Hoy
a la mañana caminé hasta la parada del micro a través de la plaza. Cuando estaba
por llegar a la esquina, escuché un grito. Instintivamente, me di vuelta y mis
ojos se cruzaron con el de un hombre torcido, borracho, desalineado y cargando
un balde plástico. Me insulté a mí mismo y apuré el paso, pero el semáforo cortó
y me dejó atrapado. El hombre se acercó y se paró junto a mí. Yo te a conozco a
vos, me dijo, estuvimos juntos en la jaula. Lo miré. Tenía una barba oscura y
los ojos rojos. Los dientes amarillos parecían escaparse de la boca. No respondí
a su pregunta y observé el contador rojo del semáforo. Estuvimos juntos en la
jaula, repitió, vos y yo, ¿no te acordás? No me acuerdo, le respondí, algo
titubeante. ¿Cómo que no te acordás? Dio un paso para atrás como si tratara de
dejar el balde en el suelo. En ese momento, tuve miedo de que intentara
pegarme. Le di la espalda y volví a escuchar su vos. Yo te voy a hacer acordar,
me dijo, estuvimos juntos. Volví a mirarlo. Su rostro se pegó al mío y me
invadió un hedor acido. Te estás confundiendo, le respondí. Pensé que qué
pasaba si tenía que pelearme. Probablemente, si lo empujaba, el hombre caería
sobre las baldosas, desarmado por su condición etílica, y se rompería algún
hueso o, en el peor de los casos, se abriría la mollera. ¿Vos me decís que yo
estoy confundido? me dijo. El contador del semáforo parecía estancando en el
diez. Si se ponía en verde, cruzaría la calle y sería más fácil ignorarlo.
Bueno, está bien, farfulló el hombre. Agachó la cabeza y se dio vuelta. El semáforo
fue verde y crucé la calle. Sentí que el cuerpo se me relajaba, aunque no me
había dado cuenta que estaba tan tenso. Desde la parada, lo vi charlando con el
tipo que atiende el puesto de panchos. El hombre no soltaba su balde de plástico.
Me pregunté cómo habría sido su noche, desde cuándo vendría esa caída, cómo era
su vida. Un poco de pena tuve por él. Suspiré y subí al micro. Una manera de
quitarse la modorra de la mañana.
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