Cuando
empecé a escuchar a Los Redondos, ser ricotero significaba algo. Ahora, no sé.
La figura del Indio se convirtió en un envase vacío, donde cada uno deposita
sus fantasías, sus frustraciones, sus anhelos, todo. Y cada uno tiene una
visión de ese ídolo, y cada visión es válida. No hace falta, ni siquiera,
escuchar al Indio. Ya se perdió como referencia humana. Ahora, cuando las cosas
salieron mal (y mal es que murieron dos), el mismo mecanismo se aplica al
revés: el Indio se convierte en el responsable de todas las cosas terribles que
sufrimos. No sólo de los muertos y de los heridos, también del frío, de las
horas de espera, de haber quedado varados, de los empujones, de que no haya
baños ni carteles indicadores, del colapso en la ruta, de los micros que se
fueron y dejaron gente, de todo es responsable. Le reclamamos como a un padre
que nos abandonó, como a un amor que no nos corresponde, como si Dios nos
hubiera expulsado del Paraiso. Nosotros que damos todo, y vos, ¿qué nos das? Tal
vez la pregunta a hacernos es ¿Cuándo el Indio nos pidió que dejáramos todo por
él?
La
explicación de lo que pasó, si uno escucha o ve los medios, recae en algunas
palabritas. Ego, codicia, ambición, capricho. Escuchar esto, y no sólo
escucharlo de Polino o símiles comentadores, sino de gente que estuvo en el
recital, es la demostración que el sentido de ser de ricotero está en duda. En
disputa, diría. Los que piden que el Indio salga a hablar, ¿saben, en primera
instancia, por qué el Indio no da conferencias de prensa, ni notas, ni va a
promocionar sus discos al programa de Mirtha Legrand?. Los que piden que haya policía,
¿saben, en primera instancia, por qué la policía no está ni cerca en los shows
del Indio? Los que piden más fechas y, por qué no, que toque en el Mangueras Mussmano
Rock Festival, ¿saben, en primera instancia, por qué tocan en lugares tan
grandes y alejados? ¿cómo se llegó a esa solución? ¿escucharon, alguna vez, la
frase “solos y de noche”? Y esto, que es lo que queda, es nomas parte de una
liturgia, una serie de rituales automatizados que se hacen porque, pareciera,
que siempre se hicieron, sin que pensemos por qué los estamos haciendo.
Los medios
y las redes sociales se han convertido en un vertedero de opiniones variopinto,
sí, pero cuyos plurales cañones apuntan a un solo lado. La figura del Indio es
cuestionada desde todo punto de vista. Se lo acusa de ególatra, de haber
organizado todo esto para sentirse poderoso y amado. Se lo acusa de codicioso,
de haber organizado todo esto para seguir nadando en billetes de cien dólares. Es
increíble la faena. Los recitales de Los Redondos, y luego del Indio, son
multitudinarios y de recaudaciones fastuosas desde hace un par de décadas. Hacer
esas acusaciones ahora suena raro. No veo a estos tipos tan preocupados por
tragedias como las de Iron Mountain, donde doce bomberos murieron por un incendio
intencional, generado para borrar evidencias de lavado de dinero de bancos
extranjeros. Pero, bueno, tenemos que entender que lo que molesta es otra cosa.
Aunque, también cabe aclarar, que músicos supuestamente progres también opinaron
en este sentido. Bandas que no meten mil personas en una plaza ni tocando
gratis, se sienten con autoridad para decir cómo deberían manejarse 300 mil. Es
como si yo quisiera enseñarle a Messi a patear tiros libres.
El
carozo de todo esto es, era, será, la libertad. Cuando era empecé a escuchar a
Los Redondos, repito, significaba algo. Esta banda creció al fuego de ciertas
ideas contraculturales, que plantean la necesidad de crear nuestros propios
espacios de libertad, de creación, de expresión, alejados de las formas
prefabricadas de la industria cultural, más asociada a la noción de espectáculo.
Los Redondos cantaban, pero también daban lugar a toda clase de expresiones artísticas.
Era eso y eso fue mutando, pero manteniendo el espíritu. La mística de la
banda, la misa, consistía en la creación, el sostenimiento y el crecimiento de
un espacio propio, compartido con el público, que fue multiplicándose con los
años. Y la banda siempre dio pasos en ese sentido. Eligió producir sus discos y
organizar sus recitales. Eligio estar por fuera de toda la menesunda, el
caretaje y mentira del ambiente del rock. Eligió no ser parte del circo mediático.
