lunes, 1 de abril de 2013

Los Dioses del Mar Capítulo 8


La mansión consta de cuarenta habitaciones y tres baños, un detalle arquitectónico que describe de forma bastante precisa el diseño de  todo de este lugar, como si quienes la construyeron hubieran decidido que construir y que no, o en qué forma hacerlo, con un par de dados, dejando al azar la cantidad de habitaciones, el tamaño o el estilo. Por caso, la cocina ocupa casi toda  la planta baja, exceptuando el salón de entrada a la mansión; mientras que, por otro lado, el comedor está en la oficina de Tío Rogelio, lo cual genera inconvenientes varios, aunque ninguno digno de mencionar. El único elemento bien constituido y perfectamente diseñado es la bóveda donde se acumulan los enormes e intimidantes tesoros de Rogelio; ubicada en el segundo subsuelo de la casa, su nivel de seguridad reduce casi a la nulidad la posibilidad de ser robada. Bien, lo cierto es que hay una enorme torre que se erige sobre el techo de la mansión, aunque no tiene ninguna habitación, ni mirador, ni entrada de aire. Simplemente es una enorme torre de ladrillos, aunque no maciza, porque dentro tiene una escalera caracol que conduce a ese espacio de vacio oscuro. Es una especie de lujo arquitectónico, de inútil e incompresible exceso. Tío Rogelio, de todas formas, picó un ladrillo hasta fabricarse un pequeño agujerito desde el cual puede espiar lo que sucede en la entrada de la mansión, dándole una utilidad a ese desperdicio de material. Desde allí, esperaba a sus sobrinos y pudo observar, con una razonable claridad, como estos forzaban la oxidada puerta e ingresaban a los terrenos de su propiedad.
Los tres sobrinos comenzaron a caminar sobre la senda de cemento partido, curadas algunas fisuras con brea pero la gran mayoría emanando mala hierba. Los enormes jardines estaban decorados por algunas estatuas de antiguos antepasados o por replicas de esculturas famosas que se combinaban con otras esculturas famosas; un ejemplo de eso era la Venus de Milo ecuestre. El límite del patio, del césped bien recortado y de las flores de colores sencillos, era un vasta arboleda que se extendía varias hectáreas a la redonda; era difícil precisar donde se encontraba el muro de rejas y hormigón que limitaba la arboleda privada de la mansión del bosque lóbrego y misterioso, incluso encantado, como se atrevían a aseverar muchos lugareños.
Lo concreto es que los tres sobrinos llegaron hasta la puerta y golpearon la madera desvencijada con toda la fuerza posible. Dentro, se escuchó el eco de los golpes retumbar por todo el salón. Luego de unos minutos, unos pasos lentos y cansados se escucharon avanzar hacia la puerta. Joseph abrió la puerta lentamente, sosteniendo una vela. Los observó con su habitual mirada taciturna; el viejo criado era un hombre de muy mal carácter, algo que resulta lógico si se piensa que él solo, con sus setenta y cinco años, era el encargado de realizar todos los trabajos domésticos que la casa requería desde hacia cincuenta y cinco años. Y cuando digo todo, es todo, desde cocinar hasta cortar el pasto, pasando por realizar trabajos de plomería e incluso ser el chofer de Tío Rogelio. Bien, los tres entraron, entonces, escoltando al viejo. El salón era pura oscuridad, a excepción de la vela que sostenía Joseph; apenas se podía vislumbrar la alfombra bordo que decoraba el suelo o los cuadros de los antepasados, cuyos ojos parecían moverse y quizás lo hacían, pero esos ojos vivos no significaba que los cuadros estuvieran vivos ni que alguien los estuviera espiando. Solo significaba que los ojos se movían. El viejo criado les dijo que esperaran allí mientras los anunciaba y ellos lo vieron alejarse a través de las escaleras, la única mancha de luz en la penumbrosa y helada mansión.

