jueves, 23 de febrero de 2012

Payasos

En el barrio de Hernán, por una ordenanza municipal, había un payaso en cada esquina. Estos se paraban al lado de un farol o, si lo hubiera, del buzón rojo del correo. Allí esperaban el paso de algún transeúnte que le solicitara una payasada, como podía ser, por ejemplo, tirarse un chorro de soda en la cara o hacer malabares con tres pelotitas amarillas. Esta medida se implementó bajo la excusa de alegrar a un barrio que, según los índices estadísticos, era el más triste de la ciudad. Estos índices se elaboran teniendo en cuenta ciertos parámetros de estilo de vida. Por ejemplo, el barrio de Hernán era el barrio con menor cantidad de peces dorado per capita o era, también, el barrio con menos triciclos azules de la ciudad. Estos indicadores, entre otros, lo terminaron señalando como un barrio triste. Así que la municipalidad decidió promulgar esta ordenanza que marca un régimen de ocho horas diarias de payasadas y que, para hacer cumplir esta medida, se contratarían payasos suficientes como para ubicar uno en cada esquina. Esto, naturalmente, abrió nuevas fuentes de trabajo ya que muchos jóvenes desempleados se alistaron en escuelas de circo, clase de clown o tomaron cursos particulares de payasadas con payasos profesionales.
Había diferentes tipos de payasos en el barrio de Hernán. Algunos que se especializaban en contar chistes subidos de tono, otros de carácter irascible que no soportaban el fracaso de sus payasadas. Estaban los que congregaban muchos vecinos y también los que nunca eran solicitados. Justamente en la esquina de la casa de Hernán había un payaso vestido con unos enormes pantalones violetas, tiradores y camisa verde a lunares blancos que nunca era solicitado. Los vecinos preferían pedir payasadas en otras esquinas más transitadas antes de ir a ver a este payaso. Hernán sabía, por alguna razón, que el nombre de ese payaso era Algodón de Azúcar.
Hernán nunca había solicitado payasadas por que sentía que él prefería respetar la identidad melancólica del barrio. Pero ese payaso le llamaba la atención. Siempre parado en su esquina, apoyado en el farol, mirando las payasadas y las risas de la esquina de enfrente, envidiando, quizás, ese publico. Siempre tranquilo, sin exaltarse, esperando su momento. Hernán solía espiarlo desde la ventana de su casa, corriendo apenas la cortina, fascinado por ese payaso tan disciplinado, incapaz de abandonar su puesto a pesar de no ser solicitado nunca por nadie. Pasaban los meses, las estaciones, el frió invernal, las lluvias torrenciales y Algodón de Azúcar seguía en su esquina, cumpliendo con las ocho horas reglamentarias, apoyando su espalda contra el farol de la luz.
Un día, sin poder soportar más esa situación, Hernán decidió ir a pedirle una payasada a Algodón de Azúcar. Cruzó la calle, se le acercó y, con tono alegre, le habló.
-¿Cómo anda? Quisiera una payasada.
Algodón de Azúcar lo miró sin decirle nada. En sus ojos se dejo traslucir una emoción evidente. Abrió la boca, sonrió, se puso en personaje.
-Sí, como no- le respondió a Hernán, como si hiciese eso todo el tiempo. Luego sacó una naranja de su bolsillo, la peló, la desgajó y fue comiéndose uno por uno los gajos. Hernán miraba toda la secuencia con una sonrisa en la cara, con ganas de estallar en una carcajada. Algodón de azúcar terminó de comer la naranja, saludó con una reverencia y se volvió a apoyar contra el farol. Hernán se sintió desconcertado.
-¿Eso es todo?¿Y el chiste?
Algodón de Azúcar lo miró como si no entendiese la pregunta. Lo examinó a Hernán de arriba abajo como si mirara a un marciano. Después de unos segundos, respondió.
-Ese es el chiste.
-¿Solo se come una naranja?- Hernán estaba sorprendido, no podía creer lo que había visto.
-Sí- respondió Algodón de Azúcar, sin inmutarse.
Hernán pensó en que responderle pero, al no encontrar palabras, estalló en una carcajada inexplicable. Algodón de Azúcar se sonrió con satisfacción. 

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