Desde
hacía unos meses, Ana vivía en una habitación con esas características. La cama
y el colchón, la mesita de luz y la lampara, la biblioteca y los libros, el
suelo y las ventanas, estaban hechos con ese material. A ella no le gustaba la
idea, aunque se había resignado. Algo en esa cosa le molestaba, algo no
terminaba de cerrarle. Desde hacía unos meses, Ana sentía en ella un cambio, un
cambio profundo pero imperceptible, y, de alguna forma, el material estaba
involucrado. Siempre le decíamos que era cosa de ella, que se estaba
persiguiendo, que deje lo que estuviera tomando. Tardaríamos bastante en darnos
cuenta que tenía razón. Aunque ya en esa época, algunas investigaciones daban
conclusiones terroríficas sobre la verdadera naturaleza del material.
martes, 28 de marzo de 2017
La Fuente parecía inagotable
Cuando
encontraron ese material, la emoción de todos fue indescriptible. Cambiarían nuestras
vidas, las vidas de todo el planeta, afirmaban. Lo descubrieron exploradores en
alguna región pérdida de África, en algún país que cambió de nombre a los pocos
meses. Según cuenta la historia, repetida hasta el hartazgo, cuando se
encontraron con ese material blanco, maleable, suave, irrompible, terso,
liviano, resistente, ignifugo, creyeron estar sufriendo una especie de sueño
colectivo. Era demasiado bueno para ser real. Cargaron unas muestras y los científicos
comprobaron la veracidad del hallazgo. Incluso fueron más allá: se atrevieron a
decir que las formas industriales como las conocíamos se habían terminado. Hubo
una gran disputa para hacerse con la explotación de la mina africana; las
grandes empresas comprendieron, con la rapidez habitual, que ostentar el
monopolio del material era ostentar el futuro. La voracidad no era para menos. No
había objeto que no pudiera fabricarse con él; desde juguetes para los niños
hasta maquinaria pesada para la industria, pasando por autos, electrodomésticos
o muebles para el hogar. Era, además, fácil de manufacturar. El gran sueño de
todo empresario. Las corporaciones multinacionales se arrancaban los ojos y
hasta había amenazas de guerra o de intervenciones militares. Pero la disputa
duró poco. Comenzaron a descubrirse yacimientos por todo el planeta. En cada
país del mundo, fueron encontrando enormes cantidades del material milagroso. En
cada bosque, en cada selva, en cada montaña, pero también en cada pueblo, en cada
barrio, en cada ciudad. Surgía de la tierra, como si fuera agua. Había para
todos. Los ánimos se calmaron, no existía la necesidad de seguir peleando. La fuente
parecía inagotable. Tanto se abarataban los costos, tan fácil de trasladar era,
tan seguro era, tan bello era, que todo objeto comenzó a fabricarse con él. Casas
enteras, con todo incluido, estaban compuestas por el material. Invadió la vida
del planeta como casi ninguna otra cosa antes.
