domingo, 2 de octubre de 2016

Apuntes sobre la destrucción de un Microcosmos: Cuarenta y seis.

Manuel bajó del colectivo y supo que las cosas cambian sin parecer que cambien. La cuadra oscura y techada con árboles fue iluminándose de a poco; un farol descuajeringado en la esquina comenzó a chispear. En segundos, la luz blanca manchó gran parte del paisaje. Recordó cuantas veces había recorrido esas cuadras, a esas horas, pero no sintió lo mismo. Se veía diferente y se preguntó si los demás lo verían diferente. De vez en cuando, hablaba con Verónica, pero ya casi nunca; se dio cuenta que no la quería, que ella no era más que el reflejo de un recuerdo, de una ilusión opaca. Se preguntó por qué seguía aferrándose a cosas que ya no existen. Llegó a la casa de Javier cerca de las once. Lo recibió rodeado por sus dos perros.
-¿Cómo andás, Manu?
El saludo fue cálido, pero algo distante. Ninguno de los dos era muy afecto a las demostraciones de cariño. Ambos entraron a la cocina. Allí estaban las hermanas de Javier con sus respectivos novios. Él hizo un saludo general y fueron al living. Comenzó la charla de ocasión. Más de un año sin saber nada del otro. Manuel se preguntó cómo pueden decirse amigos, siendo tan lejanos. Tienen intereses diferentes, vidas diferentes, ambiciones diferentes. Tal vez esto también sea parte de una ilusión opaca. Llamaron a comer. Javier le insistía con servirle un plato.
-Agradezco tu hospitalidad- le respondió Manuel, un poco harto- pero ya comí.
Durante la cena, los seis comenzaron un poco incomodos, pero luego se soltaron. Hablaron de películas y Javier intentó narrar el origen de los Cuatro Fantásticos.  Manuel lo ayudó, pero no lograron hacerlo. Después, la charla derivó hacia los libros leídos en la secundaria, donde Javier insistía con señalar lo bueno que era lo que leían, mientras Manuel lo contradecía. Sólo estuvieron de acuerdo en un libro; El guardián entre el centeno, de Salinger.
-A mí también me gustó mucho ese libro- acotó Gabriela, una de las hermanas.
Después, alguien propuso jugar al truco y todos estuvieron de acuerdo. A Manuel mucho no le gustan los juegos, pero comprendió que está en un momento de su vida en que necesita ser flexible. De todas formas, la pasaron bien, se divirtieron antes de salir. Subieron al auto de Javier y este encendió la radio. Sonaba “Hacelo por mí” de Attaque 77. Apagó la radio y puso un Cd de rock brasileño.
-¿Y qué onda?- le preguntó a Manuel- ¿Te cayeron bien los novios de mis hermanas?
-Sí, parecen buena gente.
-Sí, sí, son piolas.
Manuel se preguntó si era o no importante lo que él opinaba de los novios de sus hermanas, mientras asintió a lo que decía su amigo. Fueron a El Copetín, donde tocaba una banda de rock muy poco convocante, con sólo decir que había más gente en el escenario que debajo. Allí, sentados en una mesa cerca de la puerta, tomaron varias cervezas. En un momento, la banda comenzó a tocar “Saint of me” de Rolling Stones. El cantante intentaba imitar algunos movimientos de Jagger, imaginando tal vez que transmitía algo de sensualidad; realmente daba un poco de lastima verlo mover las piernas como un pollo epiléptico. Manuel se acercó a Javier y le dijo:
-La moza está con nosotros.
Era una chica morocha, de labios rojos y pelo extravagante. Tenía la costumbre de acercarse a preguntar “si vas a tomar algo más”. En un momento, la susodicha se acercó y les hizo la tan mentada pregunta. Manuel sonrió.
-Venís tanto que nos convencés- le dijo.
-Perdonen, chicos, pero me lo piden- le respondió ella, tocándole el hombro.
Cuando se fue, lo miró a Javier.
-Te dije que estaba con nosotros.
Cuando la banda agotó los escasos recursos que tenía, corrieron las mesas, pusieron cumbia y el bar se convirtió en boliche. Manuel fue al baño y se cruzó con un otrora compañero de cine.
-Estamos arriba- le comentó- por el cierre del Fesaalp. Venite, si queres.
Él no pudo evitar reírse para sus adentros. Él está abajo, ellos arriba. Naturalmente, no fue. Se quedó parado, con un vaso en la mano, entre los que bailaban abajo. Javier, en tanto, intentaba ligar con alguna de las chicas; rebotó en todas. Manuel observaba todo con distancia y algo asqueado. No podía entender, aun, como funcionaba ese mundo.
-No estamos hechos para esto- le comentó el hombre sapo, parado junto a él.
Manuel le sonrió.
-Pensalo, no somos para esto, para bailar, para poner cara de lindos. Esto es un mundo vacío y superficial, carente de alma.
-No somos para esto- repitió Manuel.
Quedaron un segundo en silencio.
-Y otra cosa, ¿no tenes un poco de merca?- le preguntó el hombre sapo.
Manuel negó con la cabeza. Después, observó como Javier invitaba a bailar a la moza y también rebotaba. Finalmente, se fueron de allí. Primero pasaron por El Pulpito a comer un pancho. Manuel miraba a quienes trabajaban allí y se preguntó que fue de su historia sobre el tipo que enloquecía fritando papas. Tragaron, no comieron ni saborearon, la chatarra que les vendieron por alimento y partieron rumbo a La Mulata, donde no duraron demasiado. Un bar casi vacío y poblado por tipos duros, muy duros. Recalaron, entonces, en Bukowski. Allí los esperaba Martín. Cierto rencor aun puebla sus miradas; se cruzaron en un momento y se saludaron con cordialidad. Manuel tuvo ganas de llamarlo y decirle que ya fue, que todo se olvidó, que los tres tienen casi treinta años, que no sean pendejos. Tuvo ganas, pero no lo hizo. Después, lo mismo de siempre; Javier rebotando de aquí para allá. “Todo lo que soy no existe aquí dentro” pensó Manuel “todo lo que soy, esta encorsetado, agobiado, atado, acá dentro. No quiero venir a estos lugares, a ver a esta gente y a creerme que soy lo que no soy. No quiero volver atrás”. Un rato después, se fueron. Javier se quejó con el trapito que Bruera cerró todos los cabarets.
-Tal vez habría que verlo como una forma del combate contra la trata de personas- le comentó Manuel, cuando subieron al auto.

Javier largó una carcajada profunda, sonora, casi al límite de la cordura. Luego, lo dejó en su casa. Manuel lo saludó con afectó y se bajó. Cuando entró a su casa, se dirigió al baño y se miró al espejo. Como una epifanía, como un momento de lucidez absoluta, comprendió que el pasado ya no existe ni volverá y que lo mejor que puede hacer es proyectar su futuro. “No quiero ser el Florentino Ariza de nadie” se dijo y se fue a dormir.

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