(...) Manuel odiaba ir a los bares, verdaderamente lo odiaba. Pero debía hacerlo, aunque no le gustara, debía hacerlo. Es que, al fin y al cabo, era la única forma en la que podía conocer gente, era la única forma donde podía relacionarse con personas que tenían sus mismos intereses, con gente similar a él. De otra forma, siempre estaría atrapado entre las vecinas de su barrio y sus compañeros en la imprenta, lo cual le generaba una insoportable sensación de encierro en la boca del estomago. Sin embargo, también sentía que salir los sábados a la noche a los mismos bares era una manera de seguir encerrado; tal vez solo era ampliar la jaula pero no significaba romper los barrotes. Pero estas sombras de oscuridad que le sobrevolaban el cerebro, desaparecieron cuando llegó al bar de su facultad. Se paró en la fila para hombres y esperó su turno para entrar. Mientras lo hacia, se entretenía escuchando las conversaciones de los jóvenes que lo rodeaban.
-¿Habrá muchas minas?- se preguntaba uno de camisa azul y pelo azabache.
-Y, seguro que sí, acá siempre hay- le respondió uno flaco, alto y desgarbado que estaba a su lado.
En el bar se escuchaba el estruendoso ruido de una música bailable y Manuel ya podía imaginar el cuadro con el que se encontraría al ingresar: mucha gente apretada, casi sin poder moverse, con vasos en la mano, apestando a alcohol, babeándose unos a otros, excitados y deseosos de vivir un momento de felicidad que se les negaba durante toda la semana. Luego de pensar esto, se rió: a pesar de su conciencia sobre la situación, él también era uno de ellos. Aunque odiaba los bares, igual iba a ellos, por lo que, de alguna forma, legitimaba esos sitios perversos. Terminaba encerrado en una especie de rueda: para conocer personas nuevas, debía a asistir a un lugar que detestaba. A veces se preguntaba si la gente de esos bares era diferente a la que veía por la calle.
Dentro del bar comenzó a sonar la canción del momento, esa que se escuchaba en todos los lugares. Uno de los jóvenes que estaba delante de Manuel se lamentó por eso: según él, ahora debería esperar hasta la madrugada para que vuelva a escucharse. Manuel no entendía cual era la diferencia entre esa canción y otras canciones pero supuso que seria una pena que la canción haya pasado y ellos estuvieran en la fila.
Entre estas disquisiciones, Manuel llegó al ingreso del bar. Allí lo esperaba un hombre enorme y fornido, con aspecto de subnormal, que le pedía a cada uno de los ingresantes la cedula y el certificado de alumno actualizado. Manuel sacó ambos de su bolsillo y se las mostró al hombre cuando este se las pidió. El hombre los tomó entre sus dedos gordos y torpes, examinó ambos como si se tratara de un complejo manuscrito. Luego lo miró a Manuel con satisfacción.
-No podes entrar, flaco
-¿Cómo?
-Este certificado no esta actualizado, es del mes pasado
-Pero esta semana cambio el mes, no pude actualizarlo
-No me importa, no esta actualizado, no podes entrar
-Pero vengo siempre, me conoces
-Yo solo conozco certificados actualizados
Manuel miró al hombre con una mezcla rara de odio e impotencia. Pensó en decirle algo pero nada salió de su boca.
-Córrete, flaco-le dijo el hombre- ándate y terminá bien la noche.
Manuel se salió de la fila y se quedó parado sin pensar, mirando la puerta del bar, mirando al hombre que pedía certificados y todos los jóvenes disciplinados con sus certificados actualizados que accedían al mundo de diversión adulta que esos bares ofrecían. Buscó en sus bolsillos y encontró el certificado de trabajador de imprenta y se encaminó al otro bar al que estaba habilitado para ir. Mientras se dirigía hacia allí, se dio cuenta de que verdaderamente no tenía ganas de ingresar allí, a ese bar y que era una suerte que lo hubiesen echado. Por otro lado, sabia que si lo hubieran dejado entrar, se habría acomodado en la barra, hubiera tomado una cerveza y se habría aburrido como una ostia, tal cual le pasaba todos los sábados. Entendió, entonces, que ir al bar solo era una parte más de su rutina, tal cual lo era la de todos los jóvenes que allí ingresaban para ver a la misma gente todos los fines de semana. Pero él se dio cuenta de todo cuando lo echaron, es decir, mientras se pertenece no existen cuestionamientos, solo aparecen cuando uno deja de pertenecer y la duda que acosaba a Manuel era si su satisfacción por no pertenecer era valida o no, ya que apareció cuando lo echaron. “No, no es así” pensó, enojado “Odio esos lugares, los odio, solo voy por una estúpida imposición social que me dice que debo ir. Y si me echan es solo la muestra de lo estúpido y mecánico que es todo eso de los bares”. En plena tormenta cerebral, llegó al bar de la imprenta. Era un local oscuro y pequeño, con una luz mortecina que iluminaba el cartel con el nombre del bar. En la puerta, había un viejo calvo y encorvado, vestido con un traje negro raído, que estaba sentado sobre un banquito. Manuel lo saludó al llegar a la puerta pero el viejo no pareció prestarle atención. Manuel se quedó parado en la puerta esperando que le pidan su certificado pero el viejo solo miraba hacia la vereda de enfrente, absorbido por sus ideas. Luego de unos minutos, Manuel decidió ingresar al bar y, al hacerlo, el viejo no se inmutó: siguió sentado en su banquito, mirando hacia la vereda de enfrente, como si esperara que algo ocurriera allí.
El bar por dentro no era demasiado acogedor. De fondo, sonaba un bolero antiguo y ridículo, algunas mesas de madera poblaban el salón, solo una de ellas estaba ocupado por un hombre de pelo engominado que bebía de un vaso pequeño. En la barra, un mozo fumaba un cigarro apestoso que infestaba de humo al lugar. Sentado en la mesa, había un hombre gordo y canoso al que Manuel reconoció de inmediato. Era su jefe, el Señor Szelagowsky. Se sentó junto a el y lo saludó con un seco “Hola”. Szelagowsky no pareció percatarse de su presencia hasta que Manuel le pidió una cerveza al mozo de la barra.
-¿Cerveza?- dijo Szelagowsky –acá se toma caña, whisky, cinzano, moscato, capaz que fernet, pibe- luego soltó una estruendosa carcajada y le tomo el hombro con su mano gorda y transpirada.
Manuel se sonrió y pidió un fernet. El mozo lo sirvió puro y sin ningún tipo de ceremonia. Manuel bebió el primer sorbo y sintió como un liquido amargo le hacía fruncir la garganta.
-Acostúmbrese, pibe, si va a venir por acá- le dijo Szelagowsky
-Si, creo que sí, que voy a venir seguido-le respondió Manuel, mientras tomaba otro sorbo de fernet- No es peor que otros lugares-
Szelagowsky se rió de las palabras de Manuel
-Todos los lugares son buenos mientras te sirvan algo-le dijo, con una mirada cómplice-el problema es cuando dejan de servírtelo.
Manuel asintió y siguió tomando su fernet. Ahora sonaba un tango algo melancólico. El hombre engominado pidió la cuenta, pagó y se retiró. Manuel observó con curiosidad un cuadro de Boca campeón 1962 y se preguntó que seria de la vida de todos esos jugadores de fútbol, que en su época fueron considerados héroes. Cuando terminó su fernet, pidió otro y siguió bebiendo en silencio, en compañía de Szelagowsky. (...)