viernes, 24 de marzo de 2017
Nadie llora así
Cuando
lo miro, siento algo acá, algo que me duele. Y me pregunto siempre como pueden
convivir esas dos cosas en mí. Es que sé que no es así. Lo digo, ya pasó, ya no
me interesa. Pero algo dentro me sigue pasando, como si me quisiera mentir a mí
misma y no puedo, no se por qué. Parece como la novela esa la de la chica que
se enamora del patrón que en realidad es el hermano pero en realidad no, y una
la ve, la vemos con la tía, sabemos que es una pavada, y hasta ridícula, porque
nadie llora así en la vida real y lo digo de cuando recuerdo que a Nancy la
dejó el marido, que se fue con una chica del otro barrio, y ella se quedó sola
con los chicos y no gritó ni se arrancó la ropa, se quedó en silencio y salió a
trabajar, porque él los mantenía, y lo hizo para alimentar a los chicos, pero
no lloró ni nada, siguió con su vida, eso sí, de vez en cuando se queda en
silencio y sus ojos parecen como si se cayeran. Pero no es eso lo que decía,
decía que una puede pensar dos cosas que se contradigan como cuando ves la
novela y ves que eso no es real, pero igual no podés dejar de verla y te pones
mal cuando les va mal o cuando termina y te quedas preocupada y la tía dice
Pobre chica, como una manera de aliviar el dolor, de alejarlo, de ponerlo en un
lugar que no moleste. Decía, entonces, de por qué una puede decir que algo no
le molesta, que está bien así, convencerse de algo que no desea, que no
siente, que no cree, que no piensa, de algo que le sigue molestando por más que
lo niegue y entonces le agarra esa cosa en el pechito, porque es el pechito, no
es todo el pecho, es ese pedacito de cuerpo donde se siente como si te apretaran unos dientes
muy fuertes, como si quisieran meterte la piel para adentro del cuerpo, como si
quisieran partirte un pedacito de alma, y eso que yo no creo en esas cosas,
pero la tía siempre dice que hay un alma y debe ser así nomás si no, no se entiende
por qué se puede sufrir tanto por alguien, que cuando uno lo piensa tal vez no
valga tanto y recuerdo a Marisa que tanto se dejó sufrir por el tipo ese, que
aunque ella dijera que no, todos sabían que le pegaba a ella y al nene, pero
ella que no, que es bueno, y que se yo que más, y después el tipo se murió de
un infarto, porque se la pasaba fumando y chupando y comiendo fiambre, o al
menos eso decía la tía, y Marisa se puso triste, tanto que lloraba desconsolada
en el funeral, sola, porque los demás estábamos contentos con que se haya
muerto, porque era un mal bicho, y después de unos meses Marisa se consiguió a
otro y este es mucho mejor, la cuida a ella y siempre le regala caramelos al
nene, y anda en una moto verde, cuando pasa por acá siempre me saluda, es un
buen chico, pero eso es en lo que pienso cuando siento eso que me pasa y me
sonrío y un poco se me pasa. Pero es por un rato nomás, o cuando me acuerdo de
otras cosas, de cuando era chica y mi madre me decía que debía prepararme para
servir a un hombre, para que me mantenga y yo no entendía, porque se me caían
los platos cuando los lavaba o se me quemaba la comida y ella me decía que era
una inútil y yo me lo creía, aunque con el tiempo me di cuenta que no era tan
así, pero igual un poco me la sigo creyendo y pienso que soy una inútil, y creo
que por eso debe ser que todo me sale al revés y que digo que las cosas que me
molestan no me molestan, y después me agarra esa cosa en el pechito, y la tía
dice que siempre pide por mí, sobre todo cuando va a la iglesia, aunque yo sé
que también pide por otros lados, pero a mí me gusta cuando le pide a la
Virgencita, y eso que yo no creo mucho en esas cosas, pero en la Virgencita sí
creo, por esa cara como triste que siempre tiene, como si le faltara algo, con
esos ojos caídos, es mejor que otros santos, como el Gauchito, que a mí me da
miedo porque te maldice si no cumplís con las promesas y mirá si una quiere
cumplir con la promesa y no puede, entonces te maldice capaz sin merecerlo y
eso no tiene arreglo. Pero les decía que a veces me siento una inútil porque me
lo han dicho tantas veces que me lo creo, aunque yo sé que no lo soy y sé hacer
muchas cosas, no solo de la casa, sino otras también, como cantar y a todos les
gusta como canto, los domingos, cuando vienen los tíos y traen algunos
instrumentos, y comienzan a cantar canciones de Los Palmeras o Los Wawanco, yo
canto con ellos y a veces canto sola y me felicitan porque afino bien y me sé
las letras y además, como dijo uno de los tíos, tengo sentimiento y entonces
termino de cantar y tomo un vaso de vino y ya no me acuerdo de por qué me
siento mal y a la vez bien, ni de si soy o no una inútil, ni del dolor en el
pechito, ni tampoco de él, ni de su rostro, ni de su voz, y siento como una cosa
agradable en el cuerpo y me parece que soy feliz, aunque sea por un rato.