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Los Dioses del Mar Capítulo 7


Agustín subió al asiento trasero del auto y Claudio arrancó y tomó raudo la ruta. Emiliano, en tanto, hojeaba un manual de geografía e historia antigua, sentado a la derecha del conductor. Leía un artículo sobre una extraña civilización perdida en el océano que lindaba a la ciudad.
-¿Por qué crees que el tío Rogelio estaba tan interesado en que leamos eso?- preguntó Agustín, asomando la cabeza a los asientos delanteros.
-No lo sé, con exactitud- respondió Claudio, sin quitar los ojos del camino- pero seguro tiene algo que ver con el dinero.
-Según esto, existiría un tesoro perdido en el fondo del mar, de este mar – dijo Emiliano sin quitar los ojos del libro – al parecer, hay bastante información sobre el origen de dicho tesoro pero hay mucho menos sobre el lugar donde estaría enterrado-
Agustín se recostó sobre el asiento trasero.
-Esperó que tengamos una buena paga esta vez
-Sí- Claudio se sonrío al hablar – la última vez arriesgamos nuestras vidas de una forma estúpida y nos dio solo cien pesos a cada uno. Y esos billetes eran raros.
-Sí, pero sabemos que él es así – Emiliano no quitaba sus ojos del manual – nosotros aceptamos eso.
- Sí, es cierto – Agustín volvió a poner su cara entre los asientos delanteros - ¿y qué es lo que dice el manual, específicamente?
Emiliano cerró el libro y lo puso sobre su regazo. Luego se dirigió a sus dos hermanos.
-Bueno, al parecer, en estas costas, existía una civilización que adoraba a un Rey. Este Rey había promulgado una Ley que postulaba que todo lo que fuera bello pasaría a ser de su propiedad, mientras que lo que fuera feo sería destruido. Bien, durante un tiempo se cumplió con esta Ley hasta que un grupo de rebeldes se cansó de esa idea, dado el carácter arbitrario con el cual se designaba lo bello y lo feo, es decir, se cansaron del gusto del Rey. Y se organizaron para tomar el poder, cosa que hicieron luego de cierto tiempo de lucha. Entonces postularon que todo lo bello era feo y que todo lo feo era bello, es decir, no destruyeron la Ley, solo cambiaron el orden de la ecuación; razón por la cual el grupo desalojado del poder se vio con derechos a reclamar su antiguo lugar. Así, transcurrieron años de guerra en el que ambos grupos se sucedieron en el poder indefinidamente, acumulando una gran cantidad de tesoros. Hasta que, según cuenta este manual, la marea subió y toda la civilización quedó bajo el mar.
Se mantuvieron en silencio durante unos segundos.
-Bueno, si lo dice el manual, debe ser cierto – dijo Claudio – pero igual se me hace difícil de creer.
-Sí, a mi también- Agustín suspiró, escéptico – es increíble que todo el conocimiento de nuestra familia se base en manuales escolares.
Emiliano largó una pequeña carcajada
-¿Trajeron sus velas?- preguntó mirando por la ventana.
-Sí- contestó Claudio.
-¿Tío Rogelio sigue sin usar electricidad o gas en su casa?- Agustín se tomó la cara con las manos.
-Así es- respondió Emiliano- no me digas que eso te sorprende, sabes perfectamente lo tacaño que es. Te digo que me sorprendió que haya utilizado el teléfono para avisarme, eso sí.
Agustín asintió con una sonrisa. Claudio estacionó el auto frente al portón de la casa de tío Rogelio. Detrás de las rejas negras y gruesas, sobre una pequeña ladera, se alcanzaba a divisar la enorme y oscura mansión.

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Los Dioses del Mar Capítulo 6