Y no fue marketing, como señalan algunos ahora. Era la idea. Era pensar que no
era necesario transar con las discográficas, con los sponsors, con los medios,
para ser parte. Hacer valer tus propias condiciones. Como dijera el Indio
alguna vez, tocar en un lugar donde la marca que auspicia al festival no sea
más importante que la música. Todo un ególatra. Pero la sensación que tuve el sábado
fue que eso se perdió. Que nadie sabe bien por qué está ahí. Y que ese espacio
de libertad que nos brinda, no lo usamos ni lo disfrutamos de la manera en que debiéramos.
Es el mismo reviente, el mismo aguante, el mismo collar de anécdotas que te
pueden narrar los miembros de una hinchada de futbol. Se ha convertido en parte
de la misa a una especie de sacrificio y devoción exageradas, como si estuviéramos
en una procesión a Lujan o al Gauchito Gil.
En la
feria de artesanos de plaza Italia, había un tipo que vendía libros. Tenía un
sistema bastante particular: los libros no tenían un precio fijo, vos elegías
el que querías y pagabas lo que te parecía que valía. La idea era generar un
sistema solidario en el que cualquiera pueda acceder al libro que quisiera, por
más que no tuviera mucha plata. Obvio, no resultó, la gente se llevaba varios
libros y pagaba con monedas. El pobre librero tuvo que modificar el sistema. En
los recitales del Indio, se puede entrar gratis, dicen. Claro que la cuestión
pasa por el mismo lado. No es sentirse un boludo por pagar. Si pagás, ayudás a
que esa fiesta se matenga, subsista. Si no podes, porque no tenes un mango,
porque hay miles de ricoteros que son desclasados, marginales, igual podés
acceder. Me agarra una ulcera cuando escucho a pibes y pibas, conchetos de Barrio
Norte, que van porque quieren vivir el pogo de JiJiJi (como los japoneses
quieren conocer la cancha de Boca) y van porque, según afirman, es gratis. No es
gratis, hay un sentido detrás de eso. Y ese sentido, en todo aspecto, es lo que
se perdió, es la razón para que estas misas o se replanteen o mueran. Las únicas
frases que se ven en remeras son la tautológica “Vivir sólo cuesta vida” o “Único
héroe en este lio” o “Ladrón de mi cerebro” o “Siempre extrañándote”, la última
en clara alusión al ansiado (e imposible) retorno de Los Redondos. La gente
parece distraída y hasta indiferente cuando suenan los temas del Indio, pero se
emociona ni bien aparece un mínimo acorde ricotero. El enorme bagaje ideológico,
iconográfico, mitológico y contracultural fue reducido a una mera liturgia, un
ritual donde hay que cumplir ciertos pasos, como comer la hostia y beber el
vino y listo, cada uno a su casa, salvado del Infierno. Una ceremonia vacía
donde parece sobrevivir un vestigio de algo que, alguna vez, supo ser
importante.
Entre
todas las cosas que se dicen, la crítica más feroz es que el Indio tiene plata
y anda en avión privado. Hay que ser bastante cínico para decir, es un
argumento tan ridículo que hasta da pereza desmontar. Mejor sería señalar la
absoluta ausencia del Estado después del evento y cuando digo Estado no quiero
decir, como sobreentienden algunos, policía. Digo ambulancias, digo Defensa
Civil, digo carteles indicadores. Después del recital, Olavarría fue tierra
liberada. Sin embargo, y esto hay que decirlo, no hubo grandes problemas ni
disturbios ni nada. A los que pudimos ayudamos y los que pudieron nos ayudaron.
El clima fue tranquilo, con preocupación sí, pero sin desmanes ni desbordes. Tal
vez no todo este perdido, entonces. Tal vez esta proscripción que vamos a
sufrir sirva para algo. Tal vez deberíamos volver a escuchar y pensar un poco
que nos dio el Indio. La libertad, la conciencia, el pararte frente a los
pisotones. En Olavarría, reivindicó a las Abuelas y a Milagro Sala. Eso debería
decirnos algo. Ahora que Dios, parece dejarnos, parece definitivamente elevarse
al cielo de la incertidumbre, tal vez deberíamos revisar su legado. Y hacer un
Dios nuevo, mejor hecho y bajo nuestro pulgar. El límite es el Cielo.
(me reservo para otra ocasión, tal vez con
las ideas más claras, los escabrosos detalles de esos agitados días en
Olavarría)
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