miércoles, 22 de marzo de 2017
La Oscura Risa de Todos Estos Meses
El
verde se esparce, invasivo, casi hasta la raíz. Allí, como finos cables
oscuros, el pelo se pierde en la piel blanca. Pero, para ver eso, la mano debe
ayudar al ojo. A simple vista, a lo lejos o a lo cerca, con un golpe de iris o
deteniendo la mirada, nomás se ve una abundante cabellera verde, inflada, viva,
firme y volátil, como un copo de algodón de azúcar esmeralda. Cada uno de los
habitantes, fulgurosos, de ese cabello, como filamentos pegados, conforman un
primer signo distinguible de su fisionomía. Luego, como si fuera pintada por la
misma mano, la piel blanca, mortecina, agrietada, descascarada como una pared
húmeda. El color original es imposible de distinguir; en algún momento se creía
que era un maquillaje, pero cada vez más sospechan que así es su verdadera
piel. “La prueba más evidente, más clara, más concreta, más contundente, del
fracaso absoluto de la escuela privada en la Argentina es el Presidente y todo
su gabinete de ministros”. La remera violeta, brillante, que viste con cierto
orgullo, que carga su cuerpo delgado y fibroso; los guantes, del mismo color,
decoran unas manos huesudas, esqueléticas; el vaquero, llano, común, tal vez el
único detalle que no se destaque. “El Presidente nunca sabe nada, nunca está
enterado de nada, siempre está en Bavia o, mejor dicho, en Chapadmalal”. Sus
labios rojos, partidos, secos, cansados de tanto estirarse, de tanto reír, de
tanto sangrar. Las encías se expanden enormes, rosas como una bola de chicle de
frutilla, descomunales, dolientes como cada día que pasa; entre la comisura de
los dientes, pequeños hilos carmesí caen sobre el amarillo sarroso de cada
pieza, que cuelgan como frutillas albinas. Abre la boca como un abismo. La
lengua descansa dentro, late apenas. El sonido sale del fondo de la garganta,
profundo, demencial. Es una risa. Es su risa. Una carcajada cínica, burlona, al
borde de la humanidad. “Todas las decisiones que se toman apuntan, de una forma
u otra, a destruir las cadenas solidarias dentro de la sociedad”. Sabe que eso
no es gracioso. Es preocupante. Pero no puede evitar reírse. Alcanza a observar
un fondo irónico en la cuestión. “En la Argentina, si robás una gallina, te
linchan, pero si robás 18 millones de dólares, te hacen Presidente”.
lunes, 20 de marzo de 2017
Apuntes sobre la destrucción de un Microcosmos.
El
sol brilla, como si no quisiera. Sus hilos, amarillos y relucientes, invaden
sus cabellos renegridos. Con los dedos, se tapa los ojos. Las manchas
titilantes, huidizas, le devuelven rostros desfigurados, caras partidas. La gata
observa hacia el techo. Mira y no hay nada. La gata sufre alucinaciones. Tal
vez no vea, tal vez la gata escuche. Tal vez haya una voz perdida en el
durlock. Una alimaña húmeda y resbaladiza le quema el bajo corazón; se
retuerce, muerde, lastima, lacera. Busca un papel olvidado en su campera, pero
no lo encuentra. A cambio, pequeños pedacitos de vida se le van cayendo de los
bolsillos; aquel beso, aquel viaje, aquella noche, aquella tarde, aquella
mañana, aquella alegría, aquella tristeza. Se le escurren como arena, se le mezclan,
algunos se parten, otros se rajan, otros quedan cubiertos por el polvillo gris
de la vereda. Los intenta juntar, como quien junta trocitos de vidrio del suelo,
con delicadeza y lentitud, procurando no cortarse la yema de los dedos. Ella se
para al borde del precipicio y observa el agua. Ve su vida como si fuera un río
torrentoso. El cauce se desborda, las orillas desaparecen, la marea crece; la
corriente impetuosa se lleva todo lo que no está aferrado, seguro, adherido a
la tierra por el peso trágico de los años. Se divierte con la situación. En los
oscuros remolinos de los días, se pierden personas, objetos, situaciones, por
las que no vale la pena ni moverse. Una gracia de pájaro blanco se le dibuja en
la boca. No sabe si son sus ojos los que ven. Observa los últimos rayos de sol
que entran por la puerta, ahí donde el cielo se anaranja para volverse violeta.