Diana es la réplica exacta de Hugo, aunque en mujer, por lo cual no es tan exacta como réplica. Pero sí se puede notar a simple vista el parecido físico que hay entre ambos, tanto que solo la corta pollera rosa de Diana los diferencia. Algunos hasta se atreven a decir que tienen alguna clase de parentesco aunque esto no es cierto. Nada tiene de malo que sean similares; al fin y al cabo el amor es buscar a alguien idéntico a ti, pero del sexo opuesto, con quien pasar toda la vida. Sí es cierto que Diana posee una personalidad muy definida y muy, obviamente, femenina. A ella le gusta maquillarse, ser agasajada por su novio y competir con otras chicas para ver cual es más apta, digamos, que ella es como cualquier mujer de su edad. Le encanta coquetear con otros hombres para darle celos a su novio y, así, sentirse un objeto de disputa entre dos jóvenes. Bien, lo concreto es que esa misma mañana lo había llamado a Hugo y mantuvieron, por teléfono, el siguiente dialogo.
-Hola- Hugo contestó el teléfono casi cayéndose de la cama. Estaba en calzoncillos y el agudo ruido del timbre lo sobresaltó. Era Diana. Hugo imaginaba que, si lo llamaba a esa hora, era para pedirle algo. No entendía por qué todas las mujeres que conocía eran maquinas de consumo que exigían demostraciones de amor constante; no terminaba de comprender que era lo que las hacia funcionar  de ese modo, que mecanismo las impulsaba a relacionar los regalos con el sentimiento de amor.
-Hola, ¿Cómo estás?- La voz de Diana sonaba gélida y cortante – Imagino que te la estas pasando de maravilla mientras yo sufro-
-Yo…no querría que te sientas así- Hugo esperaba que ella fuera más concreta con respecto a su pedido – Se que te descuide, pero tuve mucho trabajo…
-Sí, entiendo – Diana lo interrumpió con un tono irritado – Clarisa, por ejemplo, no deja de recibir regalos de su novio, Patricio, y él no deja de trabajar ni un día a la semana…
Hugo suspiró para adentro, sabiendo que no tendría posibilidad de argumentar.
-Él trabaja muy duro en la zapatería – continuo Diana; hablaba apenas respirando – Su jefe lo tiene muy en cuenta. Clarisa me contó que lo consulta para todos los trabajos que toman; es todo un triunfador. Y nunca deja de regalarle cosas ni de preocuparse por ella. Clarisa me contó que, hace unos días, le regaló unos patines y clases para aprender a andar en patines. ¡Con un instructor profesional!. El sueño de ella siempre fue aprender a patinar pero nunca nadie le había dicho que fuera a patinar. Su novio le dice lo que tiene que hacer, como corresponde a un hombre; lo que se dice un ganador en todo. En cambio, ¿qué puedo decir yo de mi novio?. Cuando me preguntan por vos, Hugo, trató de cambiar de tema sutilmente o digo que sos muy tenaz o que siempre estás trabajando para tu tío abuelo en alguna cosa, pero entonces me miran raro y creo que no me creen en lo que les digo. Ni que hablar cuando me preguntan que regalos me haces. ¡Lo último que me regalaste fueron rosas hace más de tres meses!. Hasta me da vergüenza contarlo. Quiero que me vengas a visitar, Hugo, y que me compres algo o este es el fin de nuestro amor. Es tu última oportunidad.
Luego de terminar esta frase, Diana cortó y Hugo se quedó cinco minutos con el tubo del teléfono pegado al oído, escuchando el pitido ininterrumpido. Luego se bañó, desayunó y salió a la calle.
Ahora, parado en la puerta del cajero automático y con el dinero en el bolsillo derecho, Hugo reproducía mentalmente la conversación con su novia, mientras trataba de imaginar cual era el mejor regalo para ella.

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Los Dioses del Mar Capítulo 5


