fue que eso se perdió. Que nadie sabe bien por qué está ahí. Y que ese espacio de libertad que nos brinda, no lo usamos ni lo disfrutamos de la manera en que debiéramos. Es el mismo reviente, el mismo aguante, el mismo collar de anécdotas que te pueden narrar los miembros de una hinchada de futbol. Se ha convertido en parte de la misa a una especie de sacrificio y devoción exageradas, como si estuviéramos en una procesión a Lujan o al Gauchito Gil.


En la feria de artesanos de plaza Italia, había un tipo que vendía libros. Tenía un sistema bastante particular: los libros no tenían un precio fijo, vos elegías el que querías y pagabas lo que te parecía que valía. La idea era generar un sistema solidario en el que cualquiera pueda acceder al libro que quisiera, por más que no tuviera mucha plata. Obvio, no resultó, la gente se llevaba varios libros y pagaba con monedas. El pobre librero tuvo que modificar el sistema. En los recitales del Indio, se puede entrar gratis, dicen. Claro que la cuestión pasa por el mismo lado. No es sentirse un boludo por pagar. Si pagás, ayudás a que esa fiesta se matenga, subsista. Si no podes, porque no tenes un mango, porque hay miles de ricoteros que son desclasados, marginales, igual podés acceder. Me agarra una ulcera cuando escucho a pibes y pibas, conchetos de Barrio Norte, que van porque quieren vivir el pogo de JiJiJi (como los japoneses quieren conocer la cancha de Boca) y van porque, según afirman, es gratis. No es gratis, hay un sentido detrás de eso. Y ese sentido, en todo aspecto, es lo que se perdió, es la razón para que estas misas o se replanteen o mueran. Las únicas frases que se ven en remeras son la tautológica “Vivir sólo cuesta vida” o “Único héroe en este lio” o “Ladrón de mi cerebro” o “Siempre extrañándote”, la última en clara alusión al ansiado (e imposible) retorno de Los Redondos. La gente parece distraída y hasta indiferente cuando suenan los temas del Indio, pero se emociona ni bien aparece un mínimo acorde ricotero. El enorme bagaje ideológico, iconográfico, mitológico y contracultural fue reducido a una mera liturgia, un ritual donde hay que cumplir ciertos pasos, como comer la hostia y beber el vino y listo, cada uno a su casa, salvado del Infierno. Una ceremonia vacía donde parece sobrevivir un vestigio de algo que, alguna vez, supo ser importante.


Entre todas las cosas que se dicen, la crítica más feroz es que el Indio tiene plata y anda en avión privado. Hay que ser bastante cínico para decir, es un argumento tan ridículo que hasta da pereza desmontar. Mejor sería señalar la absoluta ausencia del Estado después del evento y cuando digo Estado no quiero decir, como sobreentienden algunos, policía. Digo ambulancias, digo Defensa Civil, digo carteles indicadores. Después del recital, Olavarría fue tierra liberada. Sin embargo, y esto hay que decirlo, no hubo grandes problemas ni disturbios ni nada. A los que pudimos ayudamos y los que pudieron nos ayudaron. El clima fue tranquilo, con preocupación sí, pero sin desmanes ni desbordes. Tal vez no todo este perdido, entonces. Tal vez esta proscripción que vamos a sufrir sirva para algo. Tal vez deberíamos volver a escuchar y pensar un poco que nos dio el Indio. La libertad, la conciencia, el pararte frente a los pisotones. En Olavarría, reivindicó a las Abuelas y a Milagro Sala. Eso debería decirnos algo. Ahora que Dios, parece dejarnos, parece definitivamente elevarse al cielo de la incertidumbre, tal vez deberíamos revisar su legado. Y hacer un Dios nuevo, mejor hecho y bajo nuestro pulgar. El límite es el Cielo.

(me reservo para otra ocasión, tal vez con las ideas más claras, los escabrosos detalles de esos agitados días en Olavarría)


                                                                     

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