Hoy es un día tan triste como hermoso, se obliga a admitirlo. Esa cosa en el
pecho continua llameante, como una piedra filosa, como una flor venenosa, como
un pez ardiente que se revuelve sobre sus escamas; una sustancia viscosa,
indefinible, que por momentos es una resignación calma, que por momentos es una
desesperación profunda. El día suena peor que ayer. El viento golpea implacable;
así imagina golpear toda la tarde. El sol observa, indiferente, ajeno al
vendaval. El oleaje pasa mientras, como si las horas no existieran.
viernes, 17 de marzo de 2017
Una columna de humo azul te observa
Corre
la cortina, apenas. Observa la silueta de las casas y de los edificios. Observa
los trazos negros que forman los cables; algunos más gruesos que otros, dibujan
formas geométricas sobre la neblina ocre que se desprende de los focos. Los
árboles oscurecidos son mecidos por un suave viento. Ve un recorte del afuera,
una pequeña viñeta a través del pliego de su cortina. Es el mismo paisaje de
siempre, el mismo que se repite por todos los rincones de la ciudad. El mismo
que sus ojos reconocen cansados, el mismo que tantas veces se ha descrito.
Observa la luna con algo de hastío. Antes una electricidad le recorría los
nervios al verla, como si fuera un ojo blanco que interrogaba, que obligaba a
pensar, a moverse. Ahora, es algo más que recubre el cielo, un farol vacuo que
cuelga de las estrellas. Sin embargo, corrió la cortina por un motivo concreto.
Algo ocurre allí afuera. Algo acecha su tranquilidad. Un humo espeso se dibuja
sobre los techos, terrazas y tejados de la viñeta. Es fácil concluir que hay un
incendio en la refinería. En los últimos meses, sobre todo después de la
Ordenanza, suele haber incendios en la refinería. La primera vez pudo generar
algún murmullo, alguna preocupación; ahora, es parte habitual del paisaje. No,
no es eso. Es otra cosa. Algo horrible. No puede salir a la vereda. Sale al
patio y recorre la parcela verde. Utiliza la medianera para alcanzar el techo.
Se trepa con algo de dificultad. La luz apenas llega allí arriba. El suelo por
donde pisa es una laguna oscura y quebradiza. Intenta pisar donde están los
remaches, aunque en la mayoría de los casos adivina. Ve el cuadro del incendio
con mayor claridad. Es una columna azul que viborea, late, flamea, se mezcla
con las nubes, borra la silueta refulgente de la luna. Entre el humo y los
edificios, se alcanza a observar un resplandor anaranjado, que titila como si
pariera cada voluta azul que surge de él. Se sienta sobre la carga y mira la
tranquilidad que reina en el techo. Algunas piedras decoran las chapas vecinas.
Se escucha un graznido bestial, a unas cuadras de distancia. Dos o tres gatos
saltan, asustados, de un paredón a otro. Oye, también, el agua revuelta de la
zona inundada; a pesar de la distancia, las palabras de la marea llegan hasta
allí. No se sorprende. Es el mismo paisaje de todas las noches, la misma
decoración acartonada. Cierra los ojos y ve una lluvia fulgurante roja, verde y
azul. Se imagina viéndose. Se imagina en el tejado de la casa de alto, contigua
a la suya. Se imagina allí, parada, silenciosa, besada por el frío, escupida
por la lluvia, desnudada por el sol, lamida por el viento, adherida a la chapa,
como si fuera una vela derritiéndose sobre la mesa. Se imagina viéndose. Se
imagina que se ve sentada sobre la carga. Se imagina que se ve con los ojos
cerrados. Se imagina que se ve como una antena satelital más, como una planta
extraña que creció entre la membrana, como un animal salvaje y nocturno que
reposa, como una mujer observada por la luna y el humo azul. Se imagina que se
ve y se imagina que cierra los ojos al verse. Se imagina que aquella ve, ahora,
la lluvia roja, verde y azul. Y que se imagina a ella viéndose a ella. Y se
confunde y se asusta. Y abre los ojos. Y allí esta, imperturbable, la columna de
humo azul. Observa a su izquierda. Allí esta ella observándose a ella. Intenta
abrir los ojos, otra vez.
martes, 14 de marzo de 2017
Una rata muerta entre los geranios
Cuando
empecé a escuchar a Los Redondos, ser ricotero significaba algo. Ahora, no sé.