Hugo cerró con llave la vieja puerta de madera de su casa y respiró el aire de la vereda. Comprendió, sabiamente, que el aire de la vereda era igual que el aire de su casa. Luego observó un pasacalle que unía una vereda con otra y que estaba justo enfrente de su casa; el cartel rezaba: “Fernanda O.: deja de petear al barrio todo”. Dos preguntas atravesaron la cabeza de Hugo al leer el cartel; una era “¿Quién será Fernanda O?”. Imaginaba que podía llegar a ser la vecina de enfrente, una gordita bastante apetecible, si se me permite el termino, o tal vez era la chica de vida estrafalaria que vivía junto a su casa, una flaca esquelética y bastante desagradable, por cierto. Era conveniente ir averiguando quien podía ser la tal Fernanda porque él era, aun, la figurita faltante en el álbum de esa chica. La otra cuestión que llamaba la atención de Hugo era la palabra “todo”; le llamó la atención primero porque no era cierto, al menos estrictamente hablando no lo era, y segundo porque era innecesaria esa palabra en el cartel. Su ausencia hubiese hecho al mensaje igual de efectivo; imaginó que quien lo confeccionó era una persona con cierto espíritu poético. Olvidó estas especulaciones cuando vio, como todos los días, al auto verde que estaba estacionado en diagonal a su casa. El auto no pertenecía a nadie del barrio: simplemente apareció estacionado ahí y ahí se mantuvo durante los últimos dos meses. Obviamente toda clase de sospechas se tejían en la cuadra alrededor de los orígenes, dueños y destinos de ese vehículo, aunque ninguna que valga la pena mencionarse. Lo cierto es que Hugo no había salido a la calle para ver el pasacalle o el auto verde si no para sacar algo de plata del cajero electrónico que estaba a unas cuadras de su casa, unas veinte cuadras más o menos. No era el que estaba más cerca en realidad, pero el que estaba más cerca nunca tenía plata o sí la tenía no podía ser extraída, lo que para el caso es lo mismo. Es decir, ese cajero existía solo para ocupar el vacío. La cosa es que Hugo encaró para el cajero en cuestión y, cuando llegó, había una fila compuesta por una persona, una joven con aspecto de hastío y desesperación. La joven miró hacia dentro del cajero con angustia y luego lo miró a Hugo con un extraño aire de resignación; entonces, como si le pasara algún tipo de posta, la joven se alejó del cajero casi corriendo, dejando a Hugo como el único integrante de la fila. Miró hacia dentro del cajero, a través del vidrio opaco, y pudo distinguir una enorme figura que intentaba maniobrar la maquina, aparentemente sin ningún éxito. En intervalos regulares de tiempo, se escuchaba el pitido de las teclas y el zumbido que indicaba la impresión de un ticket. Hugo escuchó esa secuencia no menos de seis veces y suponía que se había repetido varias más antes de que él llegara. Intentaba imaginar qué clase de ser era el que trataba de manipular el cajero con tan poco éxito. Si bien él comprendía que el cajero puede tener algunas dificultades para el inexperto o para el inútil, tampoco era ninguna ciencia oculta ni nada por el estilo. Hugo observaba con perplejidad a la enorme figura que se erguía detrás del vidrio; conjeturaba a una persona con aspecto simiesco, alguien que, tal vez, podría considerarse un eslabón perdido entre el mono y el hombre. Quien lo diría: el hallazgo científico más importante de la historia peleaba con un cajero automático frente a sus narices y él nada podía hacer. Era una verdadera pena que, justo, haya salido sin su red y sin su rifle con dardos tranquilizantes; cualquier museo del mundo pagaría fortunas por un ejemplar así. En ese momento, escuchó a la puerta del cajero abrirse y pudo ver al hombre de frente. Medía por lo menos dos metros y vestía una musculosa que dejaba ver un abundante y oscuro vello corporal. Su rostro parecía más el de un simio que el de un hombre. “Una lástima” pensó Hugo “si tuviera un aspecto más humano, tal vez sí”. Luego ingresó al cajero para retirar algo de dinero, con el cual le compraría un regalo a su novia, Diana, quien lo había llamado esa tarde para reclamárselo.

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Los Dioses del Mar Capítulo 4


