miércoles, 8 de marzo de 2017

El gato de yeso

Lo único que heredó del tío abuelo de su madre fue un álbum de estampillas, un gato de yeso y trescientas fotografías en blanco y negro, atadas todas con un prolijo cordel amarillo. Siendo ella la última sobreviviente de esa rama familiar, cargó con las tres nuevas pertenencias hasta su casa, mientras la invadía la responsabilidad de hacer perdurar el legado familiar y la apatía de acumular cosas que, en realidad, veía como innecesarias.
El álbum de estampillas, a pesar de su conjeturable valor, fue un desencanto. Era un álbum en blanco, con apenas tres estampillas uruguayas con la cara de Artigas, una de la Hungría soviética y otra de un ya inexistente país africano. Las hojas, para colmo, estaban pegoteadas por la humedad de los años y se partían con facilidad al intentar darlas vuelta.
El gato de yeso, vestido con una estridente pintura verde, encontró su sitio en la mesita de luz, junto a la cama. La horrida estatua dormía, noche tras noche, sentada y con los ojos abiertos, como si vigilara todos sus movimientos. A veces, cuando ella estaba distraída leyendo u hojeando el celular, le parecía que el gato movía sus ojos amarillos y estrábicos. Algunas noches, en las que ella volvía en un horario desacostumbrado, le parecía oír un débil maullido detrás de la puerta, que le reclamaba por su prolongada ausencia.

Las trescientas fotos estimulaban un poco su imaginación. Todas lucían un elegante blanco y negro, que aumentaba sobre ellas su tono misterioso. Apenas podía reconocer a un puñado de las decenas y decenas de rostros que se esparcían por las fotos. Observando, pudo asociar algunos rostros que se repetían, situaciones evidentes y relaciones filiales, pero nunca pudo escarbar más allá. Los rostros le generaban, eso sí, todos alguna reacción; había algunos que le producían risa, otros ternura, otros asco, otros tristeza, otros incertidumbre, otros alegría, otros satisfacción, otros nostalgia, otros indiferencia. Había uno en particular, que pertenecía a una joven bastante anodina, que le recordaba a la salsa blanca. Cada vez que la veía, y era una de las caras que más se repetía, le daban ganas de comer salsa blanca. Nunca pudo precisar cuál era el motivo de esa conexión; tal vez los dientes blanquecinos, tal vez la mirada vidriosa, tal vez la piel lechosa, que en las fotos parecía un mármol líquido. Sin importar la hora del día, con sólo ver una imagen de la joven, el antojo se le despertaba. Sin perder tiempo, se dirigía a la cocina y preparaba una porción desmesurada de salsa blanca. A veces, la acompañaba con fideos, en otras con ravioles y las menos de las veces con sorrentinos. Hubo ocasiones en las que, desesperada por la salsa, simplemente la comía con un pedazo de pan blanco.

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