La figura del Indio se convirtió en un envase vacío, donde cada uno deposita
sus fantasías, sus frustraciones, sus anhelos, todo. Y cada uno tiene una
visión de ese ídolo, y cada visión es válida. No hace falta, ni siquiera,
escuchar al Indio. Ya se perdió como referencia humana. Ahora, cuando las cosas
salieron mal (y mal es que murieron dos), el mismo mecanismo se aplica al
revés: el Indio se convierte en el responsable de todas las cosas terribles que
sufrimos. No sólo de los muertos y de los heridos, también del frío, de las
horas de espera, de haber quedado varados, de los empujones, de que no haya
baños ni carteles indicadores, del colapso en la ruta, de los micros que se
fueron y dejaron gente, de todo es responsable. Le reclamamos como a un padre
que nos abandonó, como a un amor que no nos corresponde, como si Dios nos
hubiera expulsado del Paraiso. Nosotros que damos todo, y vos, ¿qué nos das? Tal
vez la pregunta a hacernos es ¿Cuándo el Indio nos pidió que dejáramos todo por
él?
La
explicación de lo que pasó, si uno escucha o ve los medios, recae en algunas
palabritas. Ego, codicia, ambición, capricho. Escuchar esto, y no sólo
escucharlo de Polino o símiles comentadores, sino de gente que estuvo en el
recital, es la demostración que el sentido de ser de ricotero está en duda. En
disputa, diría. Los que piden que el Indio salga a hablar, ¿saben, en primera
instancia, por qué el Indio no da conferencias de prensa, ni notas, ni va a
promocionar sus discos al programa de Mirtha Legrand?. Los que piden que haya policía,
¿saben, en primera instancia, por qué la policía no está ni cerca en los shows
del Indio? Los que piden más fechas y, por qué no, que toque en el Mangueras Mussmano
Rock Festival, ¿saben, en primera instancia, por qué tocan en lugares tan
grandes y alejados? ¿cómo se llegó a esa solución? ¿escucharon, alguna vez, la
frase “solos y de noche”? Y esto, que es lo que queda, es nomas parte de una
liturgia, una serie de rituales automatizados que se hacen porque, pareciera,
que siempre se hicieron, sin que pensemos por qué los estamos haciendo.
Los medios
y las redes sociales se han convertido en un vertedero de opiniones variopinto,
sí, pero cuyos plurales cañones apuntan a un solo lado. La figura del Indio es
cuestionada desde todo punto de vista. Se lo acusa de ególatra, de haber
organizado todo esto para sentirse poderoso y amado. Se lo acusa de codicioso,
de haber organizado todo esto para seguir nadando en billetes de cien dólares. Es
increíble la faena. Los recitales de Los Redondos, y luego del Indio, son
multitudinarios y de recaudaciones fastuosas desde hace un par de décadas. Hacer
esas acusaciones ahora suena raro. No veo a estos tipos tan preocupados por
tragedias como las de Iron Mountain, donde doce bomberos murieron por un incendio
intencional, generado para borrar evidencias de lavado de dinero de bancos
extranjeros. Pero, bueno, tenemos que entender que lo que molesta es otra cosa.
Aunque, también cabe aclarar, que músicos supuestamente progres también opinaron
en este sentido. Bandas que no meten mil personas en una plaza ni tocando
gratis, se sienten con autoridad para decir cómo deberían manejarse 300 mil. Es
como si yo quisiera enseñarle a Messi a patear tiros libres.