Empecemos con el nombre, esa primera definición arbitraria que se hace de las personas y a la que seguirán otras etiquetas y definiciones igual de arbitrarias. Bueno, pero en este momento no quiero divagar; voy a empezar con el centro, digo, el nombre. El tío abuelo de todos ellos se llama Rogelio. Su apellido no importa pero sí importa su aspecto físico. Es un hombre de más de setenta años, esquelético, con un ralo cabello blanco pero unas frondosas patillas que le cubren casi todas las mejillas. Su rostro esta poblado de espesas arrugas y su expresión siempre es adusta. Suele vestirse con pantalones de vestir grises y un saco rojo siempre abotonado hasta el cuello, por lo cual nunca puede saberse si lleva puesto camisa, remera, pullover o nada. Otra cosa muy importante para señalar es que tiene mucho dinero. Pero mucho, mucho dinero; ¿a quién podría importarle el apellido o como se ve teniendo tanto dinero?. Son millones, muchos millones. En el banco, en acciones, en empresas. Rogelio empezó vendiendo hielo en la calle. Cargaba una enorme barra de hielo por los barrios, trozándola a pedido. También repartía diarios y ayudaba al sifonero. De a poco fue juntando dinero y se compró, con tan solo quince años, su primera bicicleta. Luego de hacerlo, es decir saliendo de la bicicletería, fue a la fábrica de ladrillos “Tajmerak”, la cual pertenecía a la familia del mismo nombre. Rogelio ingresó como el último peón de la fábrica, con la idea de aprender el oficio. Pero sirviéndole mate al capataz y delatando a aquellos obreros con aires de sindicalistas logró escalar posiciones hasta ser el director y luego, con la muerte de Allan Tajmerak, el fundador, Rogelio se convirtió en el dueño absoluto de la fábrica, gracias a algunos manejos turbios, que incluyeron sacar del medio a la nieta Tajmerak. Bien, a partir de ahí, los arreglos, compras y otros manejos de dinero fueron convirtiéndolo en el hombre más rico de la ciudad y, luego, del país. Hoy todos aceptan su posición, es respetado y admirado; nadie parece recordar cómo llegó a esa posición, como si los primeros pasos de su carrera hubieran sido borrados de la historia, como si Rogelio hubiera ocupado siempre ese lugar de privilegio. Bueno, pero esta sería la fortuna tradicional, por decirlo de alguna manera, que posee Rogelio. Casi como un pasatiempo, Rogelio recorre el mundo buscando tesoros perdidos de civilizaciones desaparecidas y olvidadas; los acumula en una enorme bóveda de seguridad que está en el subsuelo de su mansión. Rogelio pasa la mayor parte del día allí, puliendo el oro y la plata, recostado sobre pilas de monedas de oro, mientras reflexiona sobre sus próximas inversiones. También lee antiguos libros de historia y mitología en busca de nuevos tesoros por los cuales ir. Pero, claro, los años no vienen solos y Rogelio no tiene ni la misma energía ni la misma fuerza ni el mismo entusiasmo que antes. Está viejo, cansado y aburrido pero sigue deseando esos tesoros perdidos tanto como cuando era un joven robusto y emprendedor. La solución que encontró es contratar a sus tres sobrinos, quienes son jóvenes y ambiciosos aunque demasiado honestos para el gusto de Rogelio. A cambio de una suma razonable, los tres muchachos reciben las instrucciones y van en busca del tesoro, metiéndose en toda clase de dificultades y poniendo su vida en riesgo. Aunque Rogelio, a veces, no les paga todo en término y, en otras veces, ni siquiera les paga. Pero los tres sobrinos siguen ayudándolo, a sabiendas que serán ellos, y Hugo, quienes heredaran la vasta fortuna del viejo.

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Los Dioses del Mar Capítulo 3


Bueno, pero desviemos el ojo de Hugo y apuntemos a sus tres sobrinos que se encuentran camino a la casa de su tío abuelo. Son trillizos y viven con su tío desde que tienen memoria, es decir, desde siempre. Sus nombres son Agustín, Emiliano y Claudio. Anteriormente habíamos nombrado a “Jeffrey” quien no es otro que Claudio, aclaración que hago para que vean que no soy ocultador. Bien, pero la pregunta es cómo hacemos para distinguir a estos tres mellizos, dado su parecido físico. Bueno, la respuesta es que estos tres mellizos en nada se parecen. O, mejor dicho, en algo se parecen pero no tanto. Se parecen pero no, digamos. No es que no sean parecidos, lo son, pero no tanto. Bueno, no importa. Sus rostros son exactamente iguales; sus narices, sus ojos, sus orejas, sus bocas, sus dientes, sus labios, sus pómulos, sus cejas, sus pestañas, sus frentes, bueno, todo, absolutamente todo lo que compone un rostro es exactamente igual en los tres, como si fueran fotocopias exactas de una misma fotocopiadora, que sería la madre y, de hecho, lo son, por que los tres son hijos de una misma madre. También sus cuerpos, en todo aspecto, son iguales. No voy a empezar de vuelta con eso de “los brazos, las piernas, etcétera” porque ya resulta aburrido. Prefiero centrarme en explicar cuáles son sus diferencias, qué es lo que nos permite distinguirlos uno del otro. Son dos cuestiones; una es física y la otra no. Obviamente la otra no es física sino hubiera dicha que las dos son físicas. La diferencia física es bastante sencilla; cada uno tiene un color de pelo distinto. Agustín lo tiene de un amarillo oscuro, Emiliano de un rojo oscuro y Claudio de un negro oscuro. Para la gran mayoría de las personas esto alcanzaría, al ser esta una sociedad que se conforma con contemplar las apariencias, la simple imagen que ofrece una persona. “¿Para qué queremos saber cosas de sus personalidades, si para diferenciarlos alcanza con señalar su color de pelo?¿eh?¿eh?”. Bueno, eso. Creo que para hacer de esto algo más interesante es menester decir algo sobre sus personalidades, carajo. Bien, Agustín es un muchacho de espíritu pujante que siempre piensa en el dinero y en la forma más fácil de obtenerlo. Es decir, es abogado. Emiliano es un muchacho de espíritu pujante que siempre piensa en el dinero y en la forma más difícil de obtenerlo. Es decir, es artista (ya diremos que clase de artista). Y Claudio es un bromista nato que siempre cae bien a todo  el mundo. Trabaja en un ministerio o algo así. Los tres hermanos se aprecian mucho pero siempre están discutiendo sobre lo que deben hacer, sobre las decisiones que deben tomar. Mejor dicho, Agustín y Emiliano discuten mientras que Claudio solo hace bromas que buscan romper el clima de tensión que se genera. Los tres recorrieron toda su niñez y adolescencia juntos, yendo a los mismos lugares y haciendo las mismas cosas. Siempre vivían aventuras, desde sus épocas de niños exploradores hasta comenzar la facultad. Últimamente, la vida, por decir algo, los había distanciado bastante pero el llamado de su tío abuelo, quien vive en una casona alejada de los centros urbanos, los volvió a juntar. Podríamos decir que la vida los volvió a juntar por que el tío abuelo pertenece a la vida pero, bueno, no lo decimos. La cosa es que el tío abuelo les pidió que vayan ya que tenía una importante y lucrativa misión que encargarles. Ellos aceptaron ir a visitarlo y ver cuál era la propuesta. En estos momentos, están en una estación de servicio que se ubica en la entrada de la ciudad, cargando combustible para luego tomar el camino que los conducirá a la casa de su tío abuelo, un excéntrico multimillonario del cual pasaré a hablarles a continuación. 

