Lo
único que heredó del tío abuelo de su madre fue un álbum de estampillas, un
gato de yeso y trescientas fotografías en blanco y negro, atadas todas con un
prolijo cordel amarillo. Siendo ella la última sobreviviente de esa rama
familiar, cargó con las tres nuevas pertenencias hasta su casa, mientras la
invadía la responsabilidad de hacer perdurar el legado familiar y la apatía de
acumular cosas que, en realidad, veía como innecesarias.
El
álbum de estampillas, a pesar de su conjeturable valor, fue un desencanto. Era un
álbum en blanco, con apenas tres estampillas uruguayas con la cara de Artigas,
una de la Hungría soviética y otra de un ya inexistente país africano. Las hojas,
para colmo, estaban pegoteadas por la humedad de los años y se partían con
facilidad al intentar darlas vuelta.
El
gato de yeso, vestido con una estridente pintura verde, encontró su sitio en la
mesita de luz, junto a la cama. La horrida estatua dormía, noche tras noche,
sentada y con los ojos abiertos, como si vigilara todos sus movimientos. A veces,
cuando ella estaba distraída leyendo u hojeando el celular, le parecía que el
gato movía sus ojos amarillos y estrábicos. Algunas noches, en las que ella
volvía en un horario desacostumbrado, le parecía oír un débil maullido detrás de
la puerta, que le reclamaba por su prolongada ausencia.
Las
trescientas fotos estimulaban un poco su imaginación. Todas lucían un elegante
blanco y negro, que aumentaba sobre ellas su tono misterioso. Apenas podía
reconocer a un puñado de las decenas y decenas de rostros que se esparcían por
las fotos. Observando, pudo asociar algunos rostros que se repetían,
situaciones evidentes y relaciones filiales, pero nunca pudo escarbar más allá.
Los rostros le generaban, eso sí, todos alguna reacción; había algunos que le
producían risa, otros ternura, otros asco, otros tristeza, otros incertidumbre,
otros alegría, otros satisfacción, otros nostalgia, otros indiferencia. Había uno
en particular, que pertenecía a una joven bastante anodina, que le recordaba a
la salsa blanca. Cada vez que la veía, y era una de las caras que más se
repetía, le daban ganas de comer salsa blanca. Nunca pudo precisar cuál era el
motivo de esa conexión; tal vez los dientes blanquecinos, tal vez la mirada
vidriosa, tal vez la piel lechosa, que en las fotos parecía un mármol líquido. Sin
importar la hora del día, con sólo ver una imagen de la joven, el antojo se le
despertaba. Sin perder tiempo, se dirigía a la cocina y preparaba una porción
desmesurada de salsa blanca. A veces, la acompañaba con fideos, en otras con ravioles
y las menos de las veces con sorrentinos. Hubo ocasiones en las que,
desesperada por la salsa, simplemente la comía con un pedazo de pan blanco.
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