El
carozo de todo esto es, era, será, la libertad. Cuando era empecé a escuchar a
Los Redondos, repito, significaba algo. Esta banda creció al fuego de ciertas
ideas contraculturales, que plantean la necesidad de crear nuestros propios
espacios de libertad, de creación, de expresión, alejados de las formas
prefabricadas de la industria cultural, más asociada a la noción de espectáculo.
Los Redondos cantaban, pero también daban lugar a toda clase de expresiones artísticas.
Era eso y eso fue mutando, pero manteniendo el espíritu. La mística de la
banda, la misa, consistía en la creación, el sostenimiento y el crecimiento de
un espacio propio, compartido con el público, que fue multiplicándose con los
años. Y la banda siempre dio pasos en ese sentido. Eligió producir sus discos y
organizar sus recitales. Eligio estar por fuera de toda la menesunda, el
caretaje y mentira del ambiente del rock. Eligió no ser parte del circo mediático.
Y no fue marketing, como señalan algunos ahora. Era la idea. Era pensar que no
era necesario transar con las discográficas, con los sponsors, con los medios,
para ser parte. Hacer valer tus propias condiciones. Como dijera el Indio
alguna vez, tocar en un lugar donde la marca que auspicia al festival no sea
más importante que la música. Todo un ególatra. Pero la sensación que tuve el sábado
fue que eso se perdió. Que nadie sabe bien por qué está ahí. Y que ese espacio
de libertad que nos brinda, no lo usamos ni lo disfrutamos de la manera en que debiéramos.
Es el mismo reviente, el mismo aguante, el mismo collar de anécdotas que te
pueden narrar los miembros de una hinchada de futbol. Se ha convertido en parte
de la misa a una especie de sacrificio y devoción exageradas, como si estuviéramos
en una procesión a Lujan o al Gauchito Gil.
En la
feria de artesanos de plaza Italia, había un tipo que vendía libros. Tenía un
sistema bastante particular: los libros no tenían un precio fijo, vos elegías
el que querías y pagabas lo que te parecía que valía. La idea era generar un
sistema solidario en el que cualquiera pueda acceder al libro que quisiera, por
más que no tuviera mucha plata. Obvio, no resultó, la gente se llevaba varios
libros y pagaba con monedas. El pobre librero tuvo que modificar el sistema. En
los recitales del Indio, se puede entrar gratis, dicen. Claro que la cuestión
pasa por el mismo lado. No es sentirse un boludo por pagar. Si pagás, ayudás a
que esa fiesta se matenga, subsista. Si no podes, porque no tenes un mango,
porque hay miles de ricoteros que son desclasados, marginales, igual podés
acceder. Me agarra una ulcera cuando escucho a pibes y pibas, conchetos de Barrio
Norte, que van porque quieren vivir el pogo de JiJiJi (como los japoneses
quieren conocer la cancha de Boca) y van porque, según afirman, es gratis. No es
gratis, hay un sentido detrás de eso. Y ese sentido, en todo aspecto, es lo que
se perdió, es la razón para que estas misas o se replanteen o mueran. Las únicas
frases que se ven en remeras son la tautológica “Vivir sólo cuesta vida” o “Único
héroe en este lio” o “Ladrón de mi cerebro” o “Siempre extrañándote”, la última
en clara alusión al ansiado (e imposible) retorno de Los Redondos. La gente
parece distraída y hasta indiferente cuando suenan los temas del Indio, pero se
emociona ni bien aparece un mínimo acorde ricotero. El enorme bagaje ideológico,
iconográfico, mitológico y contracultural fue reducido a una mera liturgia, un
ritual donde hay que cumplir ciertos pasos, como comer la hostia y beber el
vino y listo, cada uno a su casa, salvado del Infierno. Una ceremonia vacía
donde parece sobrevivir un vestigio de algo que, alguna vez, supo ser
importante.
Entre
todas las cosas que se dicen, la crítica más feroz es que el Indio tiene plata
y anda en avión privado. Hay que ser bastante cínico para decir, es un
argumento tan ridículo que hasta da pereza desmontar. Mejor sería señalar la
absoluta ausencia del Estado después del evento y cuando digo Estado no quiero
decir, como sobreentienden algunos, policía. Digo ambulancias, digo Defensa
Civil, digo carteles indicadores. Después del recital, Olavarría fue tierra
liberada. Sin embargo, y esto hay que decirlo, no hubo grandes problemas ni
disturbios ni nada. A los que pudimos ayudamos y los que pudieron nos ayudaron.