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Los Dioses del Mar Capitulo 2


Supongo que siempre hay crisis y, cuando se es niño, esas crisis no encuentran una respuesta racional a la cual aferrarse, con la cual creer que la fragilidad de la cual está hecho cada individuo no es más que una ilusión. Digamos, alguna señal concreta que nos indique que nosotros valemos algo para el universo. Bueno, pero no divaguemos tanto y vamos al punto: el origen del miedo de Hugo hacia las arañas de goma. En un periodo de dos meses, él comenzó una colonia de vacaciones, la escuela pública y a jugar en un club de futbol infantil. Una de las suposiciones indica que, en uno de estos tres lugares, le ocurrió algo tan traumático que al llegar a su casa y ver la araña de goma que le había regalado su tío abuelo, proyectó sus miedos y frustraciones en ella. Bueno, no es tan lineal lo que le ocurrió, al menos eso afirma una segunda lectura de la historia. Esta revisión presupone que fue el paso por estos tres lugares lo que construyó una gran burbuja de pánicos que terminarían corporizándose en una araña de goma. Por ejemplo, se cuenta que uno de los profesores de la colonia de vacaciones de Hugo le había tomado cierto odio y le ordenaba nadar en círculos concéntricos durante las cuatro horas que debía estar allí. Aunque algunos afirman que era solo una hora y media y que Hugo sentía ese tiempo como si fueran cuatro horas. Esto no importa tanto como aclarar que Hugo llegaba a su casa tan cansado como resignado ante su suerte: su tío abuelo había ido a hablar pero eso sólo empeoró las cosas. Hugo aprendió rápido, de niño, que la intervención diplomática de terceros suele empeorar las cosas. Bien, tampoco el colegio fue para Hugo un camino agradable; era uno de los mejores alumnos pero la maestra y sus compañeros lo odiaban sin un motivo aparente. Hugo observaba a todos cuando estaba en el aula y pesaba sobre él la sospecha que, hiciera lo que hiciera o dijera lo que dijera, siempre sería amonestado en su conducta. Fue entonces cuando empezó a jugar al futbol, tratando de encontrar un nuevo marco de referencia, donde ser querido y respetado y poder comer sándwiches de pollo. Pero nada de esto ocurriría ya que la mayoría de sus compañeros de clase asistían al club donde él jugaba; para colmo, no era demasiado virtuoso y sus pocas, y torpes, intervenciones eran coronadas por una serie de insultos y burlas. Así, harto de estar rodeado de gente que lo odiaba y humillaba, Hugo se sentaba a jugar con sus muñecos de acción. Una tarde de esas, en las que intentaba que un grupo de muñecos crucen un torrentoso rio imaginario, tomó a la araña de goma que le había regalado su tío abuelo y la miró y al verla, vio más allá. Una sombra densa atravesó su cerebro y, en algún lugar de su cabeza, una certeza oscura anidó. La certeza, Hugo lo sabría más tarde, era la de saber que, en el mundo, siempre se está solo, aunque se esté rodeado de gente, aunque cientos de personas lo saluden a uno, palmeándole el hombro y diciéndole “amigo”. Y apretó a la araña de goma fuerte entre sus manos para luego tirarla contra la pared, mientras un llanto doloroso y profundo le brotaba por la garganta. Luego le pidió a su tío abuelo que se deshiciera de ella.
Otra teoría indica que la araña de goma le fue regalada el mismo día que sus padres lo abandonaron sin razón, aunque hay otros que afirman que sus padres no lo abandonaron sino que murieron en un horrible accidente. Hay quienes aseguran que el pavor irracional de Hugo hacia las arañas de goma es la suma de estos factores y otros menos importantes para ser mencionados.

