Frente a una puerta abierta, la niña
está de pie. Apenas se sostiene, aferrándose a un sillón de cuero granate; sus
ojos se van cerrando sin que ella lo pueda impedir. Baja sobre su pelo castaño
una niebla onírica que parece encerrarla. Detrás, una calle de tierra y pasto
no hace más que facilitar la atmosfera de siesta que se cierne sobre ella. La niña
abre los ojos de repente, como si algo debajo de sus parpados la hubiera
asustado. Su gato, gris y afelpado, se para junto a ella y le maúlla de una
manera suave. Ella le sonríe, como si entendiera que el pequeño animal no
quisiera más que protegerla; el felino sabe, por instinto, de las pesadillas de
su dueña y quiere imposibilitar toda oportunidad de dormitar de la niña.
Ella se sienta sobre el sillón y el gato
se acuesta a su lado. De a poco, ambos van sumergiéndose en un sueño profundo;
los ojos de la niña, y también los del gato, van cerrándose con pasmosa
parsimonia. Ella levanta la cabeza una vez, y después otra vez, para dificultar
la llegada de un descanso que ya es inevitable. El felino ronronea, cómodo,
olvidándose de mantener a la niña despierta; él también es presa de ese sueño
que invade la casa.
Todo es confusión alrededor de ella. Sus
padres son demasiado altos y ninguno de los dos tiene un rostro distinguible.
Una sombra con garras se mueve sobre ellos; la niña comienza a sentir un miedo
elemental. En ese momento, nota que está en medio de un bosque oscuro y helado;
el gato gris está junto a ella y parece igual de desorientado. Una voz fría y
metálica resuena entre los árboles secos y crujientes.
-La hija de mar no va a estorbar aquí.
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