El clima fue tranquilo, con preocupación sí, pero sin desmanes ni desbordes. Tal
vez no todo este perdido, entonces. Tal vez esta proscripción que vamos a
sufrir sirva para algo. Tal vez deberíamos volver a escuchar y pensar un poco
que nos dio el Indio. La libertad, la conciencia, el pararte frente a los
pisotones. En Olavarría, reivindicó a las Abuelas y a Milagro Sala. Eso debería
decirnos algo. Ahora que Dios, parece dejarnos, parece definitivamente elevarse
al cielo de la incertidumbre, tal vez deberíamos revisar su legado. Y hacer un
Dios nuevo, mejor hecho y bajo nuestro pulgar. El límite es el Cielo.
(me reservo para otra ocasión, tal vez con
las ideas más claras, los escabrosos detalles de esos agitados días en
Olavarría)
miércoles, 8 de marzo de 2017
El gato de yeso
Lo
único que heredó del tío abuelo de su madre fue un álbum de estampillas, un
gato de yeso y trescientas fotografías en blanco y negro, atadas todas con un
prolijo cordel amarillo. Siendo ella la última sobreviviente de esa rama
familiar, cargó con las tres nuevas pertenencias hasta su casa, mientras la
invadía la responsabilidad de hacer perdurar el legado familiar y la apatía de
acumular cosas que, en realidad, veía como innecesarias.
El
álbum de estampillas, a pesar de su conjeturable valor, fue un desencanto. Era un
álbum en blanco, con apenas tres estampillas uruguayas con la cara de Artigas,
una de la Hungría soviética y otra de un ya inexistente país africano. Las hojas,
para colmo, estaban pegoteadas por la humedad de los años y se partían con
facilidad al intentar darlas vuelta.
El
gato de yeso, vestido con una estridente pintura verde, encontró su sitio en la
mesita de luz, junto a la cama. La horrida estatua dormía, noche tras noche,
sentada y con los ojos abiertos, como si vigilara todos sus movimientos. A veces,
cuando ella estaba distraída leyendo u hojeando el celular, le parecía que el
gato movía sus ojos amarillos y estrábicos. Algunas noches, en las que ella
volvía en un horario desacostumbrado, le parecía oír un débil maullido detrás de
la puerta, que le reclamaba por su prolongada ausencia.
Las
trescientas fotos estimulaban un poco su imaginación. Todas lucían un elegante
blanco y negro, que aumentaba sobre ellas su tono misterioso. Apenas podía
reconocer a un puñado de las decenas y decenas de rostros que se esparcían por
las fotos. Observando, pudo asociar algunos rostros que se repetían,
situaciones evidentes y relaciones filiales, pero nunca pudo escarbar más allá.
Los rostros le generaban, eso sí, todos alguna reacción; había algunos que le
producían risa, otros ternura, otros asco, otros tristeza, otros incertidumbre,
otros alegría, otros satisfacción, otros nostalgia, otros indiferencia. Había uno
en particular, que pertenecía a una joven bastante anodina, que le recordaba a
la salsa blanca. Cada vez que la veía, y era una de las caras que más se
repetía, le daban ganas de comer salsa blanca. Nunca pudo precisar cuál era el
motivo de esa conexión; tal vez los dientes blanquecinos, tal vez la mirada
vidriosa, tal vez la piel lechosa, que en las fotos parecía un mármol líquido. Sin
importar la hora del día, con sólo ver una imagen de la joven, el antojo se le
despertaba. Sin perder tiempo, se dirigía a la cocina y preparaba una porción
desmesurada de salsa blanca. A veces, la acompañaba con fideos, en otras con ravioles
y las menos de las veces con sorrentinos. Hubo ocasiones en las que,
desesperada por la salsa, simplemente la comía con un pedazo de pan blanco.
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