Empecemos con el nombre, esa primera definición arbitraria que se hace de las personas y a la que seguirán otras etiquetas y definiciones igual de arbitrarias. Bueno, pero en este momento no quiero divagar; voy a empezar con el centro, digo, el nombre. El tío abuelo de todos ellos se llama Rogelio. Su apellido no importa pero sí importa su aspecto físico. Es un hombre de más de setenta años, esquelético, con un ralo cabello blanco pero unas frondosas patillas que le cubren casi todas las mejillas. Su rostro esta poblado de espesas arrugas y su expresión siempre es adusta. Suele vestirse con pantalones de vestir grises y un saco rojo siempre abotonado hasta el cuello, por lo cual nunca puede saberse si lleva puesto camisa, remera, pullover o nada. Otra cosa muy importante para señalar es que tiene mucho dinero. Pero mucho, mucho dinero; ¿a quién podría importarle el apellido o como se ve teniendo tanto dinero?. Son millones, muchos millones. En el banco, en acciones, en empresas. Rogelio empezó vendiendo hielo en la calle. Cargaba una enorme barra de hielo por los barrios, trozándola a pedido. También repartía diarios y ayudaba al sifonero. De a poco fue juntando dinero y se compró, con tan solo quince años, su primera bicicleta. Luego de hacerlo, es decir saliendo de la bicicletería, fue a la fábrica de ladrillos “Tajmerak”, la cual pertenecía a la familia del mismo nombre. Rogelio ingresó como el último peón de la fábrica, con la idea de aprender el oficio. Pero sirviéndole mate al capataz y delatando a aquellos obreros con aires de sindicalistas logró escalar posiciones hasta ser el director y luego, con la muerte de Allan Tajmerak, el fundador, Rogelio se convirtió en el dueño absoluto de la fábrica, gracias a algunos manejos turbios, que incluyeron sacar del medio a la nieta Tajmerak. Bien, a partir de ahí, los arreglos, compras y otros manejos de dinero fueron convirtiéndolo en el hombre más rico de la ciudad y, luego, del país. Hoy todos aceptan su posición, es respetado y admirado; nadie parece recordar cómo llegó a esa posición, como si los primeros pasos de su carrera hubieran sido borrados de la historia, como si Rogelio hubiera ocupado siempre ese lugar de privilegio. Bueno, pero esta sería la fortuna tradicional, por decirlo de alguna manera, que posee Rogelio. Casi como un pasatiempo, Rogelio recorre el mundo buscando tesoros perdidos de civilizaciones desaparecidas y olvidadas; los acumula en una enorme bóveda de seguridad que está en el subsuelo de su mansión. Rogelio pasa la mayor parte del día allí, puliendo el oro y la plata, recostado sobre pilas de monedas de oro, mientras reflexiona sobre sus próximas inversiones. También lee antiguos libros de historia y mitología en busca de nuevos tesoros por los cuales ir. Pero, claro, los años no vienen solos y Rogelio no tiene ni la misma energía ni la misma fuerza ni el mismo entusiasmo que antes. Está viejo, cansado y aburrido pero sigue deseando esos tesoros perdidos tanto como cuando era un joven robusto y emprendedor. La solución que encontró es contratar a sus tres sobrinos, quienes son jóvenes y ambiciosos aunque demasiado honestos para el gusto de Rogelio. A cambio de una suma razonable, los tres muchachos reciben las instrucciones y van en busca del tesoro, metiéndose en toda clase de dificultades y poniendo su vida en riesgo. Aunque Rogelio, a veces, no les paga todo en término y, en otras veces, ni siquiera les paga. Pero los tres sobrinos siguen ayudándolo, a sabiendas que serán ellos, y Hugo, quienes heredaran la vasta fortuna del viejo.
Continua...
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