Hoy
hubo niebla. Creo que ya hablé de la niebla. La Plata es una ciudad húmeda y
hay niebla cada quince días. La de hoy fue densa. La gente parecía sombras moviéndose
por una marea blanca. La niebla es llamativa. La quietud que trae simula a
nuestro alrededor una especie de soledad. Nos parece que la ciudad está
deshabitada. Nos sumergimos en un territorio de ensueño donde los sonidos, las
luces y las siluetas empiezan a ser lo único que tenemos para guiarnos. Ahí,
como un sol obturado, el farol de la calle. Allá, el rugido de un auto o una
frenada. Las baldosas flojas delatan a alguien que se acerca. Un hombre se
corporiza, como si fuera vomitado por la niebla. Uno va sintiendo la humedad en
la cara. El pelo se moja levemente y comienza a retorcerse. Sentís que una gota
se estanca en el parietal. Es un lago imperceptible en la frente. Un movimiento
brusco hace que caiga sobre el ojo. Te lo secás y observás una fina capa de
puntos blancos que se mueve en el aire. El viento sacude apenas la cortina de
humedad que no alcanza a ser una lluvia, pero moja. La ropa se convierte en una
tela pastosa y fría, ya no protege de la baja temperatura, ha sucumbida ante el
abrazo silencioso de la humedad. Las cosas se van empapando lentamente, el
papel se ablanda y pierde sensibilidad. El óxido anida en todas las puertas y
picaportes que reciben el beso húmedo de la niebla. Los huesos duelen, crujen,
se vuelven una bisagra rechinante y vencida. Las paredes se descascarán, se
desmigajan, caen pedazos de la piel de látex dejando ver capas y capas de vestidos
anteriores que lucieron. Todo se va muriendo de a poco, perece ante el avance
cansino e imparable de la niebla. No se
puede vivir así. Lo que mata es la humedad.
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