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Los Dioses del Mar



Me pregunto cuál sería la mejor forma de presentar a estos personajes. Tal vez debería desarrollar una serie de eventos que demostrarán los principales rasgos de cada uno pero eso sería demasiado engorroso. Bueno, tal vez no sea tan engorroso pero no me interesa hacerlo; por ejemplo, en vez de narrar una serie de acciones que demuestren que mi personaje es neurótico, lo mejor sería decir “este personaje es neurótico”. Claro que me acusarían de carecer de alguna clase de poesía, aunque mi intención sea contar otra cosa, no la neurosis del personaje; ni tampoco es mi intención que los lectores confíen en su capacidad deductiva y concluyan, a través de esa serie de acciones, que mi personaje es neurótico. Pero como tampoco se cual es mi real intención ni tampoco estos personajes están del todo definidos, todo este tipo de elucubraciones son inútiles. Tal vez, si fuera un hombre más tolerante con las ideas ajenas, aceptaría sugerencias de los lectores, cosa que se puede hacer ahora, con todo eso de la internet. Bueno, pero dejémonos de rodeos; creo que hasta los menos avispados se han dado cuenta que la intención verdadera de estas líneas no es más que ocupar espacio para tratar de cubrir las cuarenta líneas por semana que la empresa me obliga a escribir y, como sospecharán, no se me ocurre como empezar a rellenar.
A ver, Hugo es un buen hombre y vive con sus tres sobrinos. El nombre de ellos lo mantendré, por ahora, en reserva. Sólo diré que son personas aceptables y que han viajado a ver a su tío abuelo. Pero volvamos a Hugo. De él podríamos decir muchas cosas pero ninguna interesante. Una vez, por ejemplo, uno de sus sobrinos lo asustaba sistemáticamente con una araña de goma. Se la dejaba en la almohada, en el lavabo del baño, en la heladera, bueno, en todos los lugares que puedan imaginarse. No voy a ponerme, tampoco, a confeccionar un detallado pero aburrido catalogo de todos los lugares donde esa araña de goma fue depositada durante seis meses, con el fin de asustar a Hugo. Lo concreto es que Hugo encontraba la araña de goma en alguno de los lugares mencionados y, también, en los lugares no mencionados, y, al hacerlo, digo al encontrarla, bueno, lo cierto es que Hugo empezaba a gritar desaforadamente, su boca se abría de forma inhumana y su lengua salía varios centímetros afuera, sus ojos daban la impresión de salir de sus cuencas, su piel iba tomando diversas tonalidades, hasta volverse roja. Todo esto, obviamente, divertía mucho a su sobrino, que no podía evitar reírse a carcajadas cada vez que su broma se efectizaba, si es que esta palabra existe. Bien, la cuestión cambió cuando el sobrino (a quien llamaremos Jeffrey pero aclarando que no es este el nombre real), bueno, la cosa es que a Jeffrey le llamó la atención que su tío no se diera cuenta que la araña era de goma dado que resultaba muy evidente que la araña era de goma, es decir, no era un gran diseño. Cualquier persona se hubiera dado cuenta, después de la primera vez,  que esa araña era de goma. Pero su tío se asustaba siempre de una forma brutal, que ya empezaba a asustar a Jeffrey. Bueno, después de consultar con su tío abuelo, comprendió cual era el problema: Hugo le tiene un pavor irracional a las arañas de goma. No a las reales, con las cuales convive a diario en su casa húmeda y oscura pero sí a las de goma. El origen de ese miedo no tiene una única explicación.

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